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sábado, 6 de septiembre de 2025

El fusilamiento del Capitán Saltatumbas (Pedro Luis de Gálvez)


 

Pedro Luis de Gálvez López mantuvo una discreta presencia en la prensa del Madrid sitiado hasta que, después de desaparecer en extrañas circunstancias, terminó en una pensión de Valencia a la búsqueda del sustento gracias a una colaboración diaria en Pueblo. El poeta tuvo sus momentos tremendistas en el diario blasquista y elogió todo lo elogiable cerca del gobierno republicano, pero también divagó mientras se desmoronaba el régimen. Allí le detuvieron poco después de entrar las tropas franquistas. Una delación bastó para que los militares le encarcelaran, pero percibieron que el detenido tenía un pasado notable en Madrid. El juzgado valenciano se inhibió en favor de otro de la capital a la que fue trasladado para responder de varias denuncias basadas en su leyenda de tipo violento.

Vistas las acusaciones sin pruebas, los instructores de un sumarísimo de urgencia repleto de errores ni siquiera tuvieron en cuenta algún artículo suyo a la hora de procesarle. De sus obras literarias nada se supo en aquella jurisdicción militar. Les bastaban algunos testimonios acerca de que el bohemio fue conocido durante los primeros meses de la Guerra Civil como el Capitán Saltatumbas o el Tío Melenas. Probablemente porque evitaría la precaución del sentido común o la edad avanzada, haría alardes de violencia revolucionaria en el verano de 1936 y, a tenor de las últimas fotos, rara vez visitó al peluquero. Ni siquiera para posar junto a la familia como padre ejemplar y orgulloso de los retoños, según consta en los sumarísimos de urgencia que le condujeron al paredón para vengar la leyenda urdida por el procesado y su vecindad (AGHD, 9375, 6338 y 6706). Los testimonios sumariales así lo corroboran porque gozaron de la inmunidad de los delatores que acusan sin pruebas. Tampoco eran precisos los datos verificables.



Foto familiar conservada en el sumario

Aquellos apodos de un Madrid proclive a la fabulación, porque hasta lo inverosímil resultaba creíble bajo las bombas, eran apropiados para quien nunca hizo gala de discreto mientras arrastraba una vida repleta de anécdotas. Su momento de popularidad como «hampón alcoholizado» y «harapo humano», entre otros calificativos similares, formaba parte del pasado de un parnaso canalla. El sonetista elogiado por la gente de pluma y sablista empedernido con fundamento teórico quedó relegado a un segundo plano a lo largo de los años republicanos. Llegado el 18 de julio de 1936, el protagonista de otra época entrevió la última posibilidad de reverdecer laureles mientras vivía una desmesurada novela en compañía de Paquita, La Terrible. Ramón Gómez de la Serna tuvo noticia de la nueva empresa del poeta, dijo haberle visto disfrazado con cartucheras al estilo mexicano y salió despavorido de un Madrid donde Pedro Luis de Gálvez podía marcar tendencia.

Paquita era hija de la portera del edificio donde vivía el Tío Melenas, capaz de montar en la portería una guardia de corps en defensa de la revolución y el impago del alquiler. También era una peluquera que, según algunos testigos predispuestos a confundir la realidad con la ficción para preservar su seguridad, junto con el avejentado vecino protagonizó en nombre de una ignota causa revolucionaria hasta mil seiscientos paseos con los correspondientes tiros en la nuca. Este pasaporte a la eternidad de las víctimas era la acreditada especialidad de Paquita, que fue procesada pocos años después y terminó tan absuelta como harta del embustero capaz de complicarle la vida cuando ella, decente al igual que su madre la portera también procesada, ni siquiera había denunciado a las clientas de derechas. Las declaraciones de Paquita, la supuesta teniente de Carabineros de las denuncias, sobre su atrabiliario vecino revelan la necesidad de contrastar testimonios antes de publicar una novela con apariencia de ensayo.

La violenta fama del fanfarrón careció de pruebas para una acusación ajustada a derecho, pero tuvo consecuencias trágicas. El protagonista mantuvo la calma porque comunicó a los compañeros de infortunio carcelario no temer a la muerte. El destino inexorable era un tránsito asumido por quien tenía hilo directo con la divinidad gracias a la condición de teósofo. Mientras tanto, el acreditado sonetista escribió poemas en honor de Franco -antes le había invitado a saltarse los sesos- y procuró congraciarse con los vencedores a la espera del perdón que nunca llegó. La legendaria fama del Tío Melenas merecía un castigo ejemplar y hasta consolador para los vencedores.

La realidad de aquella «novela» que pretendió vivir el bohemio a la espera de su publicación fue otra bien distinta a tenor de la documentación, pero Pedro Luis de Gálvez no era un autor sujeto al realismo galdosiano y prefirió propagar su leyenda. La consecuencia del desvarío fue el abandono de los colegas temerosos de que su nombre apareciera vinculado con el Capitán Saltatumbas, la denuncia de José M.ª Carretero Novillo -no perdió una sola ocasión para delatar, según Juan Manuel de Prada- y una ejecución en la madrugada del 30 de abril de 1940. Los instructores tuvieron la misma prisa que el tribunal presidido por el coronel Gaudencio de Pablo Villaflor. Ni siquiera llamaron como avalistas a quienes el Tío Melenas había salvado valiéndose de sus contactos entre las autoridades republicanas. La muerte terminó con aquella ficción que el bohemio pretendía transformar en novela a la búsqueda de la fama póstuma. A partir de entonces empezaron décadas de olvido solo reemplazado por una memoria, que no historia, donde varios autores han obtenido rédito literario de una fábula que conviene observar a la luz de la documentación sumarial. En su origen hay una persona digna del respeto, aunque su trayectoria fuera harto singular.

Pedro Luis de Gálvez con sus andanzas se convirtió en un bolsín para colocar demasías y truculencias. Merece la pena recordarlas porque, al margen de su atractivo como materia literaria, remiten a la mentalidad imperante en unos ambientes de las letras no siempre canallescas de las primeras décadas del siglo XX. La lista de barbaridades escritas por los compañeros acerca del poeta y colaborador en la prensa es notable. Incluso bochornosa por la inquina de quienes, llegado el procesamiento, le dieron la espalda y reiteraron sus insultos. Algunos los merecería porque Pedro Luis de Gálvez prueba que las víctimas no son necesariamente héroes. Sin embargo, son personas y, como tales, merecen el respeto de no añadir demasías y truculencias a una trayectoria desmesurada.