La muerte ajena puede
enseñar a vivir. La idea resulta paradójica y un tanto desconsiderada con el
destino del fallecido, pero su veracidad radica en la experiencia de muchos de
nosotros y, ahora, en la lectura de la primera novela de José Luis Sastre: Las
frases robadas (Plaza Janés, 2024).
El también periodista
cita las de una pléyade de novelistas. El recurso no supone pedantería, sino una
muestra de lo intrincada que está la literatura en la relación entre el padre
enfermo y la hija pendiente de sus cuidados. Son las frases de quien ha vivido
subrayando textos para aprender a vivir y ha seleccionado con criterio.
Los autores citados son
ajenos a la autoayuda o la consolación. Sus obras no pretenden dar respuestas
claras. Más bien deparan preguntas que el lector se plantea a partir de una
experiencia enriquecida por la lectura. Así también sucede con Las frases
robadas y ahora, gracias a la publicación, compartidas.
José Luis Sastre
testimonia y reflexiona sobre una experiencia tan dura como inevitable, aunque
sujeta a múltiples circunstancias. La novela selecciona las adecuadas para fundamentar
la paradoja del inicio de esta entrada. El resultado es aleccionador para quien
sabe de muertes cercanas y, mediante el diálogo basado en la comparación,
recuerda a la par que lee.
El fallecimiento de un
padre es un momento clave en nuestro aprendizaje de la vida. Lo vimos en el
caso de la última obra de Ignacio Martínez de Pisón, Ropa de casa. Al
reseñarla en este mismo blog tuve la ocasión de explicar los paralelismos entre
lo leído y lo vivido, como si la lectura se convirtiera en un diálogo.
La experiencia es similar
en el caso de la obra de José Luis Sastre. Gracias a su lectura, con el
disfrute de quien afronta un texto maduro, he recordado el fallecimiento de mi
padre en 1996, cuando yo tenía una edad similar a la supuesta en la hija que
protagoniza Frases robadas.
Mi padre no coleccionó
esas frases, pero me enseñó a leer los textos que respetaba. De su mano me hice
profesor porque la derrota en la guerra le impidió ser un maestro de la
República. Mis dos hermanos siguieron el mismo camino y, al final de sus días,
estaba orgulloso.
José Luis Sastre fija en
una novela los últimos momentos, los presididos por unas conversaciones que no
solo permanecen en la memoria, sino que se convierten en referentes para el
aprendizaje de la vida. Mi campo de trabajo dista de estos menesteres, pero sin
la ayuda de lo escrito mantengo presentes esos diálogos con quien, después de
varios infartos, sabía de la proximidad de su final.
Y las imágenes. Recuerdo
como si fuera ayer la última conversación con mi padre, ya en la puerta de la
casa, y en la mesa de trabajo permanece desde entonces una foto suya. Está
hablando con la familia e imagino, cada vez que inicio la tarea, que me comenta
algo. Yo le respondo y, para su tranquilidad, le doy cuenta de mis objetivos
cumplidos. Su orgullo es mi satisfacción.
El fallecimiento de un
padre se acepta con la resignación de lo previsible a cierta edad. El de un
hermano no, aunque haya superado la frontera de los sesenta. La enfermedad de
Pepe duró unos meses, los suficientes para tener juntos experiencias que nunca
habíamos disfrutado. Así también sucede en la novela de José Luis Sastre y, al
leerla, he dialogado con sus personajes para buscar el intercambio de
testimonios.
Mi hermano me llevaba
once años y apenas supo de mi existencia cuando fui catedrático. Nunca me
importó y hasta se lo agradecí. Siendo distintos, incluso contrapuestos en
algunos sentidos, me gustaba esa distancia que en los últimos tiempos se
convirtió en progresiva cercanía.
Jamás hablábamos de
cuestiones personales o familiares. Su vida me la imaginaba gracias a otras
voces, pero supe de las películas, las novelas y todo aquello que le hizo
disfrutar para compartirlo con los amigos a modo de un aventi de Juan Marsé.
Pepe Rubianes me explicó
que en la escuela almorzaba gratis a cambio de contar películas que no había
visto. Le creí. No solo porque sabía de sus habilidades en un escenario, sino
también porque algo similar sucedía con mi hermano. Así fui el espectador más
atento y feliz. Con el tiempo, no he aprendido su arte, pero lo he transformado
en la mirada que preside mis libros, donde nunca prescindo de un buen aventi.
Frases robadas es
la crónica de un descubrimiento mutuo en unos momentos presididos por la
cercanía de la muerte. José Luis Sastre la escribe con la delicadeza de un
observador respetuoso ajeno a cualquier giro de guion porque el desenlace ya
está fijado. Solo resta el aprendizaje, la oportunidad de aprender a vivir, y
el mismo requiere la frase medida y diáfana por ser el vehículo de un acto
pedagógico.
Ahora, al cabo de los
años y gracias a novelas como la reseñada, comprendo lo mucho que aprendí
durante los meses de aquellas enfermedades terminales, lo comento con mi mujer
porque atravesó momentos similares y sacamos conclusiones.
La sonrisa suele estar
presente en las mismas. Solo una idea destaca con cierta trascendencia: la
necesidad de ser tolerantes cuando, mirando hacia atrás, percibimos los ecos de
unas voces distintas, variopintas y cercanas que nos han modulado. Sin voluntad
de artesanos o manipuladores. Prevalece la fuerza del balance que merece un
relato para la memoria.
Juan Trejo se lo da a su
hermana Nela en una reciente novela aquí comentada, José Luis Sastre lo relata
a partir de una verdad que solo él conoce, Ignacio Martínez de Pisón lo
recuerda con la conciencia de lo perdido en la infancia y, después de leer
estas obras de quienes considero amigos, solo cabe agradecerlo porque durante
unas semanas he vuelto a dialogar con más intensidad mediante la imaginación.
Así, justo ahora, cuando
afronto un proceso similar junto a una madre casi centenaria, aunque ya apenas
queda la posibilidad de un diálogo porque las fuerzas flaquean, compruebo que
viéndola cada semana la resignación de lo perdido queda compensada con el
recuerdo de lo recuperado.
Esos días, mientras le
pregunto si ha comido bien o si necesita que le lleve algo, también soy Pepe y
Pepito, el padre y el hermano que junto a tanta gente me enseñaron a vivir. Y
sonrío porque con la silenciosa mirada intento saber si se acuerda, por
ejemplo, de aquella canción de las hermanas Benítez con que disfrutamos en el
verano de 1966, la única vez que la familia tuvo el lujo de veranear junta:
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