miércoles, 10 de mayo de 2023

El silencio académico en torno a José Luis Martín Vigil


Hace unas semanas, el periodista Íñigo Domínguez publicó un par de artículos en El País sobre las supuestas andanzas del escritor José Luis Martin Vigil (1919-2011) en el marco de los abusos sexuales encubiertos por la jerarquía católica. El tema, por obvio desde mi juventud, apenas me interesa, pero en esta ocasión leí con atención lo publicado el 20 de marzo de 2023 y el pasado 5 de abril. Los testimonios de las víctimas eran tan dramáticos como concretos, además de ahondar en una línea ya iniciada en la década de los sesenta, cuando estas cuestiones estaban rodeadas del silencio. La consecuencia fue sentir una especie de estupor retrospectivo. No tanto por la verosímil circunstancia de una pederastia practicada durante décadas como por haber visto los libros de José Luis Martín Vigil, tan «aleccionadores», en las casas de mis amigos durante los años sesenta y setenta, que fueron los de mayor fama de un cura superventas siempre «preocupado» por temas relacionados con la adolescencia y la juventud.

La historia del ex jesuita viene de lejos. La vida sale al encuentro fue un título casi generacional desde que se publicó en 1955, allá en México por cuestiones de censura que pronto fueron solucionadas. El Concilio Vaticano II necesitaba estas publicaciones y todo quedó allanado para un éxito editorial cuyos valores literarios fueron nulos. Decenas de miles de adolescentes leyeron la novela con devoción porque su autor era «un cura moderno», aunque narrara el camino de superación de un joven de «buena familia» que estaba fascinado con disponer de un cilicio durante los ejercicios espirituales. 

El best seller vaticanista no entró en nuestra casa. Mi padre nunca confió en esa modernidad y prefería que mis hermanos anduvieran enredados con otras lecturas. Sin embargo, años después tuve en mis manos Los curas comunistas (1968), aunque la mía no fuera precisamente la primera edición. Su multitudinario éxito se produjo cuando ya podía afrontar lecturas más serias que las de los imprescindibles tebeos. La novela pronto me aburrió, quedó tan inconclusa como olvidada y, desde entonces, veía con curiosidad el éxito del autor entre gente de mi edad o un poco mayor. Al cabo de los años, lo atribuí a un nuevo caso de la subliteratura, que no desprecio desde que la conociera de la mano de Andrés Amorós, pero tampoco me interesa hasta el punto de sufrir con su lectura. El disfrute de los cilicios nunca ha sido una aspiración en mis tareas intelectuales o de ocio.

En 2013, cuando preparaba Quinquis, maderos y picoletos (2014), encontré una llamativa ausencia de bibliografía acerca del fenómeno de las drogas en la juventud de finales de los setenta y principios de los ochenta; la mía. El tema sigue siendo un tabú, también en un mundo académico reacio a las audacias. Esta circunstancia me llevó a leer uno de los pocos libros encontrados: La droga es joven (1978), de un José Luis Martín Vigil atento a las vetas que le permitieran permanecer en contacto con miles de lectores jóvenes. Los tiempos habían cambiado y los descarriados a la espera del correspondiente paternalismo comprensivo, y adulador, andaban más cerca de las drogas que de los ejercicios espirituales.

La lectura de La droga es joven requiere un ánimo predispuesto y un estómago fuerte. El autor reconoce que, al igual que en el resto de sus obras, apenas utiliza una leve capa literaria porque lo fundamental es la historia. Semejante levedad, no obstante, es la coartada para escribir un vete a saber qué fraudulento. Los autores incapaces de firmar un contrato con los lectores cuyas cláusulas clarifiquen las calidades del producto y su finalidad en el marco de un género me suelen generar desconfianza. Algunas ambigüedades genéricas están justificadas y hasta resultan brillantes, pero cuando se carece del genio literario más vale situarse con humildad en unas coordenadas explícitas y clarificadoras. José Luis Martín Vigil las evita en La droga es joven. Tal vez porque ni él mismo supiera definir su creación, que deambula por los vericuetos del corta y pega cuando pretende ser un ensayo y cae en lo previsible de la subliteratura si las páginas mantienen una apariencia novelesca.

La lectura fue infructuosa para preparar Quinquis, maderos y picoletos, que por su título se convirtió en un libro agotado sin que apenas haya merecido la atención de los colegas. La difusión de los trabajos académicos no está exenta de las paradojas que me suscita la correspondiente página de Dialnet. Ahora, cuando las víctimas han quebrado el silencio de una pederastia que -al parecer- era un secreto a voces, me pregunto si esos mismos colegas universitarios han aportado algo al conocimiento de quien no era precisamente Pier Paolo Pasolini, ni siquiera Eloy de la Iglesia, pero a su manera sabía de los ragazzi di vita. 

La respuesta linda con el silencio. Solo he podido consultar un artículo escrito en francés acerca de Los curas comunistas. El resto es materia de periodistas de investigación, testimonios como los de Luis Antonio de Villena y acusaciones que nunca se sustanciarán en un proceso. Algunas dejan las consiguientes dudas a falta de pruebas indubitables. Apenas importa a efectos prácticos. Ni siquiera cabe esperar unas disculpas públicas por la connivencia de jerarquías católicas con nombres y apellidos, que miraron hacia el infinito para sortear la incomodidad, supuesta, por tener cerca a quien se secularizó pronto, pero siempre fue «un cura». También cuando publicaba obra tras obra, hasta que la España democrática empezó a olvidarle y lo relegó al anonimato desde mediados de los años noventa. La muerte de José Luis Martín Vigil tuvo lugar en un silencio sorprendente y solo meses después se divulgó la noticia.

Algunas lecturas son incómodas, máxime cuando sabemos de las andanzas del autor en un plano privado, donde lo fundamental no es la identidad sexual como expresión de la libertad, sino -a tenor de los testimonios- el abuso basado en una posición de poder y prestigio que tuvo víctimas ahora dispuestas a declarar. No obstante, quienes pretendemos historiar el pasado reciente debemos hacer esas lecturas, porque fueron representativas de una mentalidad colectiva donde el fraude estuvo presente. Ya lo observé en Petróleo, monjas y poetas (2021), un libro dedicado a 1964, que fue el de los XXV Años de Paz, pero también de un aluvión de curas y monjas «modernos». 

El paso del tiempo es inmisericorde. Vistos desde una perspectiva histórica, algunos de esos eclesiásticos bastante populares protagonizaron una trayectoria similar a la de José Luis Martín Vigil, aunque en sus andanzas no intervinieran jóvenes dispuestos a acompañar a «la Perejiles», según nos cuenta Luis Antonio de Villena en un testimonio donde destaca la exquisita corrección del aludido. Ya entonces, al escribir el citado ensayo sobre algunas historias de 1964, me quedé espantado ante biografías trágicas como la de Sor Sonrisa. Su final es un indicio a tener en cuenta. No obstante, ahora toca pasar del espanto a la frialdad del historiador para descubrir por qué la vida salía al encuentro o los curas podían ser, para pasmo de biempensantes, «comunistas». El franquismo triunfó hasta tal punto que lo supuestamente heterodoxo era a menudo un fraude con una cara oculta. Si en un futuro la paciencia lectora me permite audacias propias de un cilicio, la intentaremos desvelar como aviso para caminantes y sin prescindir de la necesaria comprensión, máxime cuando el propio protagonista confiaba en el perdón de sus pecados.

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