lunes, 9 de septiembre de 2024

Ropa de casa, de Ignacio Martínez de Pisón


 

Algunos libros solo cabe leerlos con el respetuoso silencio de quien aprende sin tener argumentos para la discusión. Otros invitan a una «charla» donde las interrupciones de la lectura resultan numerosas. También los subrayados o la utilización de signos de interrogación y exclamación. El motivo puede ser la experiencia compartida con el autor, aunque no siempre haya coincidencia en la valoración de la misma.

Ignacio Martínez de Pisón acaba de publicar Ropa de casa. Sus memorias las he leído con el lápiz a mano para anotar las páginas. Desde hace veinte años, somos amigos y nos leemos mutuamente porque compartimos una mirada coincidente en lo fundamental. Esta circunstancia me lleva a esperar sus novedades con la inquietud de quien queda con un amigo ausente durante un largo período. La alegría del reencuentro ha sido notable, incluso sobresaliente.

Ropa de casa relata una infancia en el Logroño de los años sesenta, una juventud en la Zaragoza de los setenta y los inicios como escritor en Barcelona. El protagonista es Ignacio, que tantas veces ha recreado ámbitos familiares o amistosos y ahora se centra en los más cercanos por razones biográficas. Sus asiduos lectores lo agradecemos. También lo disfrutamos gracias al interés con que curioseamos en la trastienda de quienes admiramos. En definitiva, queremos conocerlos mejor.

La tercera parte de Ropa de casa, la centrada en los inicios como novelista, me interesa por los retratos de otros autores y amigos del ambiente literario, que puedo contrastar con las impresiones recordadas tras las lecturas de sus obras o la relación que también me une con ellos. El balance, aparte de satisfacer la curiosidad, refuerza la proximidad a un colectivo que debo conocer por razones profesionales.

Sin embargo, mi lectura se ha volcado en la infancia de un niño de los años sesenta y un joven de la década posterior. La razón es personal. Apenas nos llevamos dos años de diferencia, se supone que formamos parte de una misma generación y esas memorias también son las mías. De hecho, hice mis pinitos en este campo con Contemos cómo pasó (2015) y algunos capítulos de otros libros.




La escritura de unas memorias en el marco de un período de cambios acelerados depara efectos sorprendentes. Las de Ignacio, por la naturaleza de lo recordado, son más «modernas» que las mías. La diferencia de esos dos años permite compartir, pero también evocar experiencias distintas porque, cuando todo cambiaba en el país de manera acelerada, un bienio supone una eternidad.

Ignacio ya no utilizó la Enciclopedia Álvarez como único libro de texto y no realizaría el examen de ingreso. Tampoco las reválidas de cuarto y sexto y, en el colmo de la modernidad, hasta tuvo compañeras de clase en COU. Son datos que separan una experiencia educativa todavía plenamente franquista de otra que, gracias a Villar Palasí y compañía, ya se abría a un asomo de modernidad por el imperativo de los tiempos.

Mi amigo no solo fue objetor de conciencia, sino que se libró de hacer tanto el servicio militar como la prestación que se inventaron como alternativa. Yo, después de apurar prórrogas, juré bandera el 22 de febrero de 1981 y a la vuelta al cuartel debí vigilar, ametralladora en mano, a los objetores que permanecían en el calabozo tras acumular meses de mili.

Ignacio tuvo la fortuna de ver una Transición protagonizada por los hermanos mayores. Yo también, pero las hostias las recibí porque no andaba lejos de esa edad. El balance es más agrio y el recuerdo de la violencia me hace dudar de aquella «modélica» Transición sin menospreciarla como algunos de quienes no la vivieron.

Y así seguiría con otras comparaciones donde dos años de diferencia suponen un abismo por lo acelerado de los tiempos. Sin embargo, en las memorias de Ignacio -tan alejadas de la autoficción- hay un dato que conocía y ahora se revela como una tragedia cercana: el fallecimiento de su padre a causa de un infarto fulminante.

El novelista tenía nueve años cuando quedó huérfano. A esa edad, pero el 6 de enero de 1968, mi padre sufrió otro infarto estando conmigo en un campo de fútbol. La niñez apenas me permitió ser consciente de la gravedad del momento. Las imágenes permanecen aisladas, desordenadas, y solo recuerdo con espanto una que me alejaría del tabaco para siempre. Las convulsiones de mi padre anunciaban un final que no se produjo de manera milagrosa.

La orfandad es una constante en la vida de Ignacio que aparece en su novelística con cierta frecuencia. Las razones son obvias y, al rememorarlas en Ropa de casa, el memorialista me ha llevado a un día donde mi vida estuvo a punto de dar un giro más allá de la tragedia asociada a la muerte.

Gracias a la voluntad de su madre y una familia que ayudó a la joven viuda, Ignacio y sus hermanos salieron adelante sin estrecheces dramáticas. Así queda relatado con la sinceridad que caracteriza al autor. La historia se suma a tantas otras de su novelística, donde la familia nos recuerda lo innecesario de mirar lejos para encontrar motivos de interés. Lo comprobamos una vez más, pero en esta ocasión el paralelismo me lleva a imaginar mi destino si ese día de Reyes todo se hubiera torcido.

Mi familia era más modesta que la de Ignacio. Allá donde había un Gordini o un Morris, recuerdo una Vespa sustituida por un 600 de segunda mano. Otros detalles van en la misma dirección. La consecuencia es que mis hermanos a mediados de los setenta debieron trabajar mientras cursaban la carrera y, en el caso de habernos quedado huérfanos, yo habría llegado hasta el bachillerato elemental porque solo empecé a ser un buen alumno a los quince años. A partir de ese momento, las expectativas se circunscribirían a buscar trabajo con la posibilidad de seguir en el bachillerato nocturno.

Mi etapa universitaria fue también la de un repartidor de correspondencia comercial porque las becas de la época eran escasas. Nunca lo he lamentado más allá de ser consciente de la falta de lecturas propias de aquellos años. Pronto las recuperé sin ser un lector voraz. Y todo comenzó a cambiar hacia una cierta estabilidad junto a mi María José, que ya es casualidad que nuestras parejas de toda la vida se llamen igual.

El recuerdo de lo que pudo ser, por un azar del destino, ha regresado de la mano de Ropa de casa, que evidencia la ausencia de un guionista capaz de organizar los giros de la vida. Vienen, a veces de manera dramática, y todo puede cambiar para que al cabo de los años sientas vértigo mientras recuerdas lo cerca que estuvo la desaparición de lo más querido o de tu propia trayectoria.

Gracias, Ignacio, por recordar y hacerme recordar.


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