El sistema represivo de
la posguerra todavía alberga zonas oscuras por falta de documentación o
estudios. Una de ellas es la suerte de los discapacitados intelectuales ante un
sumarísimo de urgencia. La lógica conduce a pensar en unos victimarios poco o nada
dispuestos a respetar esta condición como eximente de cualquier responsabilidad
en el auxilio o la adhesión a la rebelión militar. Sin embargo, dicho sistema
no destaca por una lógica procesal más allá de la voluntad de erradicar la
oposición al Glorioso Movimiento Nacional. Conviene, por lo tanto, acudir a los
casos concretos para comprobar el comportamiento de los victimarios ante
procesados que ahora consideraríamos discapacitados intelectuales y en aquellos
años, más duros en todos los aspectos, aparecen como «anormales» o, en el mejor
de los casos, «oligofrénicos».
El fusilamiento del
periodista Augusto Vivero en Madrid el 26 de julio de 1939 no fue la única
tragedia de su familia por entonces. Al igual que sucediera con el también
fusilado Manuel Navarro Ballesteros, la represión alcanzó a la totalidad de la
familia. En este caso concreto, procedía de Murcia y estaba compuesta por la
esposa, Dolores Precioso Córdoba, y cuatro hijos varones; Augusto, Rodrigo,
Román y Óscar. Todos pasaron por los sumarísimos de urgencia y afrontaron
condenas donde hubo un elemento común: el vínculo familiar con un fusilado.
El caso de la familia
Vivero protagonizará un capítulo del tercer volumen dedicado a los consejos de
guerra de periodistas y escritores porque interesa observar las consecuencias
de estos procesos en el ámbito familiar. Gracias a la consulta de los sumarios
de los hijos y la esposa, depositados en el Archivo General e Histórico de
Defensa, conozco lo fundamental del destino de quienes afrontaron el baldón de
ser familiares de un fusilado. Entre ellos se encuentra Román Vivero Precioso,
un hombre de veintinueve años que durante la guerra había colaborado en el
batallón de retaguardia organizado por su padre. En concreto, era el supuesto
bibliotecario del mismo para darle un destino alejado de los peligros del
Madrid sitiado. La razón no era la falta de voluntad de Román, sino una
discapacidad intelectual que solo le permitía comportarse con la madurez de un
niño.
Al llegar el final de la
guerra y las inmediatas detenciones de los miembros de la familia Vivero, Román
no escapó de la desgracia de sus hermanos. Una denuncia de firma ilegible
condujo al domicilio de la calle Roma, n.º 50, a la Policía Militar en busca de
Rodrigo y Augusto, que figuraban como tenientes del «ejército rojo». Los
policías encontraron a Óscar, un joven de diecinueve años que había sido
declarado inútil cuando fue movilizado, y Román, que todavía vivía en el
domicilio familiar porque de hecho era un niño. Ambos fueron detenidos y el
sumario tiene un número que prueba las prisas para detener a estos peligrosos
republicanos: el 932.
La condición de
«oligofrénico» no aparece en la primera declaración de Román, que tuvo lugar el
7 de abril de 1939. En la misma los policías le sonsacan información sobre sus
hermanos y le hacen decir que era militante del Partido Federal que encabezara Eduardo
Barriobero. La discapacidad la descubrimos cuando, después de siete meses
encarcelado en Porlier y sin declarar ante el juzgado, su madre Dolores se
dirige al juez el 16 de noviembre de 1939 para pedirle la libertad provisional
o atenuada en atención a su oligofrenia, causada por una «otitis media
supurada» que fue tratada por dos doctores citados como posibles avalistas.
El juez militar archivó
la carta ahora depositada en el sumario y siguió adelante con el proceso a
Román, que finalmente declara el 22 de enero de 1940. Allí, con su
discapacidad, afirma que pretendió afiliarse al PCE, pero no lo admitieron. Las
razones las suponemos, aunque a efectos procesales la afirmación probaría el
izquierdismo de un procesado que debía ser condenado de acuerdo con los
parámetros de aquel sistema represivo.
Dos vecinos de «probada
solvencia moral», Agustín Lastra Pérez y Agustín Sebastián Benito, confirman la
discapacidad de Román, al que consideran incapaz de cometer cualquier tipo de
delito. Sin embargo, el auto resumen del 13 de febrero de 1940 miente
deliberadamente cuando le presenta como afiliado al PCE. Algo sospechoso debió
observar el auditor al recibir este auto para su traslado al plenario del
consejo de guerra. Por orden suya, los forenses Carlos Vázquez Velasco y Germán
Gómez Asensio se presentaron en Porlier para diagnosticar la situación de
Román. Su informe es contundente: «en la actualidad se aprecia manifiestamente
un déficit mental bastante intenso, comportándose desde el punto de vista
intelectual como un niño de unos diez o doce años».
Ese «niño» vio su caso
sobreseído el 2 de abril de 1940, pero para entonces llevaba casi un año en una
cárcel donde las sacas eran diarias y su discapacidad solo aumentaría hasta
extremos dramáticos. Cuando, finalmente, salió en libertad ya estaría
destrozado. Antes pasó por las manos de policías y jueces militares que también
observarían lo que era manifiesto para los citados forenses. Los nombres de
quienes cometieron este atentado brutal contra la integridad de un
«oligofrénico» deben pasar a la historia y así lo haré en el tercer volumen
dedicado a los consejos de guerra de periodistas y escritores.
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