El escritor y crítico Rafael Narbona ha publicado en Revista de Libros una excelente reseña de mi edición de la obra de Diego San José:
Ignoraba que Diego San José, y mi padre, Rafael Narbona, habían mantenido una relación de cordial amistad, pese a que les separaban casi tres décadas. Diego San José nació en 1884 en Madrid. Mi padre, en Córdoba, en 1911. Ambos eran escritores y periodistas en una época caracterizada por las tensiones políticas y sociales. Antes de la guerra, Diego San José disfrutó de una enorme popularidad como periodista, autor teatral, novelista, poeta, letrista de zarzuelas y villancicos, como el popular «Arre borriquito». Colaborador habitual de El Imparcial, El Heraldo y ABC, Manuel Machado prologó una de sus primeras obras poéticas, Libro de diversas trovas (1913). En la tertulia de El Gato Negro, frecuentada –entre otros‒ por Emilio Carrere, Pedro de Répide y el escultor Victorio Macho, conoció al general José Millán-Astray, un militar culto y con inquietudes literarias, pese a que la posteridad lo recuerda como un energúmeno, no sólo por su papel –muy notable‒ en la guerra de Marruecos y su participación –poco relevante‒ en la Guerra Civil, sino por su célebre y confuso altercado con Miguel de Unamuno en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca. A pesar de sus diferencias ideológicas, se hicieron amigos hasta el punto de que San José aceptó el encargo de escribir sus memorias.
Cuando se produjo el levantamiento militar, el escritor se alineó con la Segunda República, ocupando durante un tiempo la jefatura de prensa de la Dirección General de Seguridad. Desde su puesto, realizó gestiones para proteger a Pedro Muñoz Seca –tristemente infructuosas‒ y a los hermanos Álvarez Quintero. Sin afiliarse a ningún partido político, la violencia de las milicias revolucionarias le causó horror y consternación, pero no retiró su apoyo al gobierno republicano. El 10 de abril de 1939 fue detenido y, más tarde, procesado por el Tribunal Especial de Prensa, que inicialmente lo condenó a doce años. El juez Manuel Martínez Margallo consideró insuficiente el castigo y, en una nueva revisión del caso, le impuso la pena de muerte por «adhesión a la rebelión militar». Suele incluirse a Martínez Gargallo en la «Otra Generación del 27» (Edgar Neville, Miguel Mihura, Enrique Jardiel Poncela) por sus narraciones humorísticas firmadas con el seudónimo «Manuel Lázaro». Amigo íntimo de César González-Ruano y Camilo José Cela, se mostró particularmente implacable con sus antiguos colegas. Firmó la condena a muerte de Miguel Hernández y del dibujante Enrique Martínez Echevarría, que había ilustrado sus propios cuentos. Gracias a la intervención de Millán-Astray, la pena de muerte de Diego San José se conmutó por cadena perpetua. Años más tarde, el escritor agradecería el favor, escribiendo su necrológica, pero sin firmarla.
Hace unos meses, el nieto de Diego San José se puso en contacto conmigo por medio de las redes sociales, enviándome cartas y notas que su abuelo y mi padre habían intercambiado durante los duros años de la posguerra. Fue una grata sorpresa que aún se hizo más emotiva cuando nos conocimos en persona e intentamos reconstruir una relación de la que sólo conservamos los documentos y los recuerdos de María del Carmen, una de las hijas del escritor, que aún vive y no ha perdido un ápice de lucidez. Con sus noventa y dos años, desborda humor, inteligencia y esa elegancia de otro tiempo, cuando la delicadeza y la serenidad ejercían una estricta tutela sobre el comportamiento. Aún recuerda la dirección de mi padre en Madrid y no ha olvidado que fue secretario de los hermanos Álvarez Quintero. Conocer a María del Carmen y a Diego, su sobrino, y nieto del escritor, constituyó una experiencia muy grata que confirmó la necesidad de preservar y recordar el pasado, no sólo por sus vínculos con nuestra propia historia personal, sino por su carácter iluminador de un presente que aún no se ha librado del trauma de una guerra civil y una larga dictadura. Diego me entregó un ejemplar de la obra autobiográfica de su abuelo, titulada de De cárcel en cárcel. Publicada por primera vez en 1988, la edición contenía infinidad de erratas. El profesor Juan Antonio Ríos Carratalá corrigió y depuró el texto, completándolo con un apéndice que reproduce y estudia con rigor el expediente judicial del escritor, mostrando el ensañamiento del juez Martínez Gargallo y la indefensión de los presos políticos republicanos, sin otra alternativa que buscar avales de personalidades afectas al régimen.
