domingo, 7 de mayo de 2023

«Mire usted, que querría yo hablarle de Dostoyevski»


 

Los personajes de Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda, nunca pierden la compostura y la ponderación. Ni siquiera ante las propuestas fascinantes. Nos encontramos en un pueblo manchego donde si a alguien le llaman por la calle para decirle: «Mire usted, que querría yo hablar con usted de Dostoyevski», al interpelado no le queda más remedio que contestar: «Ah, pues ahora mismo bajo». ¿Cómo se va a negar -se preguntaba el propio José Luis Cuerda- alguien medianamente cuerdo a hablar de Dostoyevski? Imposible, aunque sea una ama de casa que se arregla el moño y seca sus manos en el delantal antes de empezar a departir sobre el novelista ruso.

La escena tiene lugar en un pueblo donde los intentos de plagio de William Faulkner son constantes hasta el punto de provocar la preocupación de Fermín y Pascual, los dos peripatéticos guardias civiles que encuentran más sencillo aconsejar a las parejas acerca de los prolegómenos eróticos, siempre agradecidos cuando la faena es cabal. Lo relacionado con Dostoyevski y Faulkner, así como las cuestiones derivadas del libre albedrío, es materia más propia del cabo y, al tiempo, comandante del puesto de la Guardia Civil, hombre calmo que solo pierde los nervios ante el «sindios» de un amanecer por el lado equivocado.

La genial e irreverente película de José Luis Cuerda la recuerdo cada vez que recibo la invitación a departir sobre alguno de los nombres consagrados de un canon cultural cuya jerarquía parece incuestionable. Me seco las manos en el delantal y bajo a hablar sobre ellos. El moño pasó a mejor vida hace tiempo, como los bucles, pero me calzo la boina del pueblerino de la citada película que, consciente de sus limitaciones, avisa a su interlocutor: «¡Qué lástima! No puedo responderle porque soy un hombre dominado por los instintos más primarios». Yo también padezco esa dominación, pero acudo a la llamada y procuro dejar mi testimonio sin necesidad de provocar lástima porque prefiero la sonrisa del escéptico.

Este fin de semana he visto la puesta en escena de La vida es sueño dirigida por Declan Donnellan y una adaptación de El proceso, de Kafka a cargo de Ernesto Caballero. La presencia de la CNTC y el CDN, respectivamente, garantizan unos mínimos de calidad que se cumplen. Nada que objetar al respecto, pero me he sentido como si, de verdad, se hubiera cumplido el deseo de mi interlocutor-programador de invitarme a hablar de Dostoyevski en un pueblo donde muchos intentan plagiar a Faulkner. Dominado por los instintos más primarios, he caído en la somnolencia.

Dado que la vida es sueño, materia equívoca cuyo barroquismo está sujeto a múltiples interpretaciones, la experiencia onírica me ha convertido en un émulo de Segismundo. Así he descubierto de nuevo mi libertad para soñar con unos clásicos interpelados al modo de Ron Lalá o unos dramaturgos que, en vez de refugiarse en la historia de Josef K ya recreada genialmente por Orson Welles en 1962, fueran capaces de bucear en los juzgados españoles a la búsqueda de situaciones kafkianas, que las hay y en abundancia. Con los primeros habría disfrutado gracias a virus como la cervantina, que nos devuelven el entusiasmo por lo visto en escena, y los segundos me habrían recordado que el teatro, por raro que ahora parezca, también es un espacio para la polémica, aquella que llevó a Leopoldo Alas y Valle-Inclán a denostar al Calderón merecedor del denuesto.

La condición de hombre dominado por los instintos primarios me aleja de lo políticamente correcto y me aboca a reclamar un teatro menos cobarde y previsible. Tal vez sea una quimera, porque lo relativamente seguro es utilizar el nombre de Calderón para un espectáculo donde nadie parece confiar en Calderón o emplear el nombre de Kafka sin atreverse a aplicar sus enseñanzas en un contexto inmediato y, por eso mismo, mucho más polémico. Los clásicos como refugio incuestionable son una coartada perfecta, pero algunos pensamos que, tras pedir disculpas por nuestros instintos, conviene levantarse de la butaca sin dar un solo aplauso a esta ceremonia donde el riesgo pasó a mejor vida como mi moño.

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