El procesamiento del
periodista madrileño Eduardo de Castro Escandell (1897-1951) revela varias
irregularidades a tenor de lo conservado en el incompleto sumario 41633 del
AGHD. El análisis detallado del mismo aparecerá en el segundo volumen de Las
armas contra las letras, pero cabe ahora abordar algunas cuestiones por su
carácter controvertido.
El procesamiento del
periodista es un ejemplo de litispendencia. Al igual que sucediera en el caso
de Miguel Hernández, la instrucción del sumario correspondió finalmente al
Juzgado Militar de Prensa. Allí, el juez Manuel Martínez Gargallo junto con el
teniente Andrés Gordillo González realizaron los habituales actos jurídicos en
la fase sumarial del consejo de guerra.
El 2 de
octubre de 1939 el juez dicta una providencia con el objeto de consultar una
muestra representativa de párrafos incluidos en los artículos del procesado.
Solo los publicados en Heraldo de Madrid y «para dar cuenta del tono,
modalidad y características de las colaboraciones».
La tarea debió realizarla
el citado teniente como secretario instructor, pero la llevó a cabo el alférez
Baena Tocón, que también actuaba como secretario en el mismo juzgado. La
circunstancia se repite en varios sumarios analizados y evidencia que, a
diferencia de lo sucedido en otros juzgados militares, en el de prensa actuaban
indistintamente hasta tres secretarios con independencia de que uno de ellos
figurara como el instructor.
El mismo 2 de octubre de
1939, con una rapidez sorprendente, el alférez redacta un informe de seis
folios mecanografiados tras leer, seleccionar y transcribir los párrafos más
relevantes de treinta y una crónicas de guerra de Eduardo de Castro Escandell, que van desde el 4 de marzo de
1939 hasta el 24 de agosto del mismo año:
A diferencia de lo
sucedido con los avales y testimonios presentados en defensa de Eduardo de Castro Escandell,
que fueron obviados en el auto resumen de Manuel Martínez Gargallo, el extenso
informe constituyó un documento fundamental para la acusación por parte de la
fiscalía. El 31 de octubre de 1939 el periodista fue condenado a muerte por un
tribunal presidido por el coronel José Iglesias Lorenzo.
Diego Castro Campano, en
un excelente artículo citado en la anterior entrada, resume las competencias
del secretario instructor. Las podemos leer en las páginas 11-12 de su trabajo,
pero también cabe acudir a la fuente original: el artículo 377 del Código de
Justicia Militar de 1890. En el mismo aparecen hasta once funciones que son las
habituales en un secretario, pero convendría recabar en la decimosegunda:
«Cumplir, por fin, con todas las demás obligaciones que la ley imponga y no se
hallen aquí expresamente numeradas».
Este apartado permitía
que los secretarios instructores ampliaran su ámbito competencial en función de
las necesidades del juzgado. Así, en un marco de masificación y prisas,
realizaron tareas poco o nada habituales en un procedimiento judicial como el
informe arriba reproducido.
Por otra parte, la
ausencia de un nombramiento explícito y exclusivo por parte del juez titular
para cada sumario instruido en el Juzgado Militar de Prensa, permitía la
actuación indistinta de los tres secretarios presentes en el mismo. No solo
cuando el caso recaía en las manos del juez Manuel Martínez Gargallo, sino
también cuando correspondía a otro juzgado militar que, a lo largo de la
instrucción y consciente de la actividad periodística del procesado, solicitaba
al Juzgado Militar de Prensa el oportuno informe. El mismo se realizaba de
manera similar al arriba reproducido.
Por último, quisiera
recordar que los sumarísimos de urgencia celebrados durante la posguerra
estaban contemplados en el Código de Justicia Militar de 1890, concretamente en
el título XIX del tercer tratado.
No obstante, también
debemos tener en cuenta el Decreto 55, de 1 de noviembre de 1936 (BOE, 5-XI-1936)
y el Decreto 79, de 31 de agosto de 1936 (Boletín Oficial de la Junta de
Defensa Nacional de España, 4-IX-1936).
El artículo 2 del Decreto
55 establece que los tribunales estarán constituidos «por un presidente de la
categoría de Jefe del Ejército o de la Armada, tres vocales de la categoría de
oficial y un asesor jurídico, con voz y voto, perteneciente a los cuerpos
jurídicos militares o de la Marina».
La función de este
último, por falta de personal, en los sumarísimos de urgencia la desempeña el ponente, que suele ser el oficial de menor graduación entre los presentes en el
tribunal, donde no me consta que figure secretario alguno.
El artículo 4, apartado
C, del Decreto 55 establece que «en el intervalo de tiempo que media entre la
acordada para la vista y la hora señalada, se expondrán los autos al fiscal y
defensor, a fin de que tomen las notas necesarias para sus respectivos informes». Estos últimos nunca aparecen en la documentación que hasta ahora he consultado. Por lo tanto, ambos se limitan a calificar lo instruido y lo hacen, mediando
apenas unas horas en el mejor de los casos, en la vista previa del plenario. El
fiscal, desde un punto de vista formal, acusa, pero la base documental de esa acusación
corresponde a los instructores. De ahí la importancia de la labor desarrollada
por los mismos.
El artículo 3 del Decreto
79 establece que «podrán desempeñar los cargos de jueces, secretarios y
defensores en los procedimientos militares que se instruyan todos los jefes y oficiales
del Ejército y sus asimilados». Tal vez sea innecesario recordar que un
alférez o un teniente, aunque honoríficos, son oficiales del Ejército. No
obstante, el decreto establece esa condición para los instructores, con
independencia de que, en la práctica y por la acumulación de procedimientos,
haya visto que la función de secretario instructor también la pudiera realizar
un soldado.
La discusión está abierta
y quedo atento a las posibles objeciones que me pudieran formular colegas más
autorizados en estas materias. No obstante, y como historiador de la
literatura, creo que lo fundamental en el presente caso no es el debate jurídico, sino
la realidad documentada de los procesos seguidos contra escritores y
periodistas.
Los órganos que los
instruyeron y sentenciaron están actualmente declarados ilegales e ilegítimos
siendo sus sentencias nulas. Por lo tanto, en una monografía de historia de la literatura debe prevalecer el dramatismo de esa
realidad documentada sobre los aspectos formales de unos procesos poco o nada
atentos a las mínimas garantías jurídicas.
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