Los presos
ejecutados durante la Victoria ascienden a casi cincuenta mil, pero la
represión incluye una cifra de esta tragedia que nunca conoceremos, ni siquiera
aproximadamente: la de presos fallecidos en las cárceles por su hacinamiento en
unas pésimas condiciones de salubridad o la de aquellos que, excarcelados,
murieron poco después como consecuencia de una experiencia dantesca. El
colectivo de los periodistas y escritores ejemplifica esta última
circunstancia.
El caso más
conocido lo protagonizó Miguel Hernández, que sumó la condición de hombre joven
al drama de la muerte por enfermedad y abandono. En 1939, el aristócrata
Antonio de Hoyos y Vinent había dejado atrás su etapa de plenitud como dandi
del monóculo con atuendos de fantasía y, además, llegó a la cárcel con serios
problemas de salud al margen de la sordera total. Poco después, el «novelista
pornográfico» y sujeto «moralmente indeseable», según el fiscal Leopoldo
Huidobro, pasó a la enfermería por una ceguera en el ojo izquierdo, una grave
disminución de la agudeza visual en el derecho y una ataxia locomotriz. La
perspectiva vital del veterano literato anunciaba un final inminente si no
mediaba la excarcelación o el traslado a un hospital.
El sumario es
menos explícito en otros aspectos cuya influencia, sin embargo, resulta
perceptible en los documentos. El «invertido» marqués tenía un «defecto». Como
consecuencia del mismo, se hizo de izquierdas para presentarse en «los bajos
fondos». Así consta en el sumario. Tal vez porque, según Ramón Gómez de la
Serna, «amaba el arrabal». Todos lo sabían y su proceso (AGHD, 1442)
ejemplifica el precio de la transgresión sexual durante la Victoria, pero los
militares también conocían que aquel condenado a treinta años contaba con otra
condena todavía más definitiva. Nadie la evitó o, al menos, adoptó las medidas
necesarias para paliar una agonía en la cárcel.
Antonio de Hoyos y
Vinent fue detenido el 30 de marzo de 1939. La rapidez de la actuación no vino
determinada por la confusa amalgama ideológica de los quinientos artículos
publicados en El Sindicalista, el órgano del partido liderado por su
amigo Ángel Pestaña. La hemeroteca tuvo una presencia discreta en el sumario.
La motivación más inmediata la conocería el joven inquilino que, aconsejado por
conocidos o familiares, detuvo a su aristocrático casero de Príncipe de
Vergara, n.º 12, se presentó ante las autoridades como falangista sin necesidad
de lucir una «camisa vieja» y así borró de un plumazo las dudas acerca de su
permanencia en Madrid durante la Guerra Civil.
Al fin y al cabo,
los vencedores sabían que el propietario del citado edificio era un «invertido»
capaz de llevar hombres a casa, preferentemente jóvenes con torsos de boxeador.
También que en contra del criterio familiar decidió permanecer en la capital,
comprometido con la II República mediante una notable constancia editorial y
sin lucir el porte aristocrático de otros tiempos de esplendor, cuando el
adinerado escritor lucía abrigos de pieles y elegantes sombreros. A la vista de
semejante desviación del recto proceder de un aristócrata educado en Viena, los
militares ya se ocuparían de encontrar las pruebas de su «adhesión a la
rebelión» y dejarlo a buen recaudo, sin descartar la ejecución, que Antonio de
Hoyos y Vinent evitó por innecesaria y atentatoria contra la fama de una
familia aristocrática. Sus miembros bastante tenían con aquella oveja
descarriada dispuesta a vivir en el Madrid «secreto y golfo» para recrearlo en
las novelas cortas que triunfaron durante el período 1910-1925.
El análisis del
sumario 1442 desmiente algunos pormenores acerca de los últimos días del
escritor reiterados en la bibliografía y aparecerá en el correspondiente
capítulo de La colmena. Antonio de Hoyos y Vinent tampoco fue una
víctima en la línea de Miguel Hernández por los motivos del procesamiento y el
comportamiento durante el mismo. Desde el primer momento, aunque nadie le
hiciera caso en el Juzgado Militar de Prensa, el enfermo procuró la
supervivencia y estuvo dispuesto a renegar de su pasado republicano, que el
declarante diluye en un confuso marco de lealtades sin necesidad de faltar a la
verdad. Ya en su primera declaración rechaza cualquier vinculación con el
«marxismo», el sinónimo del mal en estos sumarísimos de urgencia, y se presenta
como católico de toda la vida, monárquico como el resto de su familia y
«siempre, siempre, español». Preguntado por su colaboración en la prensa
republicana, que se extendió hasta el último momento, Antonio de Hoyos y Vinent
recurriría a algún intérprete para manifestar que fue obligada por las
circunstancias de la guerra. La táctica defensiva es habitual en los
sumarísimos de urgencia, pero en este caso resalta la voluntad de borrar el
pasado y ponerse a disposición de los vencedores para evitar que la muerte acelerara
su paso.
A diferencia de lo
reflejado en la bibliografía, Antonio de Hoyos y Vinent no fue completamente
abandonado por los amigos y familiares. Varios de los primeros testimoniaron a
su favor y, a tenor de un certificado de defunción presente en el sumario, cabe
la posibilidad de que la familia interviniera para que el preso fuera
excarcelado antes de fallecer el 11 de junio de 1940 en un domicilio de la
calle Hermanos Miralles, n.º 54. Las dudas persisten porque el certificado está
firmado cuatro años después y no constan documentos que confirmen esta
excarcelación por compasión.
En cualquier caso,
la sentencia del tribunal no por previsible dejó de ser dura. El 30 de octubre
de 1939, el comandante Pablo Alfaro firmó una sentencia de veinte años por su
adhesión a la rebelión como colaborador de la prensa republicana. El auditor consideró
benévola la condena, devolvió el sumario al Juzgado Militar de Prensa y el
capitán Manuel Martínez Gargallo dictó nuevas diligencias para agravarla. El
hallazgo de una entrevista donde Antonio de Hoyos y Vinent se manifestó
orgulloso de su apoyo a la II República bastó para que la condena, firmada en
esta ocasión por el oficial Antonio Blázquez, el 20 de enero de 1940 pasara a
ser de treinta años. La verdadera condena, la de una salud quebrantada sin los
debidos cuidados, se cumplió cinco meses después.
Fruto de un bulo
difundido por la prensa del bando sublevado, Antonio de Hoyos y Vinent apareció
como asesinado por «las hordas rojas» en septiembre de 1936. La lista de los
ejecutados también incluía a Jacinto Benavente y los hermanos Álvarez Quintero.
El novelista bromeó ante esta circunstancia en un artículo publicado en El
Sindicalista porque, al menos en sus colaboraciones, por entonces mantenía
el ánimo y la confianza en la victoria republicana. Cuatro años después, el
protagonismo de los represores cambió de bando y la muerte fue una realidad.
A partir de ese
momento llegaron décadas de olvido hasta que su trayectoria volvió a interesar
para un rescate tan necesario como necesitado de una consulta de la
documentación sumarial. Antonio de Hoyos y Vinent fue una víctima poco
previsible a tenor de lo subrayado por la bibliografía acerca de la represión,
la impulsada por aquella jurisdicción militar donde tantas barbaridades
tuvieron lugar. Recordarlo es compatible con el disfrute de sus anécdotas y
peculiaridades en un Madrid secreto y golfo.