Algunos libros solo cabe
leerlos con el respetuoso silencio de quien aprende sin tener argumentos para
la discusión. Otros invitan a una «charla» donde las interrupciones de la
lectura resultan numerosas. También los subrayados o la utilización de signos
de interrogación y exclamación. El motivo puede ser la experiencia compartida
con el autor, aunque no siempre haya coincidencia en la valoración de la misma.
Ignacio Martínez de Pisón
acaba de publicar Ropa de casa. Sus memorias las he leído con el lápiz a
mano para anotar las páginas. Desde hace veinte años, somos amigos y nos leemos
mutuamente porque compartimos una mirada coincidente en lo fundamental. Esta
circunstancia me lleva a esperar sus novedades con la inquietud de quien queda
con un amigo ausente durante un largo período. La alegría del reencuentro ha
sido notable, incluso sobresaliente.
Ropa de casa relata
una infancia en el Logroño de los años sesenta, una juventud en la Zaragoza de
los setenta y los inicios como escritor en Barcelona. El protagonista es
Ignacio, que tantas veces ha recreado ámbitos familiares o amistosos y ahora se
centra en los más cercanos por razones biográficas. Sus asiduos lectores lo
agradecemos. También lo disfrutamos gracias al interés con que curioseamos en
la trastienda de quienes admiramos. En definitiva, queremos conocerlos mejor.
La tercera parte de Ropa
de casa, la centrada en los inicios como novelista, me interesa por los
retratos de otros autores y amigos del ambiente literario, que puedo contrastar
con las impresiones recordadas tras las lecturas de sus obras o la relación que
también me une con ellos. El balance, aparte de satisfacer la curiosidad,
refuerza la proximidad a un colectivo que debo conocer por razones
profesionales.
Sin embargo, mi lectura
se ha volcado en la infancia de un niño de los años sesenta y un joven de la
década posterior. La razón es personal. Apenas nos llevamos dos años de
diferencia, se supone que formamos parte de una misma generación y esas
memorias también son las mías. De hecho, hice mis pinitos en este campo con Contemos
cómo pasó (2015) y algunos capítulos de otros libros.
La escritura de unas
memorias en el marco de un período de cambios acelerados depara efectos
sorprendentes. Las de Ignacio, por la naturaleza de lo recordado, son más
«modernas» que las mías. La diferencia de esos dos años permite compartir, pero
también evocar experiencias distintas porque, cuando todo cambiaba en el país
de manera acelerada, un bienio supone una eternidad.
Ignacio ya no utilizó la Enciclopedia
Álvarez como único libro de texto y no realizaría el examen de ingreso.
Tampoco las reválidas de cuarto y sexto y, en el colmo de la modernidad, hasta
tuvo compañeras de clase en COU. Son datos que separan una experiencia
educativa todavía plenamente franquista de otra que, gracias a Villar Palasí y
compañía, ya se abría a un asomo de modernidad por el imperativo de los tiempos.
Mi amigo no solo fue
objetor de conciencia, sino que se libró de hacer tanto el servicio militar
como la prestación que se inventaron como alternativa. Yo, después de apurar
prórrogas, juré bandera el 22 de febrero de 1981 y a la vuelta al cuartel debí
vigilar, ametralladora en mano, a los objetores que permanecían en el calabozo tras
acumular meses de mili.
Ignacio tuvo la fortuna
de ver una Transición protagonizada por los hermanos mayores. Yo también, pero
las hostias las recibí porque no andaba lejos de esa edad. El balance es más
agrio y el recuerdo de la violencia me hace dudar de aquella «modélica»
Transición sin menospreciarla como algunos de quienes no la vivieron.
Y así seguiría con otras
comparaciones donde dos años de diferencia suponen un abismo por lo acelerado
de los tiempos. Sin embargo, en las memorias de Ignacio -tan alejadas de la
autoficción- hay un dato que conocía y ahora se revela como una tragedia
cercana: el fallecimiento de su padre a causa de un infarto fulminante.
El novelista tenía nueve
años cuando quedó huérfano. A esa edad, pero el 6 de enero de 1968, mi padre
sufrió otro infarto estando conmigo en un campo de fútbol. La niñez apenas me
permitió ser consciente de la gravedad del momento. Las imágenes permanecen
aisladas, desordenadas, y solo recuerdo con espanto una que me alejaría del
tabaco para siempre. Las convulsiones de mi padre anunciaban un final que no se
produjo de manera milagrosa.
La orfandad es una
constante en la vida de Ignacio que aparece en su novelística con cierta
frecuencia. Las razones son obvias y, al rememorarlas en Ropa de casa, el
memorialista me ha llevado a un día donde mi vida estuvo a punto de dar un giro
más allá de la tragedia asociada a la muerte.
Gracias a la voluntad de
su madre y una familia que ayudó a la joven viuda, Ignacio y sus hermanos salieron
adelante sin estrecheces dramáticas. Así queda relatado con la sinceridad que
caracteriza al autor. La historia se suma a tantas otras de su novelística,
donde la familia nos recuerda lo innecesario de mirar lejos para encontrar
motivos de interés. Lo comprobamos una vez más, pero en esta ocasión el
paralelismo me lleva a imaginar mi destino si ese día de Reyes todo se hubiera
torcido.
Mi familia era más
modesta que la de Ignacio. Allá donde había un Gordini o un Morris, recuerdo
una Vespa sustituida por un 600 de segunda mano. Otros detalles van en la misma
dirección. La consecuencia es que mis hermanos a mediados de los setenta debieron
trabajar mientras cursaban la carrera y, en el caso de habernos quedado
huérfanos, yo habría llegado hasta el bachillerato elemental porque solo empecé
a ser un buen alumno a los quince años. A partir de ese momento, las
expectativas se circunscribirían a buscar trabajo con la posibilidad de seguir
en el bachillerato nocturno.
Mi etapa universitaria
fue también la de un repartidor de correspondencia comercial porque las becas
de la época eran escasas. Nunca lo he lamentado más allá de ser consciente de
la falta de lecturas propias de aquellos años. Pronto las recuperé sin ser un
lector voraz. Y todo comenzó a cambiar hacia una cierta estabilidad junto a mi
María José, que ya es casualidad que nuestras parejas de toda la vida se llamen
igual.
El recuerdo de lo que
pudo ser, por un azar del destino, ha regresado de la mano de Ropa de casa, que
evidencia la ausencia de un guionista capaz de organizar los giros de la vida.
Vienen, a veces de manera dramática, y todo puede cambiar para que al cabo de
los años sientas vértigo mientras recuerdas lo cerca que estuvo la desaparición
de lo más querido o de tu propia trayectoria.
Gracias, Ignacio, por
recordar y hacerme recordar.
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