Nunca me he llevado bien
con los espíritus. Ni siquiera con el navideño, cuyo cuestionamiento parece una
herejía en unos tiempos tan poco tolerantes ante la discrepancia que no
comparte las unanimidades. Sin embargo, tampoco me gusta ir contra los motivos
de una ilusión razonable y participo, con moderación, en los rituales
establecidos por unas fiestas cuyo origen religioso ha quedado en un segundo
plano.
El cine forma parte de
esos ritos. Descartados los villancicos en los centros comerciales, que me
parecen una tortura mental para quienes allí trabajan, tampoco he disfrutado
con los relatos navideños de una literatura ejemplar y de buenos sentimientos
un tanto arcaica. Nunca escucho las archiconocidas canciones navideñas de Mariah
Carey o George Michael y, puestos a recordar entre bromas, prefiero la
españolidad del tamborilero, rotoponpon, rotoponpon, evocada por Raphael. Ahora
bien, el cine me ha permitido asociar tres grandes películas con la Navidad y
disfrutar recordándolas gracias a varias visualizaciones.
¡Qué bello es vivir! (1946),
de Frank Capra, la descubrí muy tarde, pero «la abuelita Capra» -así le llamaba
Juan A. Bardem- consiguió emocionarme, aunque no tanto como los norteamericanos
que cada año se juntan en las salas de cine para compartir el ritual de verla
de nuevo. Mis entusiasmos nunca llegan a semejantes extremos y, desde luego, no
lloro cuando el protagonista descubre la belleza de la vida. Solo le doy la
razón, porque la tiene.
Plácido (1961),
de Luis García Berlanga, tal vez sea el relato navideño con el que más
sintonizo. Probablemente, porque si la caridad sale mal parada, la Navidad con
su espíritu no corre mejor suerte. La actual dispersión de la oferta cultural
permite huir de cualquier avalancha, pero cuando esta posibilidad parecía una
quimera en tiempos televisivos de cadena única y ordenancista siempre me
quedaba la oportunidad de rescatar aquel relato inicialmente titulado Siente
un pobre en su mesa. Conozco la película escena por escena, personaje a
personaje, y sin necesidad de buscarla la rememoro todos los años como un licor
digestivo tras el empacho navideño, que afortunadamente ahora es más llevadero.
Puestos a recordar en mi
casa, cada Nochebuena pensamos en Chencho, el niño perdido en la Plaza Mayor de
Madrid cuando iba a comprar figuritas del belén en compañía de su abuelo y
varios de sus catorce hermanos. La escena de La gran familia (1962), de
Fernando Palacios, es mítica, especialmente para quienes formamos parte del baby
boom del desarrollismo.
Yo siempre he sabido que,
por edad, estaba entre Chencho y Críspulo, el trapisondista de la familia.
Tampoco hay que buscar tanta exactitud en el cine con el que mantenemos una
identificación generacional. Lo importante, cada vez que veo la película, es
reencontrarme no con el espíritu navideño, sino con la ropa que llevan aquellos
niños del blanco y negro, cuando la televisión era una novedad realmente
prodigiosa. Gracias a esos pantalones cortos en pleno invierno y tantos otros
detalles, reavivo la memoria y me veo paseando de la mano de quien era el
abuelo oficial del cine español, un Pepe Isbert que tantas buenas horas me ha
hecho pasar.
La película de Pedro Masó
y Fernando Palacios es pura propaganda del tardofranquismo. Lo he explicado en
mis libros y coincido con otros colegas, pero prefiero fijarme en los detalles
de esos pantalones, los abriguitos tan rígidos, las gorritas para no coger
frío, las bufandas que llegaban hasta las rodillas desnudas y, sobre todo, un
carrusel de imágenes donde cualquier color sobraría.
Mis evocaciones de la
infancia siempre son en blanco y negro. Incluso sueño así cuando recupero un
episodio de aquellos años, donde el color lo invadiría todo, pero sin erradicar
un blanco y negro que me parece más pertinente para fijar una conclusión:
éramos mucho más pobres, aunque nosotros no lo sabíamos y nuestros padres veían
una época de prosperidad para dejar
atrás las penurias de la autarquía.
No sufro por Chencho
porque conozco el final propio de un cine donde los españoles, por el simple
hecho de ser tales, éramos unos «formidables» como los protagonistas de un
popular espacio radiofónico de la época. Chencho vuelve a la familia y todos
sonreímos, pero yo prefiero observar los detalles de aquella vivienda, los
objetos perdidos en una memoria tan selectiva y sentir, de nuevo, la
experiencia de vivir en blanco y negro. No la añoro, pero la nostalgia de la
niñez es inevitable cuando empiezas a ser un émulo de Pepe Isbert.
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