miércoles, 26 de marzo de 2025

La Rosa Blanca y los colaboradores necesarios


 Cartel anunciador del ciclo dedicado a la Rosa Blanca

La posibilidad de la conmoción aumenta cuando nos adentramos en un ámbito desconocido. Desde hace más de diez años ando rodeado de sumarios y otros documentos relacionados con la represión franquista. La mirada del investigador también se encallece y, al final, ni siquiera los episodios más violentos producen sorpresa y menos una conmoción. El peligro es indudable, pues el historiador acaba familiarizado con una barbarie que atenta contra los derechos humanos y corre el peligro de un distanciamiento inconveniente. El rigor metodológico no exige la equidistancia ni la impasibilidad ante la violencia, sea la física o la ejercida a través de órganos judiciales al servicio de una dictadura.

Una alternativa para recuperar la capacidad de conmoverse es interesarse por lo desconocido, aunque sea a instancias de tu universidad con el objetivo de organizar un acto cultural. En febrero de 2025, participé en un ciclo dedicado a rememorar el testimonio de libertad y tolerancia de La Rosa Blanca (Die Weisse Rose), un grupo de universitarios que en la Alemania de 1942-1943 abogó por la resistencia no violenta contra el régimen liderado por Adolf Hitler. Hasta entonces lo desconocía y, con el deseo de colaborar con un mínimo de conocimiento, durante unas semanas recopilé información sobre aquel movimiento gracias a libros como el de José M.ª García Pelegrín y las tres películas dedicadas a este episodio de la resistencia al régimen nazi.


Inauguración de la exposición en la Biblioteca Central de la UA

El film seleccionado para el ciclo fue Sophie-Scholl. Los últimos días (2005), de Marc Rothemund. Lo vi en V.O.S. y en castellano mientras contenía la angustia para evitar que me cegara ante la barbarie cometida contra unos estudiantes de la Universidad Ludwing Maximiliam de Múnich, que acabaron guillotinados por repartir panfletos apelando a la resistencia no violenta. El objetivo no pasaba por las lágrimas de una conmoción, sino por desentrañar los mecanismos de represión nazi, que no solo coincidían en el tiempo con los del franquismo.


Fotograma de la película dedicada a Sophie Scholl

Un conocimiento basado en fuentes secundarias y cinematográficas no permite hablar con propiedad acerca de un hecho histórico. Mi colaboración se limitó a presentar la película, moderar un debate y escuchar voces más autorizadas. Sin embargo, de aquellos hechos recreados con precisión histórica en el cine retuve la imagen de un personaje aparentemente secundario: el responsable de mantenimiento o conserje Jakob Schmid (1886-1964).

El 18 de febrero de 1943, Hans y Sophie Scholl lanzaron unas octavillas en su universidad. Cuando la tarea estaba prácticamente finalizada, la joven de apenas veinte años vio que podía completarla desde lo alto de unas escaleras porque no había testigos. Jakob Schmid, sin embargo, la vio y la retuvo para entregarla a la Gestapo. Sophie y Hans fueron trasladados al palacio de Wittelsbach, el cuartel general de la policía nazi, y al cabo de cuatro días comparecieron en una farsa de juicio donde el juez Roland Freisler (1893-1945), un psicópata, los condenó a la pena de muerte. Apenas unas horas después, los hermanos Scholl y Christoph Probst fueron guillotinados. Estos veinteañeros no buscaban el martirio en nombre de un ideal extraordinario, sino la posibilidad de convivir en una sociedad libre y tolerante.



Jakob Schmid durante su procesamiento en 1947

La responsabilidad de aquellos asesinatos con coartada jurídica recae en el régimen nazi y sus jerarcas. Puestos a buscar un responsable concreto, cabría señalar al juez Roland Freisler, que en febrero de 1945 moriría en un bombardeo como si de un acto de justicia poética se tratara. Así lo establece la historia y apenas hay dudas al respecto. Sin embargo, yo retuve la participación fugaz, aparentemente secundaria, del conserje Jakob Schimid. El militante nazi podría haber callado ante lo visto aquel 18 de febrero de 1943, pero optó por detener a Sophie y desencadenar un trágico episodio. El fanatizado personaje era consciente de las consecuencias y no actuó por miedo a una represalia o a causa de una obediencia debida e inexcusable. Lo hizo con el entusiasmo de los represores, aunque su responsabilidad fuera secundaria en relación con la del juez Roland Freisler.

La historia de cualquier régimen represivo recoge la participación de numerosos colaboradores necesarios. La eficacia de la propia represión depende de la labor de unos jerarcas, siempre destacados a la hora de establecer una responsabilidad, pero también de una trama social donde encontrar a esos colaboradores, sin cuyo trabajo la actividad represiva en buena medida sería inviable. El historiador debe ponderar el alcance de la participación de cada sujeto en un acontecimiento histórico, pero a la vista de los hechos documentados no cabe dudar de que, sin la determinación del conserje, los tres estudiantes de la universidad muniquesa no habrían acabado guillotinados.

Así también sucede en otros muchos episodios de la represión, con independencia de que se enmarquen en una u otra dictadura. Los colaboradores necesarios estuvieron presentes en la URSS de Stalin o en la España del general Franco. Su participación, al margen de los motivos que siempre conviene desentrañar para comprender su comportamiento, supone la cristalización de una sociedad donde la represión funciona al máximo y goza de una absoluta impunidad. Esta evidencia la he observado en numerosos sumarios gracias a las denuncias de testigos que pudieron callar sin temor alguno, militares que desplegaron una actividad que iba más allá de lo estrictamente necesario para su permanencia en el escalafón y, sobre todo, informantes dispuestos a agravar la situación de los procesados mediante adjetivos tan prescindibles como conducentes a condenas que a veces llegaron a la pena de muerte.

 

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