martes, 30 de septiembre de 2025

Leoncio Pancorbo, de José M.ª Alfaro


 José M.ª Alfaro Polanco

Algunos títulos novelísticos, por su reiterada aparición en los manuales de historia literaria, cobran un relieve que no siempre resulta acorde con el valor literario de los textos. Un posible ejemplo es Leoncio Pancorbo (1942), de José M.ª Alfaro Polanco, la única novela publicada de un autor de escasa obra, pero omnipresente en los trabajos académicos que se ocupan de las letras de la posguerra.

La razón de esa presencia es más ideológica que literaria. José M.ª Alfaro Polanco forma parte del grupo de literatos falangistas o «la corte literaria de José Antonio». A partir del 1 de abril de 1939, su trayectoria biográfica está jalonada por numerosos cargos periodísticos, políticos y diplomáticos al servicio del régimen del general Franco. El autor es un representante del poder en un marco dictatorial y, como tal, su citada novela fue publicada por la Editora Nacional sin que, hasta el presente, me consten nuevas ediciones.

El dato de la escasa fortuna editorial es significativo. Frente a las recientes reediciones de otros autores situados en la misma órbita ideológica, con los consiguientes intentos de rescate, la novela de José M.ª Alfaro Polanco ha permanecido olvidada por los lectores. De hecho, el título siempre se cita, pero los escasos comentarios críticos que ha merecido muestran un escaso entusiasmo y hasta un distanciamiento para evitar la descalificación.

La necesidad de conocer mejor la trayectoria de José M.ª Alfaro Polanco me ha llevado a una lectura decepcionante. Lejos del interés literario de un Agustín de Foxá -por citar un autor cercano ideológicamente y colaborador suyo en la letra de un himno dedicado a la División Azul-, la «marmórea» prosa de su novela evidencia la presencia de un autor culto, pero provoca un sopor solo aliviado por la involuntaria hilaridad de algún pasaje de forzada inserción.




José M.ª Alfaro Polanco sintió durante la reclusión en la embajada chilena «la necesidad moral» (p. 10) de concebir la modélica trayectoria de Leoncio Pancorbo. El protagonista es un joven de los años anteriores a la Guerra Civil del que ignoramos datos fundamentales. Ni siquiera conocemos su ámbito familiar, pero deambula entre dudas porque en su interior se instalan Kempis y Niestzche (p. 48) hasta que muere heroicamente a raíz del «clarinazo de luz que incendió España» el 18 de julio de 1936 (p. 172).

El problema no es la orientación ideológica de la novela de quien convierte una guerra civil en un «clarinazo de luz», sino su radical frialdad derivada de una artificiosidad en la construcción del personaje. Leoncio Pancorbo carece de vida más allá de ser un pretendido epítome de los jóvenes de clase alta, o sin problemas materiales, alistados en el falangismo a la búsqueda de un ideal tan difuso como el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera.

El protagonista supera su abulia, un tanto impostada, gracias al «clarinazo» equiparado a la luz cegadora capaz de provocar la caída de San Pablo. Convertido de repente en animoso héroe sin mediar un razonamiento verosímil, Leoncio muere en combate a principios de 1937, cuando ya había cumplido los treinta años sin haber encontrado trabajo o manifestar preocupación por las cuestiones prácticas. Entonces, «con el sueño de una eterna primavera española clavado en su pecho y batiéndole sus ideas», cumple el ritual mortuorio de tantos héroes de la ficción falangista. El mártir se suma a una larga lista que le relega como protomártir, pero antes el joven no ha vivido, al menos en términos novelísticos.

Leoncio Pancorbo solo es una referencia cuya modélica irrealidad, en cierto modo, forma parte de una voluntad propagandística que se adelanta al resabiado y «repelente niño Vicente», cuyas perfecciones en materia de urbanidad durante «las visitas» triunfaron en las páginas de La Codorniz gracias a la irónica pluma de Rafael Azcona. La diferencia entre ambos estriba en la carencia del sentido del humor, que José M.ª Alfaro Polanco reemplaza con una impostada trascendencia propia de quien escribe sonetos dedicados al Ausente.

Leoncio nunca es. El autor traza lo que debiera ser un joven de la época para dar ejemplo, pero en unos términos que rozan lo absurdo porque el componente ideológico o propagandístico se impone al vital. Así, un adolescente ante las vistas desde el Palacio Real, deja una reflexión lapidaria en búsqueda de la posterioridad: «Con este mismo paisaje metido hasta los tuétanos ha ido una generación tras otra viendo desde esas ventanas como se deshacía un Imperio» (p. 20). El protagonista aparece tan natural y espontáneo como en otros pasajes de la novela.

Un adolescente caracterizado por estas «marmóreas» reflexiones está abocado al retrato carente de vitalidad o de un mínimo de credibilidad. Las consecuencias de ambas carencias aumentan por la falta de sensibilidad del autor ante la realidad social y hasta política de su momento. Refugiado en la Embajada de Chile durante la Guerra Civil, parece como si José M.ª Alfaro se hubiera olvidado de su dramático entorno para concebir un referente tan ideal como desprovisto de un mínimo de carnalidad. Leoncio es etéreo y un tanto volátil.

Mis lecturas de la literatura falangista no me permiten escribir como especialista en el tema. Otros compañeros encabezados por José-Carlos Mainer lo han hecho con más fundamento. No obstante, en las realizadas hasta el presente observo una notable insensibilidad hacia el entorno inmediato, siempre sustituido por referentes imaginados que solo son fruto de una ideología demasiado proclive al vacío conceptual disimulado a base de retórica.

Eso sí, una retórica plúmbea en nombre de una elitista elegancia, salvo en el caso de Rafael García Serrano, porque los literatos falangistas piensan que la Historia la «hacen las aristocracias de todas clases», mientras que a las multitudes les corresponde componer «el cuadro folklórico» (p. 92). El componente clasista de esta literatura es tan obvio que apenas merece una reflexión abocada a lo reiterativo.

Esa retórica de consignas ininteligibles en su aplicación práctica puede cautivar al lector, siempre que el mismo no pretenda indagar sobre el significado concreto de lo dicho por quienes confiaban, tal vez demasiado, en «los poetas». El problema de esa desmedida confianza es la ocultación de la propia experiencia y el consiguiente silencio, del que José M.ª Alfaro Polanco supo ser un discípulo destacado a lo largo de la Victoria. El éxito en ese desempeño le acompañó hasta sus últimos días, aunque la afirmación deba ser contrastada con el análisis de otros textos y documentos en un trabajo actualmente en sus inicios.


No hay comentarios:

Publicar un comentario