El
hispanista Alfonso Botti analizó las historias de las «terceras Españas» hasta
el presente (2023). Su riguroso ensayo evita las respuestas sencillas tan
habituales en los medios periodísticos y abre interrogantes para quienes, en
algún momento, hemos reflexionado sobre el tema para sortear el caos de los
casos individuales. Al finalizar el segundo volumen, apenas merece la pena
recordar la obviedad de que la primera España no tuvo presencia entre las
víctimas de la represión franquista. Sus miembros eran los victimarios con la
correspondiente graduación en la responsabilidad, desde el silencio cómplice y
atemorizado hasta la participación activa en las distintas facetas de esa
represión. Algunos representantes de las propias letras, en su vertiente
franquista por convicción o conveniencia, se sumaron a la labor represiva con
ardor guerrero y delator, mientras que otros colegas cultivaban la exquisitez
del escapismo. Todo sin menoscabo de la presencia sumarial de vencedores cuyas
voces solidarias testimoniaron a favor de las víctimas en agradecimiento por la
ayuda prestada durante la guerra. Sus nombres han quedado reflejados como
ejemplos de otra España posible, incluso entre los vencedores, porque los
avalistas testimoniaron de verdad, a diferencia de tantos salvadores, solo en
las memorias o entrevistas, que nunca se presentaron en un juzgado.
Las
víctimas de la más prototípica y comprometida segunda España, en el marco del
colectivo que nos ocupa, son unas cuantas, aunque no demasiadas si tenemos en
cuenta las cifras de los escritores y periodistas procesados. Su destino estuvo
marcado por el paredón o las condenas más duras como paso previo a una muerte
civil. A menudo estas víctimas aparecen mezcladas con quienes fueron encausados
tras unas trayectorias que no encajan en el modelo establecido por quienes
teorizan con fundamento, pero no siempre permanecen atentos a las realidades
concretas porque las sobrevuelan a la búsqueda de una síntesis orientadora.
La
inevitable especulación queda destrozada cuando observamos algunos de los casos
analizados en estos volúmenes. La explicación de semejante promiscuidad en la
derrota, cuando un Miguel Hernández podía compartir la condena de un Álvaro
Retana, nos remite a otra obviedad: todos los encausados eran unos vencidos y
los vencedores, poco dados a los distingos en momentos de intensidad represiva,
apenas distinguieron entre quienes se vieron envueltos en denominaciones
-marxistas, rojos, hordas…, nunca republicanos- tan inexactas como
simplificadoras.
La
represión verdaderamente dura precisa de categorías sencillas para favorecer su
aplicación, aunque la misma muestre una relativa graduación en función de las
trayectorias encausadas. La consiguiente simplificación de la realidad
protagonizada por las víctimas fue tan obvia como el recordatorio que de la
misma se deriva: la necesidad de buscar las voces concretas para recuperar, al
menos, unos testimonios donde prevalece la condición de derrotado de vete a
saber qué España. Probablemente sea la diversa, heterogénea y hasta caótica que
pudo haber convivido, con sus problemas y limitaciones en un clima de tensión,
de no mediar el golpe de Estado de unos militares dispuestos a convertir el
país en un cuartel y la población en tropa bendecida por la Iglesia católica.
La responsabilidad histórica del abrupto final y la posterior dictadura no fue
del «paroxismo» de las posturas enfrentadas, sino de unas armas con voluntad de
acallar cualquier letra y no digamos los versos sueltos, que abundaron durante
el período republicano.
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