Al igual que tantos otros
colegas universitarios, yo no gano un solo euro con la publicación de mis
ensayos en una editorial universitaria, aunque sea en coedición con otra
privada. No obstante, soy un privilegiado porque, al menos, no debo pagar por divulgar
mis propias investigaciones. Así, a diferencia de lo que sucede con la mayoría
de los jóvenes colegas, me he librado de una práctica tan extendida como lamentable
por el negocio que con la misma realizan algunas editoriales.
Nadie habla abiertamente
del tema en lo referente a los libros, pero está ahí y, desde luego, la
sospecha de un enriquecimiento ajeno con la publicación de una monografía en
una editorial universitaria supone un alarde de temeridad. Las cifras de las
liquidaciones, cuando las hay, nos recuerdan las más tristes palabras de Larra
sobre el oficio de escribir.
El «negocio» es tener un
descuento en la compra de mis propios libros y disponer de una cantidad de
ejemplares para que la editorial o yo mismo los mandemos a los colegas con
quienes comparto investigaciones. La circunstancia favorece el intercambio de
publicaciones y, al cabo de un curso, es habitual que haya recibido decenas de volúmenes
gracias a mis compañeros.
No siempre los puedo leer
cuando me llegan, pero el verano es una excelente ocasión para recuperarlos.
Así lo he hecho con un pequeño y precioso libro preparado por mi amigo José
Carlos Rovira: Miguel Hernández, el poeta que hacía juguetes. Ausencias y
últimos cuentos para su hijo (Madrid, Biblioteca Nacional, 2023).
José Carlos Rovira en la inauguración de la exposición
La publicación es fruto
de la exposición que, con el mismo título, se pudo ver en la Biblioteca
Nacional. La iniciativa tuvo una amplia repercusión en la prensa y permitió que
mucha gente conociera unos manuscritos del poeta acompañados de las correspondientes
imágenes y los juguetes, que con amor de padre ausente el poeta fabricó
mientras estaba preso. El propósito era combatir la añoranza del hijo cuando
tantas circunstancias anunciaban el final de un hombre joven.
Mi trabajo como
historiador de la literatura me ha llevado durante estos últimos años a conocer
testimonios y textos capaces de desatar las lágrimas. La mirada se encallece
cuando las situaciones más extremas forman parte de lo habitual. Sin embargo, a
veces los sentimientos se imponen y resulta imposible evitar la conmoción ante
la carta de un condenado a muerte, el poema dirigido a la esposa ausente, la
muestra de un amor paternal que no puede completarse con un abrazo…
Miguel Hernández
ejemplifica como pocos esta posibilidad de conmover gracias a lo creado en una
cárcel donde ya se sabría condenado a morir. Poco o nada puedo añadir a lo
escrito por amigos de toda la vida como José Carlos Rovira, José Luis Vicente
Ferris, Carmen Alemany y tantos otros hernandianos que han recuperado con
primor estos testimonios ahora perfectamente editados y al acceso de cualquier
interesado.
Solo cabe agradecerlo y
compartir, una vez más, la lectura de unos textos tan brillantes como dramáticos
por las circunstancias en que fueron escritos. La emoción brota de nuevo y, con
ella, la voluntad de seguir en el trabajo del reconocimiento de las víctimas de
la represión franquista que todavía permanecen en el olvido. En ello estamos y,
con la ayuda de estas lecturas destinadas a un niño que el poeta no pudo
abrazar, ahí seguiremos hasta que la salud nos acompañe.
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