Una tarde de mediados de
los años ochenta fui al hospital para ver a mi padre. La planta era la de
cardiología, pero me despisté en aquel laberinto de pasillos y terminé donde
estaban los enfermos de SIDA. Los pacientes eran unos zombis y, junto a una
ventana de la escalera, vi a un compañero del instituto que fumaba uno de sus
últimos cigarrillos.
Nunca habíamos coincidido
desde junio de 1975. Ni siquiera recordaría mi nombre. Juan llevaba un pijama
hospitalario y me costó reconocerle por su delgadez extrema. Le miré sin que se
apercibiera de mi presencia y, conmocionado por una imagen cercana a la muerte,
di media vuelta a la búsqueda de mi padre.
Aquel compañero del
bachiller falleció unos días después sumándose al drama de otros dos del mismo
curso. Los tres eran homosexuales y uno anduvo enganchado a la heroína. Ambas
circunstancias suponían un factor de riesgo en los años ochenta y mis
compañeros sucumbieron como tantos otros. Sus nombres carecen de relato y no
figurarán en un memorial dedicado a las víctimas.
Nunca he tenido contacto
con las drogas, incluidas las «legales». Sin embargo, por entonces sabía de compañeros
adictos cuando llegó la eclosión de la heroína, una invasión que alienta teorías
conspiratorias acerca de sus responsables. Tal vez sean absurdas, pero es
evidente que las jeringuillas de múltiples usos diezmaron mi generación con un
dramatismo todavía pendiente de calibrar.
El motivo de que,
cuarenta años después, la tarea de conocer con rigor lo sucedido en torno a
aquella plaga siga en el limbo es sencillo: el silencio. Al menos del discurso
oficial, que también procura la ausencia de documentación o fuentes fiables para
establecer las dimensiones del «pico» llevado por Eloy de la Iglesia a los
cines con una explicitud ahora impensable.
La preparación de Quinquis,
maderos y picoletos (2014) supuso la búsqueda de cifras o datos para
contextualizar experiencias como la del hospital. Las fuentes oficiales estaban
cerradas o eran inexistentes. Las académicas apenas se interesaron por el tema
y, como único recurso, contaba con las consultas en los medios de comunicación
junto a la música, el cine y, en menor medida, la literatura de la época.
Desde entonces siento una
necesidad: conocer la verdadera trascendencia que las drogas y enfermedades
como el SIDA tuvieron en una generación, la mía, que tiende a recordar la
Movida y olvidar las demás caras de aquella época donde no todo fue Mecano
precisamente.
Juan Trejo es más joven,
pero comparte esa preocupación. En 1979, cuando su hermana Nela falleció,
apenas era un niño de nueve años. La experiencia de perder un ser querido se
tradujo en una ausencia envuelta en silencio. El de la familia con respecto a
la joven y el de una sociedad presta a pasar página; sin leer la escrita por
quienes cayeron entre picos después de vivir una juventud transgresora.
La novela de Juan Trejo es
la crónica de una búsqueda para, al menos, dar un relato a quien consumió sus
años sin dejar huellas para los libros de historia, como tantos otros que
formaron parte de una generación diezmada y no llegaron al tiempo del recuerdo.
Nela permaneció en el pelotón de los anónimos durante aquellos años donde tanta
gente soñó. A menudo con ingenuidad, pero también con una valentía que ahora
conmueve.
Nela y sus colegas nunca aparecieron
en mi entorno, pero sabía que estaban ahí, al otro lado de la calle como
recordara Javier Cercas en Las leyes de la frontera (2012). Les observé
a distancia y jamás me convenció el relato oficial acerca de su suerte. Ahora menos,
gracias a un Juan Trejo con quien comparto preguntas y búsquedas.
Nela 1979 es
una obra sincera, dura y valiente. El drama familiar de Juan Trejo se presenta
sin eufemismos para el consuelo. Sus protagonistas, más que culpables, viven la
historia de un fracaso colectivo. Asumirlo resulta complejo y requiere una
voluntad de búsqueda como la demostrada por el autor, que acepta un riesgo
consciente de sus consecuencias.
Las respuestas claras y
contundentes quedan al margen de una realidad tan oscura como la de aquellos
jóvenes que protagonizaron una experiencia alternativa y sucumbieron ante la
heroína. Demasiado pronto, como si se tratara de una condena del destino o,
algo peor, una sentencia dictada por quienes manejan tramas cuya existencia supone
una incógnita.
La única respuesta es la
voluntad de buscarla para proporcionar un relato a una vida fugaz como la de
Nela, que apenas llegó a los veinte años, y la de tantos jóvenes de mi
generación. La condición de víctimas no es la adecuada para agruparlos. Hubo
torpeza, irresponsabilidad, gregarismo…, pero también demasiada ingenuidad
fruto de una época donde era difícil andar avisado.
Nela murió joven, pero
vivió lo suficiente para dejar retazos de la memoria. Hilvanarlos es el
propósito de Juan. El hermano pequeño, aquel a quien la adolescente llevó de la
mano a un cine para ver Sonrisas y lágrimas, demuestra con su novela que
la memoria da sentido a las vidas. También las fugaces, anónimas y marcadas por
un destino dramático en un clima de fracaso familiar y colectivo.
Algún día habrá que
explicar, gracias a un conjunto de voces contrapuestas, lo escuálida que era la
sociedad española que pugnaba por salir de la dictadura. Lo recuerdo cada vez
que veo fotos de los años setenta. Apenas apuntó la posibilidad de una etapa
nueva, mejor por mera lógica, el deseo de olvidar se hizo común sin necesidad
de una consigna.
Cabe comprenderlo, pero
también la voluntad de no dejar en la cuneta a aquellos jóvenes que cayeron
como moscas por culpa de la heroína, el SIDA y otros jinetes de un Apocalipsis
al que cuesta poner la mayúscula. Tal vez porque lo vimos cerca, como aquella
tarde en que me equivoqué de planta hospitalaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario