Los personajes de Amanece
que no es poco, de José Luis Cuerda, nunca pierden la compostura y la
ponderación. Ni siquiera ante las propuestas fascinantes. Nos encontramos en un
pueblo manchego donde si a alguien le llaman por la calle para decirle: «Mire
usted, que querría yo hablar con usted de Dostoyevski», al interpelado no le
queda más remedio que contestar: «Ah, pues ahora mismo bajo». ¿Cómo se va a
negar -se preguntaba el propio José Luis Cuerda- alguien medianamente cuerdo a
hablar de Dostoyevski? Imposible, aunque sea una ama de casa que se arregla el
moño y seca sus manos en el delantal antes de empezar a departir sobre el
novelista ruso.
La escena tiene
lugar en un pueblo donde los intentos de plagio de William Faulkner son
constantes hasta el punto de provocar la preocupación de Fermín y Pascual, los
dos peripatéticos guardias civiles que encuentran más sencillo aconsejar a las
parejas acerca de los prolegómenos eróticos, siempre agradecidos cuando la
faena es cabal. Lo relacionado con Dostoyevski y Faulkner, así como las
cuestiones derivadas del libre albedrío, es materia más propia del cabo y, al
tiempo, comandante del puesto de la Guardia Civil, hombre calmo que solo pierde
los nervios ante el «sindios» de un amanecer por el lado equivocado.
La genial e
irreverente película de José Luis Cuerda la recuerdo cada vez que recibo la
invitación a departir sobre alguno de los nombres consagrados de un canon
cultural cuya jerarquía parece incuestionable. Me seco las manos en el delantal
y bajo a hablar sobre ellos. El moño pasó a mejor vida hace tiempo, como los
bucles, pero me calzo la boina del pueblerino de la citada película que,
consciente de sus limitaciones, avisa a su interlocutor: «¡Qué lástima! No
puedo responderle porque soy un hombre dominado por los instintos más
primarios». Yo también padezco esa dominación, pero acudo a la llamada y
procuro dejar mi testimonio sin necesidad de provocar lástima porque prefiero
la sonrisa del escéptico.
Este fin de semana
he visto la puesta en escena de La vida es sueño dirigida por Declan
Donnellan y una adaptación de El proceso, de Kafka a cargo de Ernesto
Caballero. La presencia de la CNTC y el CDN, respectivamente, garantizan
unos mínimos de calidad que se cumplen. Nada que objetar al respecto, pero me
he sentido como si, de verdad, se hubiera cumplido el deseo de mi
interlocutor-programador de invitarme a hablar de Dostoyevski en un pueblo
donde muchos intentan plagiar a Faulkner. Dominado por los instintos más
primarios, he caído en la somnolencia.
Dado que la vida
es sueño, materia equívoca cuyo barroquismo está sujeto a múltiples
interpretaciones, la experiencia onírica me ha convertido en un émulo de
Segismundo. Así he descubierto de nuevo mi libertad para soñar con unos
clásicos interpelados al modo de Ron Lalá o unos dramaturgos que, en vez de
refugiarse en la historia de Josef K ya recreada genialmente por Orson Welles
en 1962, fueran capaces de bucear en los juzgados españoles a la búsqueda de
situaciones kafkianas, que las hay y en abundancia. Con los primeros habría
disfrutado gracias a virus como la cervantina, que nos devuelven el entusiasmo
por lo visto en escena, y los segundos me habrían recordado que el teatro, por
raro que ahora parezca, también es un espacio para la polémica, aquella que
llevó a Leopoldo Alas y Valle-Inclán a denostar al Calderón merecedor del denuesto.
La condición de
hombre dominado por los instintos primarios me aleja de lo políticamente
correcto y me aboca a reclamar un teatro menos cobarde y previsible. Tal vez
sea una quimera, porque lo relativamente seguro es utilizar el nombre de
Calderón para un espectáculo donde nadie parece confiar en Calderón o emplear
el nombre de Kafka sin atreverse a aplicar sus enseñanzas en un contexto
inmediato y, por eso mismo, mucho más polémico. Los clásicos como refugio incuestionable
son una coartada perfecta, pero algunos pensamos que, tras pedir disculpas por
nuestros instintos, conviene levantarse de la butaca sin dar un solo aplauso a
esta ceremonia donde el riesgo pasó a mejor vida como mi moño.
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