martes, 24 de diciembre de 2024

¡¡¡Se ha perdido Chencho!!!


 

Nunca me he llevado bien con los espíritus. Ni siquiera con el navideño, cuyo cuestionamiento parece una herejía en unos tiempos tan poco tolerantes ante la discrepancia que no comparte las unanimidades. Sin embargo, tampoco me gusta ir contra los motivos de una ilusión razonable y participo, con moderación, en los rituales establecidos por unas fiestas cuyo origen religioso ha quedado en un segundo plano.

El cine forma parte de esos ritos. Descartados los villancicos en los centros comerciales, que me parecen una tortura mental para quienes allí trabajan, tampoco he disfrutado con los relatos navideños de una literatura ejemplar y de buenos sentimientos un tanto arcaica. Nunca escucho las archiconocidas canciones navideñas de Mariah Carey o George Michael y, puestos a recordar entre bromas, prefiero la españolidad del tamborilero, rotoponpon, rotoponpon, evocada por Raphael. Ahora bien, el cine me ha permitido asociar tres grandes películas con la Navidad y disfrutar recordándolas gracias a varias visualizaciones.

¡Qué bello es vivir! (1946), de Frank Capra, la descubrí muy tarde, pero «la abuelita Capra» -así le llamaba Juan A. Bardem- consiguió emocionarme, aunque no tanto como los norteamericanos que cada año se juntan en las salas de cine para compartir el ritual de verla de nuevo. Mis entusiasmos nunca llegan a semejantes extremos y, desde luego, no lloro cuando el protagonista descubre la belleza de la vida. Solo le doy la razón, porque la tiene.

Plácido (1961), de Luis García Berlanga, tal vez sea el relato navideño con el que más sintonizo. Probablemente, porque si la caridad sale mal parada, la Navidad con su espíritu no corre mejor suerte. La actual dispersión de la oferta cultural permite huir de cualquier avalancha, pero cuando esta posibilidad parecía una quimera en tiempos televisivos de cadena única y ordenancista siempre me quedaba la oportunidad de rescatar aquel relato inicialmente titulado Siente un pobre en su mesa. Conozco la película escena por escena, personaje a personaje, y sin necesidad de buscarla la rememoro todos los años como un licor digestivo tras el empacho navideño, que afortunadamente ahora es más llevadero.

Puestos a recordar en mi casa, cada Nochebuena pensamos en Chencho, el niño perdido en la Plaza Mayor de Madrid cuando iba a comprar figuritas del belén en compañía de su abuelo y varios de sus catorce hermanos. La escena de La gran familia (1962), de Fernando Palacios, es mítica, especialmente para quienes formamos parte del baby boom del desarrollismo.




Yo siempre he sabido que, por edad, estaba entre Chencho y Críspulo, el trapisondista de la familia. Tampoco hay que buscar tanta exactitud en el cine con el que mantenemos una identificación generacional. Lo importante, cada vez que veo la película, es reencontrarme no con el espíritu navideño, sino con la ropa que llevan aquellos niños del blanco y negro, cuando la televisión era una novedad realmente prodigiosa. Gracias a esos pantalones cortos en pleno invierno y tantos otros detalles, reavivo la memoria y me veo paseando de la mano de quien era el abuelo oficial del cine español, un Pepe Isbert que tantas buenas horas me ha hecho pasar.

La película de Pedro Masó y Fernando Palacios es pura propaganda del tardofranquismo. Lo he explicado en mis libros y coincido con otros colegas, pero prefiero fijarme en los detalles de esos pantalones, los abriguitos tan rígidos, las gorritas para no coger frío, las bufandas que llegaban hasta las rodillas desnudas y, sobre todo, un carrusel de imágenes donde cualquier color sobraría.

Mis evocaciones de la infancia siempre son en blanco y negro. Incluso sueño así cuando recupero un episodio de aquellos años, donde el color lo invadiría todo, pero sin erradicar un blanco y negro que me parece más pertinente para fijar una conclusión: éramos mucho más pobres, aunque nosotros no lo sabíamos y nuestros padres veían una época de  prosperidad para dejar atrás las penurias de la autarquía.




No sufro por Chencho porque conozco el final propio de un cine donde los españoles, por el simple hecho de ser tales, éramos unos «formidables» como los protagonistas de un popular espacio radiofónico de la época. Chencho vuelve a la familia y todos sonreímos, pero yo prefiero observar los detalles de aquella vivienda, los objetos perdidos en una memoria tan selectiva y sentir, de nuevo, la experiencia de vivir en blanco y negro. No la añoro, pero la nostalgia de la niñez es inevitable cuando empiezas a ser un émulo de Pepe Isbert.

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