martes, 1 de octubre de 2024

«Jodido cojo o caballero mutilado»

 


Mis abuelos maternos


Algunos personajes familiares carecen de relato o el mismo resulta confuso. Incluso tras consultar para saber de quienes quedaron alojados en la memoria de un chaval observador. Esta condición no clarifica siempre la realidad, pero me ha permitido escribir bastantes páginas y procuro no perderla, aunque sea a una edad diametralmente opuesta. 

Mi abuela materna falleció en 1975, a los 75 años y poco antes del general Franco. La yaya no pasó a la historia como el ferrolano, pero vivió con nosotros desde que quedara viuda en 1959 y me dejó numerosos testimonios de una familia donde todos, absolutamente todos, fueron unos perdedores de la Guerra Civil.

Al cabo del tiempo e hilvanando recuerdos con preguntas y consultas, he entendido algunas fotografías vistas en casa. Una de ellas era de un cuñado de mi abuela. El tío Andrés, manco y con aspecto de lobo de mar, posaba en calidad de pirata en una fragata dieciochesca anclada en el puerto de Alicante.




Nadie conoce la película en la que apareció como extra con peluca y sin necesidad de maquillaje. Supongo que sería El tigre de los siete mares (1966), una coproducción de Sergio Bergonzelli. Nunca la vi, pero recuerdo que por entonces el tío Andrés llegó a casa con un queso de bola entero. La novedad gastronómica la añadí a las peculiaridades de quien siempre me sorprendía cuando venía a ver a su cuñada o a preguntar algo a Pepito, mi padre, que como «apoderado de banca» era una autoridad en materia de gestiones para la familia.

La procedencia del insólito queso la supongo vinculada a las amistades del rodaje, que no sería el primero en el que intervendría el tío Andrés. Su aspecto de lobo de mar bien le podría haber llevado a participar en La fragata infernal y El hijo del capitán Blood, rodadas en Alicante cuatro años antes.

La presencia de extranjeros adinerados, los del cine, suponía la posibilidad de acceder a novedades del desarrollismo como el queso tan redondeado y rojo. Y Andrés, hombre bragado en mil batallas, las conseguiría con el desparpajo de quien nunca ha presentado una solicitud con la correspondiente póliza.

El tío Andrés, manco desde la guerra, trabajaba en el puerto de lo que se presentara. También como descargador a pesar de su discapacidad, un término inexistente por entonces. Esta circunstancia me asombraba, pero luego supe de otras más asombrosas durante una posguerra donde se buscó la vida con recursos propios de una novela de Juan Marsé.

Nunca le pregunté por el destino de la parte del brazo que le faltaba. Ya mayor, supe que la amputación se debió a una granada durante la guerra. Andrés era un mutilado, como tantos otros después de tres años de barbarie, pero como perdedor nunca fue un «caballero mutilado» del Benemérito Cuerpo de Mutilados de Guerra por la Patria. Según explica Paco Cerdá en Presentes, justo en un capítulo donde el protagonista se llama Andrés, «uno puede ser un jodido cojo o un caballero mutilado: depende del lado que ocupaba en la trinchera» (p. 181).

La presencia de los caballeros mutilados era todavía frecuente en los años sesenta, donde seguían bajo la protección del organismo creado por el protomutilado, el general Millán Astray. El cojo, manco y tuerto alardeaba de los órganos pasados a mejor vida hasta que su homólogo italiano le demostró que, en materia de sacrificios por la Patria, siempre hay quien nos supere.

También abundaban, en similar número, los cojos, los mancos y otros mutilados que por ser unos vencidos nunca aspiraron a la condición de caballeros. Ni siquiera a una pensión o cualquier otra ayuda. Por eso recuerdo que El tío Andrés, ya anciano en los años ochenta, recibió con asombro lo dado por el gobierno de Felipe González. Más vale tarde que nunca y ese dinero solucionó problemas.

Ahora, al cabo de las décadas, el estudio de la posguerra me permite conocer una sociedad abundante en mutilados donde también había dos categorías claramente diferenciadas: los vencedores y los vencidos. Los primeros gozaron de la protección del Régimen, que tampoco sería una bicoca, mientras que sus homólogos del bando republicano se buscaron la vida en condiciones dramáticas. Todavía, en los años setenta, aparecen en los dibujos de Gila y Summers como protagonistas de una cotidianidad identificable.

Paco Cerdá ha reavivado la memoria del tío Andrés, cuya vida fue de claroscuros. Al leer el capítulo de Presentes (pp. 181-6), he comprendido mejor la desesperación que puede llevar a soluciones equivocadas. Las conozco, con su correspondiente responsabilidad, pero ahora también entiendo mejor a quien las protagonizó y un día, cuando yo tenía ocho años, me dijo: «Mira, un queso entero para ti», mientras me lo mostraba apoyándolo entre su muñón y el pecho de pirata.

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario