Mis abuelos maternos
Algunos personajes
familiares carecen de relato o el mismo resulta confuso. Incluso tras consultar
para saber de quienes quedaron alojados en la memoria de un chaval observador. Esta
condición no clarifica siempre la realidad, pero me ha permitido escribir
bastantes páginas y procuro no perderla, aunque sea a una edad diametralmente
opuesta.
Mi abuela materna
falleció en 1975, a los 75 años y poco antes del general Franco. La yaya no
pasó a la historia como el ferrolano, pero vivió con nosotros desde que quedara
viuda en 1959 y me dejó numerosos testimonios de una familia donde todos,
absolutamente todos, fueron unos perdedores de la Guerra Civil.
Al cabo del tiempo e
hilvanando recuerdos con preguntas y consultas, he entendido algunas
fotografías vistas en casa. Una de ellas era de un cuñado de mi abuela. El
tío Andrés, manco y con aspecto de lobo de mar, posaba en calidad de pirata
en una fragata dieciochesca anclada en el puerto de Alicante.
Nadie conoce la película
en la que apareció como extra con peluca y sin necesidad de maquillaje. Supongo
que sería El tigre de los siete mares (1966), una coproducción de Sergio
Bergonzelli. Nunca la vi, pero recuerdo que por entonces el tío Andrés llegó
a casa con un queso de bola entero. La novedad gastronómica la añadí a las
peculiaridades de quien siempre me sorprendía cuando venía a ver a su cuñada o
a preguntar algo a Pepito, mi padre, que como «apoderado de banca» era una
autoridad en materia de gestiones para la familia.
La procedencia del
insólito queso la supongo vinculada a las amistades del rodaje, que no sería el
primero en el que intervendría el tío Andrés. Su aspecto de lobo de
mar bien le podría haber llevado a participar en La fragata infernal y El
hijo del capitán Blood, rodadas en Alicante cuatro años antes.
La presencia de
extranjeros adinerados, los del cine, suponía la posibilidad de acceder a
novedades del desarrollismo como el queso tan redondeado y rojo. Y Andrés,
hombre bragado en mil batallas, las conseguiría con el desparpajo de quien
nunca ha presentado una solicitud con la correspondiente póliza.
El tío Andrés, manco
desde la guerra, trabajaba en el puerto de lo que se presentara. También como
descargador a pesar de su discapacidad, un término inexistente por entonces. Esta
circunstancia me asombraba, pero luego supe de otras más asombrosas durante una
posguerra donde se buscó la vida con recursos propios de una novela de Juan
Marsé.
Nunca le pregunté por el
destino de la parte del brazo que le faltaba. Ya mayor, supe que la amputación
se debió a una granada durante la guerra. Andrés era un mutilado, como tantos
otros después de tres años de barbarie, pero como perdedor nunca fue un
«caballero mutilado» del Benemérito Cuerpo de Mutilados de Guerra por la Patria.
Según explica Paco Cerdá en Presentes, justo en un capítulo donde el
protagonista se llama Andrés, «uno puede ser un jodido cojo o un caballero
mutilado: depende del lado que ocupaba en la trinchera» (p. 181).
La presencia de los
caballeros mutilados era todavía frecuente en los años sesenta, donde seguían
bajo la protección del organismo creado por el protomutilado, el general Millán
Astray. El cojo, manco y tuerto alardeaba de los órganos pasados a mejor vida
hasta que su homólogo italiano le demostró que, en materia de sacrificios por
la Patria, siempre hay quien nos supere.
También abundaban, en
similar número, los cojos, los mancos y otros mutilados que por ser unos
vencidos nunca aspiraron a la condición de caballeros. Ni siquiera a una
pensión o cualquier otra ayuda. Por eso recuerdo que El tío Andrés, ya
anciano en los años ochenta, recibió con asombro lo dado por el gobierno de
Felipe González. Más vale tarde que nunca y ese dinero solucionó problemas.
Ahora, al cabo de las
décadas, el estudio de la posguerra me permite conocer una sociedad abundante
en mutilados donde también había dos categorías claramente diferenciadas: los
vencedores y los vencidos. Los primeros gozaron de la protección del Régimen,
que tampoco sería una bicoca, mientras que sus homólogos del bando republicano
se buscaron la vida en condiciones dramáticas. Todavía, en los años setenta,
aparecen en los dibujos de Gila y Summers como protagonistas de una
cotidianidad identificable.
Paco Cerdá ha reavivado
la memoria del tío Andrés, cuya vida fue de claroscuros. Al leer el
capítulo de Presentes (pp. 181-6), he comprendido mejor la desesperación
que puede llevar a soluciones equivocadas. Las conozco, con su correspondiente
responsabilidad, pero ahora también entiendo mejor a quien las protagonizó y un
día, cuando yo tenía ocho años, me dijo: «Mira, un queso entero para ti»,
mientras me lo mostraba apoyándolo entre su muñón y el pecho de pirata.
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