Ferviente admirador de los clásicos, San José –que había llevado a cabo una meritoria refundición de Fuenteovejuna‒, escribió De cárcel en cárcel con una prosa limpia y sencilla, que testimonia su sufrimiento interior sin caer en la autocompasión o el sentimentalismo. No es necesaria la retórica cuando los hechos desnudos producen un espanto sin límites. A poco de ser detenido, un esbirro le extiende su pistola, invitándole a volarse la cabeza: «Siempre es mejor morir de un solo tiro en la cabeza que acribillado a balazos». Los malos tratos se alternan con las humillaciones, que privan a los presos de cualquier forma de intimidad o dignidad: «Había un retrete inodoro, del que todos habíamos de servirnos cuando fuese menester, a la vista de los demás». Durante los cacheos, se roban sistemáticamente carteras, relojes, sortijas, estilográficas. Las celdas son húmedas y oscuras, verdaderas zahúrdas que parodian el sentido de la justicia simbolizado por la mítica imparcialidad de Themis. Los falangistas pasean sus «cinco flechas envenenadas» por las treinta y seis cárceles del Madrid de 1939, muchas de ellas antiguos conventos que el clero ha prestado con entusiasmo, feliz de contribuir a la «limpieza» de España. Los traslados son habituales e intempestivos. No se informa ni avisa a los detenidos y a sus familias con el fin de incrementar su angustia. No hay otro lecho que el «microscópico espacio de dos ladrillos», lo cual obliga a todos los presos a concertar sus movimientos para cambiar de postura. Quienes sobreviven a las torturas reciben cuidados médicos hasta recobrarse y poder desfilar ante el piquete de ejecución. Estar afiliado a un partido o sindicato, haber participado en una huelga o haber expresado palabras ofensivas hacia el nuevo régimen y su Caudillo son delitos suficientemente graves para ser fusilado en las tapias del cementerio del Este. En algunos casos, se emplea el garrote vil, añadiendo a la muerte una nota de infamia, pues se considera un método reservado para los delincuentes comunes. Un preso que sobrevive a las balas es ahorcado para no brindarle una nueva oportunidad al azar.
El primer juicio de Diego San José es una parodia. El segundo, una mascarada perversa. En los tribunales, el escritor coincide con mujeres que se enfrentarán a jueces tan siniestros como los verdugos de Mariana Pineda. Cuando el director de la prisión le pregunta a San José por su comparecencia ante el juez, contesta que lo han comparado con Erasmo, Voltaire y Rousseau, responsables de la Reforma y la Revolución francesa. Asombrado, el funcionario inquiere: «Y a esos, ¿cuánto les han pedido?». Las noches en prisión son especialmente penosas cuando la sombra de «La Pepa» ronda por los pasillos, con el nombre de los condenados en los labios. Los carceleros disfrutan pronunciando lentamente el nombre de pila y, poco después, el primer apellido, dejando en vilo el alma de quienes no sabrán su destino hasta escuchar el final. El «espíritu cristiano» de la nueva España se nutre de «infamias, sangre, odio y lágrimas». San José pronostica que Franco –«vanidoso, vacío y cruel»‒ será recordado como un nuevo Fernando VII. El escritor no niega el «terror rojo» de los primeros meses de la guerra, pero afirma que los responsables fueron maleantes que se saltaron las leyes y no reconocieron ninguna autoridad, aprovechando las circunstancias para cometer todo tipo de iniquidades. En cambio, los sublevados actúan conforme a un plan de exterminio. La iglesia católica secunda ese propósito. Los sacerdotes aplauden las ejecuciones y animan a proseguir el escarmiento. En las cartas pastorales de los obispos, no hay rastro de piedad y perdón. Por el contrario, el rencor y el odio se exhiben sin pudor. Operado de una hernia inguinal, San José ocupa el lecho de un preso que ha muerto esa misma tarde. El enfermero lo tranquiliza, contándole que ha puesto sábanas limpias: «El que estaba antes ha muerto de una paliza que le atizaron en la comisaría, y eso, aunque es cosa que se pega, no se contagia».
