Enrique Herreros (1904-1977)
Rafael Azcona me explicó que sus conocidos se dividían en dos categorías: aquellos que, si se cruzaban por la acera de enfrente, le permitían el alivio de evitar el encuentro y aquellos amigos que, si se daba la misma circunstancia, le obligaban gustosamente a cambiar de acera para saludarles y pegar la hebra. El polifacético Enrique Herreros formaba parte del segundo grupo porque era un hombre bienhumorado capaz de seducir con sus historias a tirios y troyanos.
El propio Rafael Azcona me hizo reír contándome anécdotas de la faceta de su amigo como mánager de Sarita Montiel, una actividad que fue una de las muchas desarrolladas a lo largo de una biografía donde Enrique Herreros derrochó talento, curiosidad y el escepticismo de quienes saben del humor como una mirada incompatible con el fanatismo o el entusiasmo desmedido.
La lectura de los sumarísimos de urgencia de la posguerra nos adentra en las miserias humanas, pero a veces hay luces relacionadas con la presencia, entre los propios vencedores, de personas dispuestas a presentarse en un juzgado militar para avalar a los procesados. Lo suelen hacer porque les conocen desde hace años y saben de su incapacidad para cometer delitos. También por agradecimiento tras haber salvado la vida gracias a quienes ahora tienen la suya en juego. Los motivos son importantes, pero lo sustancial es esa solidaridad humana en unos tiempos donde lo habitual era la represión para aniquilar al vencido.
En mis estudios, los victimarios aparecen con nombre y apellidos porque la maldad no es fruto del destino colectivo, sino de la voluntad de quienes la practican. También la consiguiente responsabilidad individual, como nos enseñara Hannah Arendt. No se trata de señalar para escarnecer, sino de conocer para andar avisados,
Sin embargo, puestos a conocer, prefiero encontrar los testimonios de esos avalistas solidarios que intentaron salvar a tantos procesados de la jurisdicción militar. Sus nombres y apellidos deben constar como reconocimiento por haber mantenido un rescoldo de solidaridad y una posibilidad de reconciliación cuando todo parecía abocado a la venganza en nombre de una Victoria marcada por la represión.
El 20 de julio de 1939, Enrique Herreros declaró en el Juzgado Militar de Prensa a favor del periodista Pío Marcos Cuadrado, del que probó su intervención en la liberación de colegas perseguidos durante la guerra (AGHD, 30218). El genial cartelista y cineasta había hecho la guerra en la redacción de La Ametralladora, en el San Sebastián del bando nacional, pero al volver a Madrid para colaborar en La Codorniz no dudó a la hora de solidarizarse con un republicano detenido al que no considera «persona peligrosa para el Glorioso Movimiento Nacional y que si ha colaborado en la época roja en la prensa o en algún organismo rojo no lo ha hecho por verdadera ideología, sino por imposición de las circunstancias y la necesidad de vivir».
El juez Manuel Martínez Gargallo era la antítesis de Enrique Herreros, aunque ambos procedían de las revistas de humor anteriores a la guerra. Le escucharía, pero impertérrito y en compañía de su secretario continuaría con la instrucción del sumario. Así funcionaba una jurisdicción militar donde los testimonios de solidaridad podían ser obviados sin dar explicaciones.
De nuevo, y recordando lo dicho por Rafael Azcona, cabe establecer dos categorías entre los vencedores de la guerra. Los partidarios de una represión inmisericorde para que la Victoria fuera total y aquellos que, sabiendo de la necesidad de convivir con el otro, pronto tendieron puentes hacia una reconciliación. Los primeros se impusieron durante décadas, pero la Transición fue posible porque, al cruzarse por la calle, un individuo atravesó la calzada para saludar a otro.
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