El Decreto 79 del general
Miguel Cabanellas fue publicado en el Boletín Oficial de la Junta de Defensa
Nacional del 4 de septiembre de 1936. En su preámbulo, leemos que «se hace
necesaria en los actuales momentos, para mayor eficiencia del movimiento
militar y ciudadano, que la norma en las actuaciones judiciales castrenses sea
la rapidez».
Como consecuencia de esa
rapidez, en el artículo 1 se establece que «todas las causas de que conozcan
las jurisdicciones de guerra se instruirán por los trámites del juicio
sumarísimo que se establecen en el título XIX, tratado tercero, del Código de
Justicia Militar».
El Decreto 55, publicado
en el número 22 del Boletín Oficial del Estado correspondiente al 5 de
noviembre de 1936, y también en su preámbulo, recalca que las actuaciones
sujetas a los sumarísimos deberán estar caracterizadas por la rapidez y la
ejemplaridad. De esta última, por desgracia, no hay duda alguna y conocemos sus consecuencias
dramáticas, pero de la primera cabe dudar.
El archivero Diego Castro
Campano, en un artículo de 2010 ya citado en anteriores entradas, acude a las
fuentes legales y con acierto establece que el procedimiento sumarísimo «es un
proceso judicial en el que las distintas partes ordinarias del mismo se
acumulan en un solo acto y, generalmente, en un solo momento, de tal suerte que
se instruyen, aportan y valoran las pruebas, juzga, condena y se ejecuta la
sentencia en un plazo brevísimo, incluso solo de horas» (p. 11).
La teoría es la expuesta arriba, pero la práctica analizada por los historiadores evidencia una realidad
bien distinta. En mis libros dedicados a estos procedimientos en relación con los periodistas y escritores nunca he visto
uno que se resolviera en un solo acto y, desde luego, la duración de los mismos
excede en mucho a esas horas indicadas en el texto citado.
Los más rápidos se
desarrollan en un plazo inferior a los seis meses, la mayoría oscilan entre el
medio año y el año y algunos, pocos, se prolongan más allá de estos períodos.
La razón es fácilmente deducible: la masificación, que también impidió otro de
los supuestos objetivos, que era emplear el menor número posible de oficiales
del Ejército en estos menesteres.
Como ejemplo que
desmiente la supuesta urgencia de estos procedimientos podemos consultar el
sumario 52355 del AGHD instruido contra la periodista Rosario del Olmo Almenta. El análisis de este caso aparecerá en el segundo volumen de la trilogía dedicada a los
consejos de guerra de periodistas y escritores.
La orden del auditor para
instruir el sumarísimo de urgencia 52355 fue dictada el 27 de octubre de 1939.
Por razones que desconozco, la recibieron dos jueces instructores: Manuel
Martínez Gargallo y José Arroyo Aparicio. El primero de ellos da cuenta de la
recepción de la orden el 15 de noviembre de 1939 y dicta el correspondiente
auto resumen el 8 de abril de 1940. El segundo de los citados, cuyo documento
de recepción no consta, dictó un segundo auto resumen el 7 de septiembre de
1940.
Por lo tanto, y a pesar
de una nueva coexistencia de dos instrucciones para un mismo caso, en septiembre de 1940 ya estaba
todo listo para elevarlo a la vista previa y a la fase del plenario del
consejo de guerra. Sin embargo, la sentencia a doce años de cárcel no fue
dictada hasta el 24 de mayo de 1941. Es decir, casi dos años después de que la
periodista que entrevistara a Antonio Machado fuera detenida en Madrid.
Al margen del caos
burocrático tan presente en estos sumarísimos de urgencia, también cabe pensar en alguna
mano benefactora que dejara dormir lo instruido. La razón es fácil de entender.
Si Rosario del Olmo Almenta hubiera sido sentenciada en septiembre de 1940 le habrían
caído treinta años. En mayo de 1941, y por los mismos hechos, la sentencia
quedó reducida a doce años, una circunstancia que garantizaba una temprana puesta
en libertad.
Las primeras sentencias
fueron «ejemplares». Una vez satisfecha la necesidad de ejemplos para
provocar la parálisis de la oposición política, las siguientes se suavizaron
relativamente. Eso sí, lo de la urgencia de un solo acto es un objetivo que solo
cabe asumir como un presupuesto teórico o normativo. La realidad histórica que
podemos documentar iba por otros derroteros.
Y, además, gracias a la
supuesta urgencia de estos procedimientos, se eliminaba la presencia del
defensor durante la instrucción del sumario y el procesado carecía de cualquier
información sobre la marcha de la misma. Esa era la verdadera «urgencia» para
buscar la «ejemplaridad».
No hay comentarios:
Publicar un comentario