Siendo niño, supe del
hermano de un ahijado de mis padres al que todos llamaban Wencete. La grafía no
la tenía clara. El nombre nunca lo vi por escrito y también podía ser Bencete;
incluso Vencete. Al margen de la duda, me maravillaba la posibilidad de tener
un nombre peculiar porque yo combinaba dos tan frecuentes como Juan y Antonio.
Nunca pregunté por su
santo porque en casa lo del santoral era un misterio insondable más allá de San
José, que estaba en rojo por ser fiesta en una casa donde había un Pepe y un
Pepito. Así pasaron los años hasta que un día, recordando a la familia de mis
padrinos, pregunté a mi madre por la singularidad de llamar Wencete a un hijo.
Ella tampoco lo tenía claro, pero mi padre me dijo que en realidad se llamaba
Wenceslao.
Cuando veo a un bebé
pienso que llamarle Wenceslao es una venganza del destino
similar a la de bautizarle como Hermenegildo. Comprendo a la familia, que
tendría algún antepasado con ese nombre, y me alegra saber que la alternativa
ante la costumbre era llamarle Wencete. La tradición queda salvaguardada, pero
también la lógica de buscar un nombre más simpático para un niño.
Ya muchacho, conocí a un
primo de mi madre al que la familia llamaba Liberto. Me gustaba el nombre, pero
tardé bastante tiempo en saber de semejante originalidad en tiempos del
franquismo. Su padre, al igual que mi abuelo materno, era un afiliado a la CNT
y, aunque pensara en llamarle Buenaventura, al final se decidió por Liberto.
Mi abuelo sufrió graves
quemaduras en un bombardeo de los italianos, pero pudo volver al trabajo como
mecánico tras finalizar la guerra. Su hermano, más militante, pasaría por un
sumarísimo de urgencia que le llevó a la cárcel. Allí, para ver al hijo recién
nacido, debió casarse como Dios manda y bautizar a Liberto, que pasó a llamarse
José en los papeles.
La familia le siguió
llamando Liberto, aunque con el tiempo nadie se acordara del anarquismo porque
había que salir adelante en silencio. Así lo conocí como un hombre simpático y trabajador.
Al igual que su padre, que cuando yo era un adolescente un día me avisó de los
peligros del comunismo mientras estaba de visita para ver a su cuñada, mi
abuela.
El aviso lo descifré al
cabo de los años, cuando supe de las relaciones entre comunistas y anarquistas
durante la guerra. Aquel anciano no olvidaría algún episodio de las mismas y me
avisó. Lo agradezco, aunque yo siempre he sido de «amplio espectro». Procuro la conciliación y me
aburren las rencillas o los enfrentamientos de quienes se empecinan en nombre
de lo que sea.
En cualquier caso, me
gusta saber de un acto que ahora calificaría de micro resistencia. Mis colegas
hablan a menudo de micro machismos. A veces creo que los confunden con la mala
educación o conceptos cuya denominación carece del prestigio de lo novedoso.
Sin embargo, llamar a alguien Liberto en pleno franquismo es insólito, pero se
hizo habitual en nuestra familia.
Nadie le dio importancia.
Incluso es posible que algunos desconocieran el motivo porque el tiempo todo lo
borra. Apenas importa. Me divierte recordarlo y ahora, cuando sé de otro
Liberto que no tiene problema alguno para utilizar su nombre hasta en los papeles,
creo que hemos dado pasos hacia la tolerancia, incluida la que permite llamar
Wenceslao, Hermenegildo o Nabucodonosor a un bebé.
Blasco Ibáñez llamó a sus hijos Libertad, Julio César y Sigfrido, nombres que desvelan los gustos políticos y estéticos del padre. Por su parte, Leonard Cohen bautizó a su hija como Lorca. Menos mal que no le puso Federica. Yo creo que esto de los nombres va con los tiempos. En los veintitantos años que llevo de profesor de instituto, yo no sé la cantidad de Aitanas que habrán pasado por mis clases. Ninguna conocía siquiera el nombre de Rafael Alberti. Espero que alguno de sus progenitores sí supiera su origen.
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