La posibilidad de
la conmoción aumenta cuando nos adentramos en un ámbito desconocido. Desde hace
más de diez años ando rodeado de sumarios y otros documentos relacionados con
la represión franquista. La mirada del investigador también se encallece y, al
final, ni siquiera los episodios más violentos producen sorpresa y menos una
conmoción. El peligro es indudable, pues el historiador acaba familiarizado con
una barbarie que atenta contra los derechos humanos y corre el peligro de un
distanciamiento inconveniente. El rigor metodológico no exige la equidistancia
ni la impasibilidad ante la violencia, sea la física o la ejercida a través de
órganos judiciales al servicio de una dictadura.
Una alternativa
para recuperar la capacidad de conmoverse es interesarse por lo desconocido,
aunque sea a instancias de tu universidad con el objetivo de organizar un acto
cultural. En febrero de 2025, participé en un ciclo dedicado a rememorar el
testimonio de libertad y tolerancia de La Rosa Blanca (Die Weisse Rose), un
grupo de universitarios que en la Alemania de 1942-1943 abogó por la
resistencia no violenta contra el régimen liderado por Adolf Hitler. Hasta
entonces lo desconocía y, con el deseo de colaborar con un mínimo de
conocimiento, durante unas semanas recopilé información sobre aquel movimiento
gracias a libros como el de José M.ª García Pelegrín y las tres películas
dedicadas a este episodio de la resistencia al régimen nazi.
El film
seleccionado para el ciclo fue Sophie-Scholl. Los últimos días (2005),
de Marc Rothemund. Lo vi en V.O.S. y en castellano mientras contenía la
angustia para evitar que me cegara ante la barbarie cometida contra unos
estudiantes de la Universidad Ludwing Maximiliam de Múnich, que acabaron guillotinados por
repartir panfletos apelando a la resistencia no violenta. El objetivo no pasaba
por las lágrimas de una conmoción, sino por desentrañar los mecanismos de
represión nazi, que no solo coincidían en el tiempo con los del franquismo.
Un conocimiento
basado en fuentes secundarias y cinematográficas no permite hablar con
propiedad acerca de un hecho histórico. Mi colaboración se limitó a presentar
la película, moderar un debate y escuchar voces más autorizadas. Sin embargo,
de aquellos hechos recreados con precisión histórica en el cine retuve la
imagen de un personaje aparentemente secundario: el responsable de
mantenimiento o conserje Jakob Schmid (1886-1964).
El 18 de febrero
de 1943, Hans y Sophie Scholl lanzaron unas octavillas en su universidad.
Cuando la tarea estaba prácticamente finalizada, la joven de apenas veinte años
vio que podía completarla desde lo alto de unas escaleras porque no había
testigos. Jakob Schmid, sin embargo, la vio y la retuvo para entregarla a la
Gestapo. Sophie y Hans fueron trasladados al palacio de Wittelsbach, el cuartel
general de la policía nazi, y al cabo de cuatro días comparecieron en una farsa
de juicio donde el juez Roland Freisler (1893-1945), un psicópata, los condenó a la pena de
muerte. Apenas unas horas después, los hermanos Scholl y Christoph Probst
fueron guillotinados. Estos veinteañeros no buscaban el martirio en nombre de
un ideal extraordinario, sino la posibilidad de convivir en una sociedad libre
y tolerante.
La historia de
cualquier régimen represivo recoge la participación de numerosos colaboradores
necesarios. La eficacia de la propia represión depende de la labor de unos
jerarcas, siempre destacados a la hora de establecer una responsabilidad, pero
también de una trama social donde encontrar a esos colaboradores, sin cuyo
trabajo la actividad represiva en buena medida sería inviable. El historiador
debe ponderar el alcance de la participación de cada sujeto en un
acontecimiento histórico, pero a la vista de los hechos documentados no cabe
dudar de que, sin la determinación del conserje, los tres estudiantes de la universidad muniquesa no habrían acabado guillotinados.
Así también sucede
en otros muchos episodios de la represión, con independencia de que se
enmarquen en una u otra dictadura. Los colaboradores necesarios estuvieron
presentes en la URSS de Stalin o en la España del general Franco. Su
participación, al margen de los motivos que siempre conviene desentrañar para
comprender su comportamiento, supone la cristalización de una sociedad donde la
represión funciona al máximo y goza de una absoluta impunidad. Esta evidencia
la he observado en numerosos sumarios gracias a las denuncias de testigos que
pudieron callar sin temor alguno, militares que desplegaron una actividad que
iba más allá de lo estrictamente necesario para su permanencia en el escalafón
y, sobre todo, informantes dispuestos a agravar la situación de los procesados
mediante adjetivos tan prescindibles como conducentes a condenas que a veces
llegaron a la pena de muerte.