Un acto judicial debe
estar motivado y responder a una finalidad. A la vista de lo explicado en la
entrada de este blog del 6 de septiembre, la instrucción de los sumarísimos de
urgencia por parte de juzgados militares como el especializado en la prensa
tenía un destino: su elevación mediante auto resumen a una vista previa que
precede, casi siempre en el mismo día, al plenario del tribunal que ha de
resolver en el consejo de guerra.
La posible duda, por
razones terminológicas como las explicadas en la citada entrada, queda
despejada gracias a la lógica. Si esa labor instructora no fuera destinada a
los tribunales de los consejos de guerra, ¿cuál sería su destino? La simple
circunstancia de imaginar a decenas de juzgados militares en Madrid instruyendo
sumarísimos de urgencia sin un destino prefijado resulta absurda.
Las dudas, en cualquier
caso, deben despejarse acudiendo a las fuentes documentales. Ayer comentábamos
la necesidad de conocer el Código de Justicia Militar de 1890 para abordar
estos temas, pero también -según lo indicado en otras entradas- cabe recordar
la existencia de decretos y órdenes dictados por el bando sublevado contra la
II República que modificaron parcialmente dicho código.
A principios de noviembre
de 1936, la ocupación de Madrid parecía inminente, incluso para el gobierno
republicano ya trasladado a Valencia. Las autoridades de los sublevados tenían
preparado el armazón del funcionamiento de la jurisdicción militar encargada de
castigar la resistencia de quienes permanecieron fieles a la legalidad. Así,
establecieron por decreto un organismo militar con el revelador nombre de
Auditoría del Ejército de Ocupación para aplicar la citada jurisdicción en el
Madrid «liberado». Se trata del decreto 55 ya comentado en varias entradas de
este blog.
El texto publicado en el
BOE del 5 de noviembre de 1936 establece unas previsiones, finalmente
desbordadas, en lo relacionado con los juzgados militares encargados de la
instrucción de los sumarísimos de urgencia y los consejos de guerra permanentes,
cuya competencia era dictar sentencia en los mismos. Como es lógico, el vínculo
entre ambos órganos forma parte de la unidad jurídica y documental de cualquier
sumarísimo de urgencia de aquellas fechas.
No obstante, y por si
persistiera la duda, cabe leer el artículo 4 del citado decreto: «La
preparación de las actuaciones que deban someterse a la resolución de los
Consejos de Guerra Permanentes será conferida a los dieciséis juzgados
militares que se constituyan, los que, dependiendo directamente de los
presidentes de aquéllos, acomodarán su labor procesal a las normas que a
continuación se indican».
Entre esas normas, la 4b
refuerza la relación entre el órgano instructor y el sancionador:
«Identificados los testigos y atendido el resultado de las actuaciones, con más
la naturaleza del hecho enjuiciado, el juez dictará auto-resumen de las mismas,
comprensivo del procedimiento, pasándolas inmediatamente al Tribunal, el cual
designará día y hora para la celebración de la vista».
El texto completo del Decreto 55 se puede descargar en el siguiente enlace de la web Justicia y Memoria histórica:
La toma de Madrid se
frustró en noviembre de 1936, pero el decreto 55 fue utilizado para aplicar la
jurisdicción militar en otras plazas conforme las mismas pasaban a manos de los
sublevados. Finalmente, en abril de 1939, comenzó a aplicarse en la capital,
aunque con unos números desbordados por la realidad represiva de la posguerra.
Según Julius Ruiz, en
diciembre de 1939, había cincuenta mil reclusos en las abarrotadas cárceles de
Madrid. Todos debían ser sometidos a sumarísimos de urgencia, incluso a varios
en el caso de bastantes procesados, y para emprender semejante labor fue
necesario ampliar el número de juzgados instructores de la omnipresente
jurisdicción militar
El resultado más
dramático de estos procedimientos judiciales fue el fusilamiento de 2.936
personas en la capital, donde entre abril de 1939 y abril de 1944 hubo -según
señala Julius Ruiz- una media de doce ejecutados cada semana. No obstante, la
mayoría murió en el primer año de la Victoria tras la celebración de los
correspondientes sumarísimos de urgencia.
Los casos de los
periodistas Manuel Navarro Ballesteros y Javier Bueno evidencian que este
destino era previsible para los procesados cuya instrucción recayó -por su
profesión- en el Juzgado Militar de Prensa. Otros colegas también recordados en
mis libros fueron condenados a muerte, treinta años, veinte, doce y demás
sentencias, que prueban la dureza de un juzgado instructor que, de acuerdo con
el citado artículo del decreto 55, trabajaba para los tribunales de los
consejos de guerra permanentes.
La tarea de la represión
se vio desbordada por la realidad de las cifras. Alberto Reig Tapia estableció
la cifra de 270.219 reclusos a principios de 1940, atendiendo exclusivamente a
las cifras oficiales. Las reales ascenderían a más de trescientos mil. Esta evidencia,
y la necesidad de proceder rápidamente para conseguir el efecto paralizante en
cualquier resto de oposición al régimen franquista, supuso un caos jurídico
donde las garantías para los procesados eran una quimera.
Si atendemos a los
testimonios recopilados por Mirta Díaz Balart, Antonio Rojas Friend, Fernando
Hernández Holgado, Tomás Montero Aparicio, Gutmaro Gómez Bravo y otros colegas
con quienes trabajo desde hace años, hubo plenarios de consejos de guerra en
cuyas vistas previas llegó a figurar un solo defensor para casi cien
procesados, tal y como testimonia Mercedes Núñez. José Leiva en sus memorias
describe cómo, en menos de tres horas, once personas fueron condenadas a muerte
y otras treinta sentenciadas con distintas penas. Los testimonios se repiten,
pero el más recordado corresponde a «las trece rosas». El 5 de agosto de 1939,
trece jóvenes con edades comprendidas entre los dieciocho y veintitrés años
fueron ejecutadas junto con otras cincuenta y seis personas. El récord de esta
barbarie, no obstante, llegó el 24 de junio de 1939, cuando hubo 102 ejecuciones
en Madrid.
Estas víctimas pasaron
por los juzgados militares destinados a la instrucción de sus sumarísimos de
urgencia y, elevado el correspondiente auto resumen, fueron sentenciadas por
los plenarios de los tribunales establecidos en los consejos de guerra permanentes.
Todas tienen un número asignado e inalterable para su sumario y, por supuesto,
la unidad documental y jurídica del mismo se ha preservado en los archivos
militares.
La memoria personal o
familiar puede negar la realidad documentada y basada en disposiciones legales.
El historiador debe atender a la misma, aunque le incomode. En cualquier caso,
antes de publicar el resultado de esa memoria cuya subjetividad es legítima convendría
acudir a las fuentes documentales y bibliográficas. Las mismas a veces resultan
complejas, pero ninguno de mis colegas dedicados a estos temas se negaría a
resolver las dudas de quienes desean hacer efectivo ese derecho a la memoria
personal o familiar.
Pd.: Como es lógico, lo aquí sintetizado tras las oportunas consultas bibliográficas está abierto al debate con los demás especialistas. Por desgracia, apenas contamos con textos que sinteticen estas cuestiones y sean accesibles. Espero contribuir a este objetivo con la presente serie de entradas, que parten de una bibliografía que expondré para facilitar nuevas consultas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario