martes, 17 de septiembre de 2024

Frases robadas, de José Luis Sastre


 

La muerte ajena puede enseñar a vivir. La idea resulta paradójica y un tanto desconsiderada con el destino del fallecido, pero su veracidad radica en la experiencia de muchos de nosotros y, ahora, en la lectura de la primera novela de José Luis Sastre: Las frases robadas (Plaza Janés, 2024).

El también periodista cita las de una pléyade de novelistas. El recurso no supone pedantería, sino una muestra de lo intrincada que está la literatura en la relación entre el padre enfermo y la hija pendiente de sus cuidados. Son las frases de quien ha vivido subrayando textos para aprender a vivir y ha seleccionado con criterio.

Los autores citados son ajenos a la autoayuda o la consolación. Sus obras no pretenden dar respuestas claras. Más bien deparan preguntas que el lector se plantea a partir de una experiencia enriquecida por la lectura. Así también sucede con Las frases robadas y ahora, gracias a la publicación, compartidas.

José Luis Sastre testimonia y reflexiona sobre una experiencia tan dura como inevitable, aunque sujeta a múltiples circunstancias. La novela selecciona las adecuadas para fundamentar la paradoja del inicio de esta entrada. El resultado es aleccionador para quien sabe de muertes cercanas y, mediante el diálogo basado en la comparación, recuerda a la par que lee.

El fallecimiento de un padre es un momento clave en nuestro aprendizaje de la vida. Lo vimos en el caso de la última obra de Ignacio Martínez de Pisón, Ropa de casa. Al reseñarla en este mismo blog tuve la ocasión de explicar los paralelismos entre lo leído y lo vivido, como si la lectura se convirtiera en un diálogo.

La experiencia es similar en el caso de la obra de José Luis Sastre. Gracias a su lectura, con el disfrute de quien afronta un texto maduro, he recordado el fallecimiento de mi padre en 1996, cuando yo tenía una edad similar a la supuesta en la hija que protagoniza Frases robadas.

Mi padre no coleccionó esas frases, pero me enseñó a leer los textos que respetaba. De su mano me hice profesor porque la derrota en la guerra le impidió ser un maestro de la República. Mis dos hermanos siguieron el mismo camino y, al final de sus días, estaba orgulloso.

José Luis Sastre fija en una novela los últimos momentos, los presididos por unas conversaciones que no solo permanecen en la memoria, sino que se convierten en referentes para el aprendizaje de la vida. Mi campo de trabajo dista de estos menesteres, pero sin la ayuda de lo escrito mantengo presentes esos diálogos con quien, después de varios infartos, sabía de la proximidad de su final.

Y las imágenes. Recuerdo como si fuera ayer la última conversación con mi padre, ya en la puerta de la casa, y en la mesa de trabajo permanece desde entonces una foto suya. Está hablando con la familia e imagino, cada vez que inicio la tarea, que me comenta algo. Yo le respondo y, para su tranquilidad, le doy cuenta de mis objetivos cumplidos. Su orgullo es mi satisfacción.

El fallecimiento de un padre se acepta con la resignación de lo previsible a cierta edad. El de un hermano no, aunque haya superado la frontera de los sesenta. La enfermedad de Pepe duró unos meses, los suficientes para tener juntos experiencias que nunca habíamos disfrutado. Así también sucede en la novela de José Luis Sastre y, al leerla, he dialogado con sus personajes para buscar el intercambio de testimonios.

Mi hermano me llevaba once años y apenas supo de mi existencia cuando fui catedrático. Nunca me importó y hasta se lo agradecí. Siendo distintos, incluso contrapuestos en algunos sentidos, me gustaba esa distancia que en los últimos tiempos se convirtió en progresiva cercanía.

Jamás hablábamos de cuestiones personales o familiares. Su vida me la imaginaba gracias a otras voces, pero supe de las películas, las novelas y todo aquello que le hizo disfrutar para compartirlo con los amigos a modo de un aventi de Juan Marsé.

Pepe Rubianes me explicó que en la escuela almorzaba gratis a cambio de contar películas que no había visto. Le creí. No solo porque sabía de sus habilidades en un escenario, sino también porque algo similar sucedía con mi hermano. Así fui el espectador más atento y feliz. Con el tiempo, no he aprendido su arte, pero lo he transformado en la mirada que preside mis libros, donde nunca prescindo de un buen aventi.

Frases robadas es la crónica de un descubrimiento mutuo en unos momentos presididos por la cercanía de la muerte. José Luis Sastre la escribe con la delicadeza de un observador respetuoso ajeno a cualquier giro de guion porque el desenlace ya está fijado. Solo resta el aprendizaje, la oportunidad de aprender a vivir, y el mismo requiere la frase medida y diáfana por ser el vehículo de un acto pedagógico.

Ahora, al cabo de los años y gracias a novelas como la reseñada, comprendo lo mucho que aprendí durante los meses de aquellas enfermedades terminales, lo comento con mi mujer porque atravesó momentos similares y sacamos conclusiones.

La sonrisa suele estar presente en las mismas. Solo una idea destaca con cierta trascendencia: la necesidad de ser tolerantes cuando, mirando hacia atrás, percibimos los ecos de unas voces distintas, variopintas y cercanas que nos han modulado. Sin voluntad de artesanos o manipuladores. Prevalece la fuerza del balance que merece un relato para la memoria.

Juan Trejo se lo da a su hermana Nela en una reciente novela aquí comentada, José Luis Sastre lo relata a partir de una verdad que solo él conoce, Ignacio Martínez de Pisón lo recuerda con la conciencia de lo perdido en la infancia y, después de leer estas obras de quienes considero amigos, solo cabe agradecerlo porque durante unas semanas he vuelto a dialogar con más intensidad mediante la imaginación.

Así, justo ahora, cuando afronto un proceso similar junto a una madre casi centenaria, aunque ya apenas queda la posibilidad de un diálogo porque las fuerzas flaquean, compruebo que viéndola cada semana la resignación de lo perdido queda compensada con el recuerdo de lo recuperado.

Esos días, mientras le pregunto si ha comido bien o si necesita que le lleve algo, también soy Pepe y Pepito, el padre y el hermano que junto a tanta gente me enseñaron a vivir. Y sonrío porque con la silenciosa mirada intento saber si se acuerda, por ejemplo, de aquella canción de las hermanas Benítez con que disfrutamos en el verano de 1966, la única vez que la familia tuvo el lujo de veranear junta:




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