Mi escaso conocimiento
del inglés es propio de un autodidacta que necesita entender trabajos
académicos relacionados con sus investigaciones y, desde luego, no me permite traducir
las letras de las canciones cuando las escucho. El problema ahora lo tengo asumido
con cierta resignación y algo de escepticismo, puesto que los desengaños han
sido numerosos cuando he consultado las letras o leído su traducción. Algunos
mitos, incluso, han caído por la maldita curiosidad. La concesión del premio
Nobel de Literatura a Bob Dylan me dejó atónito y la consiguiente aclaración
permanece en el wind.
Las sorpresas también han
sido notables por esa misma curiosidad de indagar los contenidos. Todavía
recuerdo el entusiasmo adolescente con una canción, Summertime, que
escuchaba a menudo, sobre todo por la noche, cuando hacía algo de calor y, a
falta de alguna copa, contaba con la ayuda de la imaginación desatada.
Descartada la gritona versión de Janis Joplin, que me puso de los nervios
cuando la escuché, tenía en casa otra de Louis Amstrong y Ella Fitzgerald, una
pareja que me parece todavía el colmo de lo excelso. Solo contaba con el disco de
33 rpm y las imágenes quedaban alojadas en el YouTube particular de mis
sueños. Les suponía ya mayorcitos porque veía la foto de la portada, que era
inequívoca en este sentido, pero escuchándolos parecían dos enamorados que en
una caliente noche de verano explayaban sus deseos.
Un día quise
concretarlos, «a nivel textual», y me encontré con la sorpresa de que la
canción tan hot en realidad era una nana. El planchazo fue absoluto,
aunque supongo que los afortunados niños con padres como Louis y Ella habrán
tenido una educación sentimental capaz de hacerles disfrutar de las noches de
verano, siempre en una excelente compañía por aquello de la sensualidad y regada
por alguna copa.
La adolescencia de un
estudiante de francés también me llevó a suponer que una canción de The Temptations
que escuchaba a menudo, Papa was a Rolling Stone (1972), estaba dedicada
a un padre convertido en un Rolling Stone, por aquella manía de poner
mayúsculas en los títulos ingleses. La posibilidad de asociar la
paternidad con Mike Jagger, y rendir homenaje a semejante híbrido, me
sorprendía, pero la suponía transgresora y esta circunstancia, en tiempos de
rebeldía, bastaba para mi aceptación.
Al cabo de muchos años,
ya con la ayuda de YouTube, volví a escuchar la canción en un vídeo
subtitulado y, para pasmo de mi credulidad, aquellos tipos que me gustaban más
cuando los imaginaba sin unos trajes anaranjados en realidad no homenajeaban a
su padre. Al contrario, lo ponían a parir, porque al titularla no pensaban en
el grupo británico, sino en una acepción que en castellano sería un «bala
perdida». La definición seleccionada, ya necesitada de consulta en el
diccionario, denota mi pronta jubilación. El padre de la canción es un tipo sin
perdón y este grupo que tanto me había entusiasmado, sobre todo con la
introducción musical, despotricaba contra un tipejo cuyas maldades me
recordaban algún ejemplo moralizador explicado en la catequesis. El planchazo
volvió a ser notable.
Algún día explicaré cómo
la canción de amor que más me gustaba, interpretada por Dionne Warwick, en
realidad era una plegaria con constantes invocaciones a Dios, que nunca me ha
parecido un sujeto en quien confiar a la hora de abordar estas materias. Y
todavía fue peor cuando supe que la historia de amor, tantas veces escuchada a
Adriano Celentano, incluía una bofetada a la amante y el posterior desprecio
con aires tan altaneros como machistas.
La alternativa ante estas
sorpresas nunca debe pasar por la cancelación, un concepto asociado a la
censura, sino por la posibilidad de dar a la canción el sentido que te apetece.
Al fin y al cabo, es gratis, no penaliza y supone uno de los pocos privilegios
al alcance de los que no somos precisamente políglotas, pero tenemos la
imaginación siempre a punto.
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