Las visitas de gerifaltes de la Alemania nazi o la Italia fascista se celebran incrementando las ejecuciones. San José relata que algunos afrontan la muerte con serenidad; en cambio, otros se desmoronan, como un joven de veinte años que grita desesperado su edad, clamando que apenas ha vivido. El 14 de abril de 1940 se cobra ciento cincuenta víctimas en Madrid, incluidas veinticinco mujeres. Pedro Luis Gálvez coincide con San José en la cárcel de Porlier. Poco antes de salir hacia la muerte, entrega a otro recluso un soneto en el que se despide de su familia. Un guardia lo intercepta y, tras leerlo, lo rompe en pedazos, exclamando: «Sensiblerías y ñoñeces de última hora». Cuando se aplica la Ley de Fugas en los recintos penitenciarios, el soldado que ha disparado, lejos de ser reprendido o investigado, recibe diez duros y días de permiso. En medio de esta barbarie, despunta la piedad en el lugar más inesperado. Millán-Astray convoca a la familia de Diego San José para comunicarle que han indultado al escritor. Su mujer y sus hijos se echan a llorar de alegría: «¡No lloréis, porque me haréis llorar a mí también!», suplica el general. Emilio Carrere, Cristóbal de Castro, Tirso Escudero, Joaquín Álvarez Quintero y otras figuras públicas han intervenido para lograr que se anule la sentencia. Otros se han mostrado reacios. El general Varela atiende a la mujer de San José, prometiéndole hacer lo que pueda, pero no oculta su desprecio: «Periodistas y policías: mala gente». San José se libra de la muerte, pero es trasladado lejos de Madrid para alejarlo de su familia. Enviado a Galicia, será confinado en el penal de la isla de San Simón, donde las condiciones de encierro se relajarán, salvo en el aspecto religioso. Sucesivos sacerdotes impondrán una tediosa disciplina de misas, confesiones, rosarios y catequesis. Su familia se instala en Redondela y, gracias a la ayuda del empresario José Regojo, finalizan sus calamidades materiales. Diego San José será puesto en libertad en 1944. Su fama caerá en el olvido, pero no dejará de escribir. Publicará algunas colaboraciones en El Faro de Vigo con el seudónimo «Román de la Torre». Su último libro, Estampas nuevas del Madrid viejo, lo dedica a José Regojo y a su esposa Rita Otero Fernández, hermana de Ernestina Otero Sestelo, notable pedagoga y maestra. Los tres desplegaron todas sus energías para auxiliarlo durante su cautiverio y ayudarlo después de su liberación. San José falleció en 1962, dejando ochenta obras inéditas.
De cárcel en cárcel es un libro esencial para comprender la represión de la posguerra y el clima de opresión impuesto por la dictadura franquista. Sin embargo, no es una obra lúgubre que se complazca en una visión pesimista de la condición humana. San José nos habla de funcionarios de prisiones benevolentes, de guardias civiles que intentan no agravar el sufrimiento de los presos, de sacerdotes y monjas que actúan con sensibilidad, de reclusos comunes que respetan a los presos políticos y comparten con ellos sus escasas pertenencias. Sólo los falangistas se comportan con un sadismo impenitente, mostrándose desafiantes y violentos en todo momento. La calidad moral de San José se pone de manifiesto durante un traslado de prisión a pie en el Madrid ocupado por los golpistas. El responsable de su custodia se relaja hasta el extremo de cruzar la calle y dejar que el tráfico los separe. El escritor puede huir, pero no quiere perjudicar a su acompañante, que lo ha tratado con consideración. Además, su edad y su hernia lo convierten en un improbable fugitivo. San José no incurre en ningún momento en el odio y el revanchismo. Desconozco cómo fue su amistad con mi padre, pero al conocer a su familia, extremadamente amable y cordial, no me cabe ninguna duda de que constituyó algo hermoso y notable. Cuando los afectos sortean décadas y propician encuentros, como el que se ha producido entre su nieto y yo, no puede hablarse de azar, sino de una misteriosa providencia que intenta preservar los aspectos más nobles de la existencia, como la amistad, la literatura y la esperanza.
Rafael Narbona es escritor y crítico literario. Es autor de Miedo de ser dos (Madrid, Minobitia, 2013) y El sueño de Ares (Madrid, Minobitia, 2015).
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