miércoles, 11 de septiembre de 2024

Miguel Hernández, el poeta que hacía juguetes


 

Al igual que tantos otros colegas universitarios, yo no gano un solo euro con la publicación de mis ensayos en una editorial universitaria, aunque sea en coedición con otra privada. No obstante, soy un privilegiado porque, al menos, no debo pagar por divulgar mis propias investigaciones. Así, a diferencia de lo que sucede con la mayoría de los jóvenes colegas, me he librado de una práctica tan extendida como lamentable por el negocio que con la misma realizan algunas editoriales.

Nadie habla abiertamente del tema en lo referente a los libros, pero está ahí y, desde luego, la sospecha de un enriquecimiento ajeno con la publicación de una monografía en una editorial universitaria supone un alarde de temeridad. Las cifras de las liquidaciones, cuando las hay, nos recuerdan las más tristes palabras de Larra sobre el oficio de escribir.

El «negocio» es tener un descuento en la compra de mis propios libros y disponer de una cantidad de ejemplares para que la editorial o yo mismo los mandemos a los colegas con quienes comparto investigaciones. La circunstancia favorece el intercambio de publicaciones y, al cabo de un curso, es habitual que haya recibido decenas de volúmenes gracias a mis compañeros.

No siempre los puedo leer cuando me llegan, pero el verano es una excelente ocasión para recuperarlos. Así lo he hecho con un pequeño y precioso libro preparado por mi amigo José Carlos Rovira: Miguel Hernández, el poeta que hacía juguetes. Ausencias y últimos cuentos para su hijo (Madrid, Biblioteca Nacional, 2023).




José Carlos Rovira en la inauguración de la exposición

La publicación es fruto de la exposición que, con el mismo título, se pudo ver en la Biblioteca Nacional. La iniciativa tuvo una amplia repercusión en la prensa y permitió que mucha gente conociera unos manuscritos del poeta acompañados de las correspondientes imágenes y los juguetes, que con amor de padre ausente el poeta fabricó mientras estaba preso. El propósito era combatir la añoranza del hijo cuando tantas circunstancias anunciaban el final de un hombre joven.

Mi trabajo como historiador de la literatura me ha llevado durante estos últimos años a conocer testimonios y textos capaces de desatar las lágrimas. La mirada se encallece cuando las situaciones más extremas forman parte de lo habitual. Sin embargo, a veces los sentimientos se imponen y resulta imposible evitar la conmoción ante la carta de un condenado a muerte, el poema dirigido a la esposa ausente, la muestra de un amor paternal que no puede completarse con un abrazo…

Miguel Hernández ejemplifica como pocos esta posibilidad de conmover gracias a lo creado en una cárcel donde ya se sabría condenado a morir. Poco o nada puedo añadir a lo escrito por amigos de toda la vida como José Carlos Rovira, José Luis Vicente Ferris, Carmen Alemany y tantos otros hernandianos que han recuperado con primor estos testimonios ahora perfectamente editados y al acceso de cualquier interesado.

Solo cabe agradecerlo y compartir, una vez más, la lectura de unos textos tan brillantes como dramáticos por las circunstancias en que fueron escritos. La emoción brota de nuevo y, con ella, la voluntad de seguir en el trabajo del reconocimiento de las víctimas de la represión franquista que todavía permanecen en el olvido. En ello estamos y, con la ayuda de estas lecturas destinadas a un niño que el poeta no pudo abrazar, ahí seguiremos hasta que la salud nos acompañe.


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