martes, 8 de octubre de 2024

Condenar al enemigo en tiempos de guerra


 

La masificación de la población reclusa que debía ser sometida a sumarísimos de urgencia durante los meses posteriores a la finalización de la guerra, al menos en su fase de enfrentamientos bélicos, es una clave de las disposiciones en el ordenamiento jurídico puesto a disposición de la represión. La creación en Madrid, mediante el Decreto 55 ya citado en anteriores entradas, de ocho consejos de guerra permanentes es un ejemplo.

El objetivo era simplificar los procedimientos e intentar detraer para los mismos el menor número posible de oficiales en activo, Las decenas de miles de sumarísimos de urgencia no debían acarrear otros tantos nombramientos de tribunales para sentenciarlos. La solución fue la creación de estos órganos, circunscritos a las plazas donde la masificación era un grave problema, para que en los mismos desembocaran los sumarios instruidos por los juzgados militares.

La denominación de nuevo puede inducir al error. Tal vez habría sido más exacto hablar de tribunales permanentes, pero esta posibilidad iría en contra de una evidencia: la composición de estos tribunales distaba de ser permanente. Algunos miembros repiten, pero otros varían sin necesidad de proceder a los correspondientes nombramientos por parte del auditor, que en estos procedimientos es la clave de bóveda y actúa en sustitución del capitán general de la región militar donde tiene lugar el sumarísimo de urgencia. Al menos, los nombramientos no constan en los sumarios conservados en los archivos militares donde he trabajado.

La consulta de las hojas de servicios de los oficiales que participaron en estos tribunales podría aclarar la circunstancia arriba indicada. Tal vez todo se redujera a una adscripción temporal al Cuerpo Jurídico sin necesidad de especificar el órgano concreto del mismo. Así sucede en otros destinos ya analizados, aunque de menor rango. En cualquier caso, debemos recordar la existencia de un marco histórico donde la falta de garantías jurídicas para los procesados coexistía con la ausencia de controles en los nombramientos y las propias actuaciones judiciales. Nadie, ante un tribunal de aquellos, preguntaría por los nombramientos de sus miembros, aunque no existieran o fueran realizados al margen de lo establecido en el CJM de 1890.

Una tarea pendiente es la tipología de los oficiales que intervinieron en estos tribunales. El objetivo explícito es que fueran los menos posibles para no detraer un número significativo entre los que se encontraban en activo. Esta circunstancia presupone la conveniencia de que fueran veteranos con una participación secundaria o irrelevante durante la guerra. Todavía partimos del análisis de un escaso número de casos, pero cabe avanzar la hipótesis de una preferencia por aquellos oficiales que no hubieran destacado en acciones de guerra y hasta permanecieran más o menos emboscados durante la misma.

El objetivo, si se confirmara esta hipótesis con un significativo número de casos, sería establecer una especie de pacto de sangre. Unos oficiales, por su decisiva intervención en los frentes de guerra, ya lo habían firmado y otros debían suscribirlo mediante su participación en unos tribunales que mandaron a cincuenta mil personas al paredón. Un colectivo que ha provocado semejante represión busca la solidaridad de todos sus miembros y la garantía de su futuro silencio. Ambos objetivos pasan por un pacto de sangre como el esbozado y un posterior trato clientelar.

Al margen de la posible demostración de esta hipótesis, esbozada en algunos estudios, la avalancha de sumarísimos de urgencia durante los años 1939 y 1940 se percibe en el caos de numerosas actuaciones judiciales. Los casos analizados en mis libros abundan en ejemplos. Varias entradas de este blog están dedicadas a las irregularidades detectadas en el sumario 21001 de Miguel Hernández, pero la circunstancia se repite en otros muchos donde, al final, el investigador acepta la posibilidad de cualquier atentado a la lógica procesal.

Los empeños imposibles derivan, inevitablemente, en la falsedad de sus resultados. Tal y como señala Julius Ruiz en coherencia con otros historiadores, el régimen franquista carecía de los recursos necesarios para castigar a tanta gente. De hecho, y a partir de 1942 más o menos, empezó a adoptar medidas para aliviar la masificación en las cárceles y los juzgados militares. Algunos las interpretan en una clave internacional y las vinculan con el inicio del declive del Eje en la II Guerra Mundial. La hipótesis es plausible, pero resulta contradictoria con la continuidad de la apuesta del franquismo por la cooperación con Alemania y, en menor medida, Italia.

Otros historiadores acuden a una evidencia: la extrema pobreza de un país devastado tras la guerra y aislado en una autarquía que se alargaría hasta bien entrada la década de los cincuenta. En ese marco económico, el mantenimiento de una enorme población reclusa en edad activa suponía un dispendio inasumible, aunque las condiciones higiénicas y alimentarias de las cárceles fueran precarias.

Sin obviar las dos hipótesis esbozadas, considero que la tarea fundamental del sistema represivo ya estaba realizada a la altura de 1942. El terror paraliza y, como es obvio, la brutalidad de la represión ejercida durante los tres años posteriores al final de la guerra paralizó a la mayoría de quienes podían oponerse al régimen. La resistencia armada perduró, pero cada vez más aislada y como fruto de una desesperación sin apenas alternativas. Una variante de «la doctrina del schock» mediante el terror, con apariencia judicial, funcionó y había llegado el momento de la «redención», cuya supuesta labor de integración pasaba por la renuncia a su pasado de los beneficiarios de la misma

La amplia bibliografía sobre el tema, de la que abajo doy una muestra, invita a reflexionar sobre estas circunstancias con la ayuda de investigaciones que desvelen lo sucedido en nuevos casos concretos. El objetivo lo comparto mediante la elaboración de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores. Mientras tanto, cabe plantear una pregunta. Si el régimen carecía de los medios económicos, personales y burocráticos para castigar a tanta gente, ¿qué hizo en realidad durante el período 1939-1942?

Algunos apuntan la existencia de una farsa jurídica, de la justicia al revés -como reconociera Ramón Serrano Suñer- y de un espíritu de venganza o aniquilamiento que encontró un marco en la jurisdicción militar. Los argumentos a favor de estas interpretaciones abundan. Sin embargo, tras más de diez años estudiando sumarios, mi impresión concuerda con una España que todavía estaba en guerra, incluso de manera oficial.

Los sumarísimos de urgencia, en su mayoría, desempeñan una función similar a la de un arma. Lo sentenciado no eran los hechos de los procesados, sino la identidad de los mismos porque estamos ante un «derecho de autor», un concepto que desarrollo en mis libros a partir de lo expuesto en varias aportaciones bibliográficas. Y esa identidad es la de un enemigo, justo cuando, oficialmente, en España está declarado el estado de guerra. Los oficiales de un ejército ante unos enemigos, desarmados, en tiempo de guerra. A partir de esta evidencia, las irregularidades derivadas del caos por la masificación no son propias de un ineficaz sistema represivo, sino de la verdadera finalidad del mismo.

Pd. Estas reflexiones finales forman parte de mi aportación al volumen colectivo Tras la máscara. Mecanismos de represión durante la dictadura franquista, coordinado por los profesores Sergio Calvo Romero y Ana Asión Suñer. Su publicación está prevista para los inicios de 2025.

 

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