Ignacio Martínez
de Pisón
(La Vanguardia,
12-I-2024)
César González-Ruano solía escribir dos o
tres columnas diarias, siempre con pluma estilográfica, siempre en bares o
cafeterías. Escogía el tema entre los titulares del día y despachaba cada
columna en poco más de veinte minutos. Con una productividad como la suya, no
puede sorprender que colaborara en todos los periódicos importantes de la
época, incluido La Vanguardia, del que fue una de las firmas estrella
durante las dos décadas en las que el director, impuesto por las autoridades
franquistas, era Luis de Galinsoga.
Por esos mismos años publicaba Ruano en El
Alcázar unos textos autobiográficos. En uno de ellos hizo una descripción
sangrante del escritor Ricardo León, un “hombrín insignificante” de andares
ridículos, con una voz temblona “que salía como de detrás de su canija
persona”. Cuando, algún tiempo después, reunió esos textos en Mi medio siglo
se confiesa a medias, todas las expresiones ofensivas o irrespetuosas hacia
Ricardo León habían desaparecido. ¿A qué se debía esa supresión? ¿Tal vez a una
súbita corriente de afecto y gratitud hacia un literato que le había apoyado en
los inicios de su carrera? Nada de eso. Según cuenta Javier Varela en su recién
aparecida biografía de Ruano (La vida deprisa), lo que ocurrió fue que
los hijos de Ricardo León, tras leer la pieza de El Alcázar, lo
esperaron en el portal de su casa y lo molieron a palos. Entonces la gente no
se andaba con chiquitas cuando alguien le mentaba al padre.
Otra historia de padres e hijos. Hace un par
de años, el historiador Juan Antonio Ríos Carratalá publicó la documentación
del consejo de guerra que condenó a muerte al poeta Miguel Hernández. Entre
esos documentos había algunos papeles firmados por el secretario del tribunal
militar, apellidado Baena. Deseoso de preservar la reputación del tal Baena, un
hijo suyo solicitó la eliminación de todas las referencias a su persona. Se
acogía para ello a un hipotético derecho al olvido, pero lo que realmente estaba
reclamando era el derecho a la censura previa: de mi señor padre solo se pueden
decir las cosas que yo autorice, y punto.
La solicitud no prosperó porque la normativa
de la protección de datos no ampara a los fallecidos, así que el hijo de Baena
acabó consiguiendo exactamente lo contrario de lo que pretendía: entonces sí
que el nombre de su padre empezó a aparecer en los medios de comunicación. Ni
corto ni perezoso, el hombre se lanzó a poner demandas contra todos aquellos
que mencionaran a su padre: un centenar largo de historiadores, articulistas y
periodistas, a los que reclama más de once millones de euros por un supuesto
delito contra el honor.
El tradicional garantismo de nuestro sistema
judicial impidió el archivo del caso, y dentro de pocas semanas se celebrará en
Cádiz un absurdo macrojuicio para el que tendrán que habilitar salas capaces de
albergar a cientos de personas. Como dijo Josep Pla cuando paseaba por las
luminosas avenidas de Nueva York, ¿y todo eso quién lo paga? Se lo digo yo,
estimado lector: todo eso lo pagamos los contribuyentes. Todo eso lo pagamos
usted y yo.
Miguel Hernández estaba condenado de antemano
y solo se le juzgó para ofrecer cierta apariencia de legalidad. Esos simulacros
de juicio eran lo habitual en la época. Acaba de publicarse el nuevo libro de
Ríos Carratalá, Las armas contra las letras, que repasa una treintena de
consejos de guerra similares al del poeta oriolano. Entre los acusados, todos
del mundo del periodismo y sin otro delito que haber escrito artículos de
exaltación republicana, están el bueno de Diego San José, al que solo la
amistad con Millán Astray salvó del paredón; el célebre cronista Eduardo de
Guzmán, indultado también a última hora; el moderado Javier Bueno, fusilado por
haber dirigido el periódico socialista Claridad; los también socialistas
Julián Zugazagoitia y Francisco Cruz Salido, cazados como ratas en la Francia
de la ocupación y traídos a España para ser fusilados… En el libro aparecen
nombres, muchos nombres, porque ni las víctimas ni los victimarios son jamás
seres anónimos. La Historia está hecha de nombres y apellidos. Frente a
aquellos que pretenden que los olvidemos, tenemos que defender nuestro derecho
a recordarlos. Solo así, recordando, evitaremos que se repitan los episodios
más tenebrosos de nuestro pasado.
PD.: Antonio Papell, en su columna titulada «Sin memoria no hay vida», publicada en el Diario de Mallorca del 14 de enero de 2024, se ha hecho eco del artículo de Ignacio Martínez de Pisón:
https://www.diariodemallorca.es/opinion/2024/01/14/memoria-hay-vida-96866504.html
Asimismo, esta semana Conversación sobre Historia ha reeditado un artículo publicado en Nuestra Historia en 2021 y también me ha permitido recordar la continuidad de un acoso que, al margen de la vía judicial, incluye numerosos insultos y descalificaciones por mi trabajo como historiador. La respuesta está dada en sede judicial desde diciembre de 2020 y tendrá una notable ampliación el próximo 20 de febrero, pero lo fundamental es la continuidad de la investigación para desvelar con el mayor rigor posible la actuación de los tribunales militares que procesaron durante la posguerra a escritores y periodistas. El primer tomo de Las armas contra las letras ya está publicado, el segundo se encuentra muy avanzado y saldrá probablemente en otoño y la documentación del tercero está localizada a la espera de su análisis.
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