Algunos títulos
novelísticos, por su reiterada aparición en los manuales de historia literaria,
cobran un relieve que no siempre resulta acorde con el valor literario de los
textos. Un posible ejemplo es Leoncio Pancorbo (1942), de José M.ª Alfaro Polanco, la
única novela publicada de un autor de escasa obra, pero omnipresente en los trabajos
académicos que se ocupan de las letras de la posguerra.
La razón de esa presencia
es más ideológica que literaria. José M.ª Alfaro Polanco forma parte del grupo de
literatos falangistas o «la corte literaria de José Antonio». A partir del 1 de
abril de 1939, su trayectoria biográfica está jalonada por numerosos cargos periodísticos, políticos y diplomáticos al servicio del régimen del general Franco. El autor
es un representante del poder en un marco dictatorial y, como tal, su citada
novela fue publicada por la Editora Nacional sin que, hasta el presente, me
consten nuevas ediciones.
El dato de la escasa
fortuna editorial es significativo. Frente a las recientes reediciones de otros
autores situados en la misma órbita ideológica, con los consiguientes intentos
de rescate, la novela de José M.ª Alfaro Polanco ha permanecido olvidada por los
lectores. De hecho, el título siempre se cita, pero los escasos comentarios
críticos que ha merecido muestran un escaso entusiasmo y hasta un
distanciamiento para evitar la descalificación.
La necesidad de conocer
mejor la trayectoria de José M.ª Alfaro Polanco me ha llevado a una lectura
decepcionante. Lejos del interés literario de un Agustín de Foxá -por citar un
autor cercano ideológicamente y colaborador suyo en la letra de un himno dedicado a la División Azul-, la «marmórea» prosa de su novela evidencia la
presencia de un autor culto, pero provoca un sopor solo aliviado por la
involuntaria hilaridad de algún pasaje de forzada inserción.
José M.ª Alfaro Polanco sintió
durante la reclusión en la embajada chilena «la necesidad moral» (p. 10) de concebir la modélica trayectoria de Leoncio Pancorbo. El protagonista es un joven
de los años anteriores a la Guerra Civil del que ignoramos datos fundamentales. Ni siquiera conocemos su ámbito familiar, pero deambula entre dudas porque en su interior se instalan Kempis y
Niestzche (p. 48) hasta que muere heroicamente a raíz del «clarinazo de luz que
incendió España» el 18 de julio de 1936 (p. 172).
El problema no es la
orientación ideológica de la novela de quien convierte una guerra civil en un «clarinazo de luz», sino su radical frialdad derivada de una
artificiosidad en la construcción del personaje. Leoncio Pancorbo carece de
vida más allá de ser un pretendido epítome de los jóvenes de clase alta, o sin
problemas materiales, alistados en el falangismo a la búsqueda de un ideal tan
difuso como el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera.
El protagonista supera su
abulia, un tanto impostada, gracias al «clarinazo» equiparado a la luz cegadora capaz de provocar la caída de San Pablo. Convertido de repente en animoso héroe
sin mediar un razonamiento verosímil, Leoncio muere en combate a principios de
1937, cuando ya había cumplido los treinta años sin haber encontrado trabajo o
manifestar preocupación por las cuestiones prácticas. Entonces, «con el sueño
de una eterna primavera española clavado en su pecho y batiéndole sus ideas», cumple
el ritual mortuorio de tantos héroes de la ficción falangista. El mártir se
suma a una larga lista que le relega como protomártir, pero antes el joven no ha vivido, al menos en términos
novelísticos.
Leoncio Pancorbo solo es
una referencia cuya modélica irrealidad, en cierto modo, forma parte de una voluntad propagandística que se adelanta al resabiado
y «repelente niño Vicente», cuyas perfecciones en materia de urbanidad durante «las visitas» triunfaron en las páginas de La Codorniz gracias
a la irónica pluma de Rafael Azcona. La diferencia entre ambos estriba en la carencia del sentido
del humor, que José M.ª Alfaro Polanco reemplaza con una impostada trascendencia propia de quien escribe sonetos dedicados al Ausente.
Leoncio nunca es. El autor traza lo que debiera ser un joven de la época para dar ejemplo,
pero en unos términos que rozan lo absurdo porque el componente ideológico o
propagandístico se impone al vital. Así, un adolescente ante las
vistas desde el Palacio Real, deja una reflexión lapidaria en búsqueda de la posterioridad: «Con este mismo paisaje
metido hasta los tuétanos ha ido una generación tras otra viendo desde esas
ventanas como se deshacía un Imperio» (p. 20). El protagonista aparece tan natural y espontáneo como en otros pasajes de la novela.
Un adolescente
caracterizado por estas «marmóreas» reflexiones está abocado al retrato carente
de vitalidad o de un mínimo de credibilidad. Las consecuencias de ambas
carencias aumentan por la falta de sensibilidad del autor ante la realidad
social y hasta política de su momento. Refugiado en la Embajada de Chile
durante la Guerra Civil, parece como si José M.ª Alfaro se hubiera olvidado de
su dramático entorno para concebir un referente tan ideal como desprovisto de un
mínimo de carnalidad. Leoncio es etéreo y un tanto volátil.
Mis lecturas de la
literatura falangista no me permiten escribir como especialista en el tema.
Otros compañeros encabezados por José-Carlos Mainer lo han hecho con más
fundamento. No obstante, en las realizadas hasta el presente observo una
notable insensibilidad hacia el entorno inmediato, siempre sustituido por
referentes imaginados que solo son fruto de una ideología demasiado proclive al
vacío conceptual disimulado a base de retórica.
Eso sí, una retórica
plúmbea en nombre de una elitista elegancia, salvo en el caso de Rafael García Serrano,
porque los literatos falangistas piensan que la Historia la «hacen las
aristocracias de todas clases», mientras que a las multitudes les corresponde
componer «el cuadro folklórico» (p. 92). El componente clasista de esta
literatura es tan obvio que apenas merece una reflexión abocada a lo reiterativo.
Esa retórica de consignas
ininteligibles en su aplicación práctica puede cautivar al lector, siempre que
el mismo no pretenda indagar sobre el significado concreto de lo dicho por
quienes confiaban, tal vez demasiado, en «los poetas». El problema de esa
desmedida confianza es la ocultación de la propia experiencia y el consiguiente
silencio, del que José M.ª Alfaro Polanco supo ser un discípulo destacado a lo largo de
la Victoria. El éxito en ese desempeño le acompañó hasta sus últimos días,
aunque la afirmación deba ser contrastada con el análisis de otros textos y
documentos en un trabajo actualmente en sus inicios.
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