lunes, 6 de mayo de 2024

Alfonso Botti y las terceras Españas


El trabajo de investigación me lleva a buscar y recopilar una infinidad de datos para documentar un relato veraz acerca de lo sucedido. La tarea es imprescindible, pero, de vez en cuando, conviene levantar la vista más allá del dato concreto y reflexionar en compañía de los colegas que, sin menosprecio de ese positivismo, plantean las grandes líneas del discurrir histórico.
Tanto en el primero como en el segundo volumen de Las armas contra las letras un tema recurrente es la posible existencia de la «tercera España». Yo no la niego, pero no la he encontrado en el marco de mis investigaciones. Eso sí, tampoco he visto las otras dos como sendos bloques monolíticos y homogéneos. Al contrario, los casos analizados rompen a menudo con los supuestos rasgos de esas Españas que sirven como metáfora, pero no tanto como realidad contrastada cuando acudimos a las experiencias concretas, que con frecuencia discurren por caminos singulares y hasta imprevisibles. 
El análisis propio de un trabajo de microhistoria me hace dudar de conceptos como la «tercera España», que con tanto oportunismo algunos defienden, pero el tema me interesa como vía para una reflexión compartida. De ahí el interés por el reciente y magnífico libro del hispanista Alfonso Botti publicado por la Universidad de Valencia:


Su lectura me ha ayudado a reflexionar sobre los casos analizados en mis libros y, a la hora del balance, cuando intentamos ir más allá de lo particular para establecer alguna categoría como síntesis, he introducido unos párrafos finales en el segundo volumen de Las armas contra las letras que son el fruto de contrastar lo aportado por Alfonso Botti con lo visto en decenas de sumarios judiciales. Los reproduzco a continuación:

El hispanista Alfonso Botti analizó las historias de las «terceras Españas» hasta el presente (2023). Su riguroso ensayo evita las respuestas sencillas tan habituales en los medios periodísticos y abre interrogantes para quienes, en algún momento, hemos reflexionado sobre el tema para sortear el caos de los casos individuales. Al finalizar el segundo volumen, apenas merece la pena recordar la obviedad de que la primera España no tuvo presencia entre las víctimas de la represión franquista. Sus miembros eran los victimarios con la correspondiente graduación en la responsabilidad, desde el silencio cómplice y atemorizado hasta la participación activa en las distintas facetas de esa represión. Algunos representantes de las propias letras, en su vertiente franquista por convicción o conveniencia, se sumaron a la labor represiva con ardor guerrero y delator, mientras que otros colegas cultivaban la exquisitez del escapismo. Todo sin menoscabo de la presencia sumarial de vencedores cuyas voces solidarias testimoniaron a favor de las víctimas en agradecimiento por la ayuda prestada durante la guerra. Sus nombres han quedado reflejados como ejemplos de otra España posible, incluso entre los vencedores, porque los avalistas testimoniaron de verdad, a diferencia de tantos salvadores, solo en las memorias o entrevistas, que nunca se presentaron en un juzgado.

Las víctimas de la más prototípica y comprometida segunda España, en el marco del colectivo que nos ocupa, son unas cuantas, aunque no demasiadas si tenemos en cuenta las cifras de los escritores y periodistas procesados. Su destino estuvo marcado por el paredón o las condenas más duras como paso previo a una muerte civil. A menudo estas víctimas aparecen mezcladas con quienes fueron encausados tras unas trayectorias que no encajan en el modelo establecido por quienes teorizan con fundamento, pero no siempre permanecen atentos a las realidades concretas porque las sobrevuelan a la búsqueda de una síntesis orientadora.

La inevitable especulación queda destrozada cuando observamos algunos de los casos analizados en estos volúmenes. La explicación de semejante promiscuidad en la derrota, cuando un Miguel Hernández podía compartir la condena de un Álvaro Retana, nos remite a otra obviedad: todos los encausados eran unos vencidos y los vencedores, poco dados a los distingos en momentos de intensidad represiva, apenas distinguieron entre quienes se vieron envueltos en denominaciones -marxistas, rojos, hordas…, nunca republicanos- tan inexactas como simplificadoras.

La represión verdaderamente dura precisa de categorías sencillas para favorecer su aplicación, aunque la misma muestre una relativa graduación en función de las trayectorias encausadas. La consiguiente simplificación de la realidad protagonizada por las víctimas fue tan obvia como el recordatorio que de la misma se deriva: la necesidad de buscar las voces concretas para recuperar, al menos, unos testimonios donde prevalece la condición de derrotado de vete a saber qué España. Probablemente sea la diversa, heterogénea y hasta caótica que pudo haber convivido, con sus problemas y limitaciones en un clima de tensión, de no mediar el golpe de Estado de unos militares dispuestos a convertir el país en un cuartel y la población en tropa bendecida por la Iglesia católica. La responsabilidad histórica del abrupto final y la posterior dictadura no fue del «paroxismo» de las posturas enfrentadas, sino de unas armas con voluntad de acallar cualquier letra y no digamos los versos sueltos, que abundaron durante el período republicano.

 


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