Pedro Luis de
Gálvez López mantuvo una discreta presencia en la prensa del Madrid sitiado
hasta que, después de desaparecer en extrañas circunstancias, terminó en una
pensión de Valencia a la búsqueda del sustento gracias a una colaboración
diaria en Pueblo. El poeta tuvo sus momentos tremendistas en el diario
blasquista y elogió todo lo elogiable cerca del gobierno republicano, pero
también divagó mientras se desmoronaba el régimen. Allí le detuvieron poco
después de entrar las tropas franquistas. Una delación bastó para que los
militares le encarcelaran, pero percibieron que el detenido tenía un pasado
notable en Madrid. El juzgado valenciano se inhibió en favor de otro de la
capital a la que fue trasladado para responder de varias denuncias basadas en
su leyenda de tipo violento.
Vistas las
acusaciones sin pruebas, los instructores de un sumarísimo de urgencia repleto
de errores ni siquiera tuvieron en cuenta algún artículo suyo a la hora de
procesarle. De sus obras literarias nada se supo en aquella jurisdicción
militar. Les bastaban algunos testimonios acerca de que el bohemio fue conocido
durante los primeros meses de la Guerra Civil como el Capitán Saltatumbas o el
Tío Melenas. Probablemente porque evitaría la precaución del sentido común o la
edad avanzada, haría alardes de violencia revolucionaria en el verano de 1936
y, a tenor de las últimas fotos, rara vez visitó al peluquero. Ni siquiera para posar
junto a la familia como padre ejemplar y orgulloso de los retoños, según consta
en los sumarísimos de urgencia que le condujeron al paredón para vengar la
leyenda urdida por el procesado y su vecindad (AGHD, 9375, 6338 y 6706). Los
testimonios sumariales así lo corroboran porque gozaron de la inmunidad de los
delatores que acusan sin pruebas. Tampoco eran precisos los datos verificables.
Aquellos apodos de un Madrid proclive a la fabulación, porque hasta lo inverosímil resultaba creíble bajo las bombas, eran apropiados para quien nunca hizo gala de discreto mientras arrastraba una vida repleta de anécdotas. Su momento de popularidad como «hampón alcoholizado» y «harapo humano», entre otros calificativos similares, formaba parte del pasado de un parnaso canalla. El sonetista elogiado por la gente de pluma y sablista empedernido con fundamento teórico quedó relegado a un segundo plano a lo largo de los años republicanos. Llegado el 18 de julio de 1936, el protagonista de otra época entrevió la última posibilidad de reverdecer laureles mientras vivía una desmesurada novela en compañía de Paquita, La Terrible. Ramón Gómez de la Serna tuvo noticia de la nueva empresa del poeta, dijo haberle visto disfrazado con cartucheras al estilo mexicano y salió despavorido de un Madrid donde Pedro Luis de Gálvez podía marcar tendencia.
Paquita era hija
de la portera del edificio donde vivía el Tío Melenas, capaz de montar en la
portería una guardia de corps en defensa de la revolución y el impago del
alquiler. También era una peluquera que, según algunos testigos predispuestos a
confundir la realidad con la ficción para preservar su seguridad, junto con el
avejentado vecino protagonizó en nombre de una ignota causa revolucionaria
hasta mil seiscientos paseos con los correspondientes tiros en la nuca. Este
pasaporte a la eternidad de las víctimas era la acreditada especialidad de
Paquita, que fue procesada pocos años después y terminó tan absuelta como harta
del embustero capaz de complicarle la vida cuando ella, decente al igual que su
madre la portera también procesada, ni siquiera había denunciado a las clientas
de derechas. Las declaraciones de Paquita, la supuesta teniente de Carabineros
de las denuncias, sobre su atrabiliario vecino revelan la necesidad de
contrastar testimonios antes de publicar una novela con apariencia de ensayo.
La violenta fama
del fanfarrón careció de pruebas para una acusación ajustada a derecho, pero
tuvo consecuencias trágicas. El protagonista mantuvo la calma porque comunicó a
los compañeros de infortunio carcelario no temer a la muerte. El destino
inexorable era un tránsito asumido por quien tenía hilo directo con la
divinidad gracias a la condición de teósofo. Mientras tanto, el acreditado
sonetista escribió poemas en honor de Franco -antes le había invitado a
saltarse los sesos- y procuró congraciarse con los vencedores a la espera del
perdón que nunca llegó. La legendaria fama del Tío Melenas merecía un castigo
ejemplar y hasta consolador para los vencedores.
La realidad de
aquella «novela» que pretendió vivir el bohemio a la espera de su publicación
fue otra bien distinta a tenor de la documentación, pero Pedro Luis de Gálvez
no era un autor sujeto al realismo galdosiano y prefirió propagar su leyenda.
La consecuencia del desvarío fue el abandono de los colegas temerosos de que su
nombre apareciera vinculado con el Capitán Saltatumbas, la denuncia de José M.ª
Carretero Novillo -no perdió una sola ocasión para delatar, según Juan Manuel
de Prada- y una ejecución en la madrugada del 30 de abril de 1940. Los
instructores tuvieron la misma prisa que el tribunal presidido por el coronel
Gaudencio de Pablo Villaflor. Ni siquiera llamaron como avalistas a quienes el
Tío Melenas había salvado valiéndose de sus contactos entre las autoridades
republicanas. La muerte terminó con aquella ficción que el bohemio pretendía
transformar en novela a la búsqueda de la fama póstuma. A partir de entonces
empezaron décadas de olvido solo reemplazado por una memoria, que no historia, donde
varios autores han obtenido rédito literario de una fábula que conviene
observar a la luz de la documentación sumarial. En su origen hay una persona
digna del respeto, aunque su trayectoria fuera harto singular.
Pedro Luis de
Gálvez con sus andanzas se convirtió en un bolsín para colocar demasías y
truculencias. Merece la pena recordarlas porque, al margen de su atractivo como
materia literaria, remiten a la mentalidad imperante en unos ambientes de las
letras no siempre canallescas de las primeras décadas del siglo XX. La lista de
barbaridades escritas por los compañeros acerca del poeta y colaborador en la
prensa es notable. Incluso bochornosa por la inquina de quienes, llegado el
procesamiento, le dieron la espalda y reiteraron sus insultos. Algunos los
merecería porque Pedro Luis de Gálvez prueba que las víctimas no son
necesariamente héroes. Sin embargo, son personas y, como tales, merecen el
respeto de no añadir demasías y truculencias a una trayectoria desmesurada.
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