A menudo recuerdo
la imagen de un personaje secundario de Amarcord, que ya había aparecido
en Roma (1972), también de Federico Fellini. Se trata del cuñado que
asiste, impávido y con redecilla en el pelo, a las cotidianas disputas
matrimoniales mientras sigue comiendo en silencio. El señor Aurelio, cabeza de
familia y abnegado maestro de obras, vocifera y gesticula para imponer su
autoridad en el nuevo capítulo de una bronca eterna, el díscolo hijo (Tito)
intenta escabullirse para no recibir una colleja y la desesperada madre
(Miranda) intercede, con teatral amenaza de suicidio incluida, para controlar el
drama alrededor de la mesa del comedor. Mientras tanto, el cuñado, del que no
se conoce ni oficio ni beneficio al margen de sus conquistas amorosas, calla y
come. Se recupera así de una convalecencia que suponemos tan prolongada como
voluntaria. Permanece sentado y embutido en su albornoz con toalla a modo de
bufanda. No realiza movimientos bruscos ni gesticula, para evitar que la
redecilla caiga o se descomponga sin poder alisar los escasos y cuidados
cabellos de quien ejerce como galán en los bailes veraniegos del Gran Hotel,
junto con el guapo Gigino Melandri, y es el más osado nadador de la localidad.
Imaginamos que, además, fumará con boquilla y gesto lánguido cuando pasee con
el abrigo sobre los hombros y asista a la tertulia del atardecer como soltero
ya maduro y sin obligaciones, dispuesto a rememorar glorias amorosas mientras
consigue encadenar algunas carambolas en la mesa de billar.
Los apuntes que
caracterizan al cuñado inútil son ejemplos de un virtuosismo de la imagen
personal, concebida y cuidada como la creación que justifica una vida. Esta
labor no es apreciada por el padre de familia, que hace muchos años olvidó su
ridícula calva con un quiste de grasa puesto a propósito por Federico Fellini,
siempre inconformista con los rasgos que le ofrecía la realidad. El señor
Aurelio tampoco lleva albornoz a la hora de comer, no sabe hacer juegos de
manos con los servilleteros para satisfacer de manera displicente las
reiteradas peticiones de la familia y su barriga, nada elegante, se agita
cuando gesticula tratando de imponer su autoridad paternal. Un empeño abocado
al fracaso, cuya frustración de rebote se dirige contra el cuñado. No lo
soporta, está harto de mantenerlo, pero su esposa defiende como una madre a un
hermano que calla mientras come con la seguridad de que la tempestad acabará
amainando.
El cuñado y maduro
galán es un inútil algo patoso en sus bromas, pero también un virtuoso a su
manera. Nunca ha trabajado ni trabajará. Jamás ha emprendido una actividad
considerada, desde una perspectiva social, como práctica o beneficiosa en
términos económicos. Pero su peculiar virtuosismo en el arte de la inutilidad
le ha permitido una existencia plácida y hasta gozosa, admitida por una hermana
que lo ve hermoso y simpático, mucho más atractivo que su cabreado esposo. Los
vecinos de la localidad, por supuesto, lo llaman con asiduidad desconocida por
el maestro de obras, solo requerido cuando de trabajo se trata. La razón es
sencilla: la redecilla ha facilitado el alisamiento de los cabellos hasta convertirlos
en una capa fina y uniforme, de un azabache intenso ponderado en la peluquería
que regenta el hermano de La Gradisca. Y así, en tiempos de una virilidad
fascista rebosante de alardes gestuales, resalta una galantería mantenida con
espíritu deportivo, basada en el prestigio verbal y sin necesidad de concretar
las conquistas.
https://publicaciones.ua.es/libro/la-sonrisa-del-inutil_128106/
El capítulo donde hablo del cuñado y otros inútiles con parecidos aires ahora también se puede consultar en el Repositorio de la Universidad de Alicante:
http://hdl.handle.net/10045/134598
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