Un
adolescente de principios de los años setenta tenía la oportunidad de visitar,
con la imaginación, unos pueblos cuyos referentes inexcusables eran el alcalde
y el cura, acompañados por el cabo de la Guardia Civil y el maestro. En un
plano inferior, y para completar una cohesionada estructura jerárquica, se
situaban otros tipos que aparecían en series de televisión tan representativas
de la época como Crónicas de un pueblo (1971-1974): el alguacil, el
cartero, la boticaria… Incluso el forastero, cuya misteriosa ambigüedad podía
socavar el orden y la tranquilidad de Puebla Nueva del Rey Sancho. Los domingos
por la noche, en horario de máxima audiencia y sin competencia con otras
cadenas, varios millones de españoles veíamos la plasmación de una idea original
del almirante Carrero Blanco, tan desconocido por la mayoría como si se tratara
del guionista. Muchos supimos de él cuando voló por los aires de una calle
madrileña, pero pocos años antes y con la mentalidad de cabo furriel que
proliferaba entre los jerarcas franquistas ordenó a TVE la creación de un
programa que divulgara los textos de las Leyes Fundamentales del Reino (Fuero
de los Españoles, Fuero del Trabajo, Principios del Movimiento Nacional…). Eran
tiempos de ordeno y mando con Adolfo Suárez al frente de un equipo que actuó
con disciplina y hasta entusiasmo. La consecuencia fue la aparición de una
serie centrada en un pueblo que se pretendía representativo de la España de
entonces. En Puebla Nueva del Rey Sancho surgían algunos problemas, a menudo
derivados del choque entre unos vecinos reacios al progreso tecnológico y
social y una realidad cambiante que convenía amoldar al orden establecido.
Todos sabíamos que había solución, pues la respuesta estaba prevista en «los
fueros».
La
palabra mágica -parecía de otra época y nadie de nuestro entorno la utilizaba-
era pronunciada por el depositario de la sabiduría del municipio: el maestro.
Recuerdo aquellos desenlaces que lo dejaban todo bien explicado gracias a las
dotes pedagógicas del personaje interpretado por Emilio Rodríguez, siempre
bonachón y dispuesto a charlas con el alcalde o el cura por las calles del
pueblo para ocuparse de la defensa del bien común. Aquellas fuerzas vivas eran
tan responsables como inamovibles. Parecían encontrarse allí desde la noche de
los tiempos y, por supuesto, con una voluntad de permanencia que también
estaría en los fueros. Años después supe que entre los guionistas figuraba un
desconocido: Juan Alarcón Benito, que ejercía como subjefe provincial del
Movimiento en Ávila y se convertiría en el prolífico autor de una Editorial
Andina que no le sacó del anonimato. El citado guionista, junto con otros que
participaron en la serie, era el encargado de introducir las píldoras políticas
e ideológicas en una serie cuya intencionalidad queda al margen de cualquier
duda. Dudo, no obstante, que los resultados se correspondieran con las
intenciones. No solo porque el cambio de régimen viniera poco después, sino
porque el probable y relativo error del almirante fue propagar lo que había
sido mantenido en silencio. Y por eso, entre otras razones, duró tanto.
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