Azorín era un anciano de
pocas palabras. Apenas las intercalaba entre prolongados silencios y sus
interlocutores, un tanto desesperados a la hora de entablar conversación,
acababan resignados ante el maestro cuando respondía con una frase tan escueta
como a veces enigmática. Los periodistas de mediados del siglo XX creían que la
ancianidad y la sabiduría iban de la mano. Ahora esta asociación parece
cuestionada, pero entonces era un lugar común y en las entrevistas, ante la
falta de otras vías para pegar la hebra, le pedían un consejo para los jóvenes
escritores. Azorín, sin inmutarse ni entrar en explicaciones, lo resumía con su
habitual estilo: «que estudien ciencias naturales».
Los periodistas de los
años cincuenta solían ser respetuosos con los entrevistados y se limitaban a
reproducir las respuestas como si fueran sentencias. Azorín no andaba
desencaminado, pero tal vez debiera haber añadido que esas ciencias remitían a
la necesidad de observar la naturaleza o la realidad como requisito para un
conocimiento capaz de propiciar la creación literaria. Así se entiende mejor,
pero muchos recordamos la anécdota azoriniana y nadie atribuiría a una
celebridad una explicación tan obvia.
Rafael Azcona, menos
enigmático por su apego a la cotidianidad, cuando le preguntaban acerca de la
formación de un guionista recomendaba que el aspirante renunciara al coche
propio y lo sustituyera por el autobús. Así tendría tiempo de observar caras,
comportamientos y actitudes hasta el punto de suponer una historia particular
para cada viajero. El entrenamiento era efectivo a la hora de conseguir el
necesario verismo, pero el añorado maestro nunca llegó a ver a todos los usuarios
de los buses atentos exclusivamente a sus móviles con la inevitable ignorancia
del resto de personas anónimas.
La incapacidad para ver y
observar, de verdad, nos conduce a unas creaciones convencionales, previsibles
y ajustadas a los géneros en vigor. Sus productos triunfan entre el público
mayoritario, pero también aburren a quienes apostamos no tanto por el
descubrimiento de lo desconocido como por compartir la mirada que aporta nuevos
significados a todo lo que nos rodea.
El objetivo me ha llevado
de la mano de los más variopintos creadores del cine, el teatro y la
literatura, a menudo acompañados de una música que tanto potencia el
significado de una imagen en la pantalla. Federico Fellini, con la ayuda de
Nino Rota, está en lo más alto de esa escala, pero otros muchos nombres se
suman a quienes me han enseñado a ver sin necesidad de inventar nada, solo
aportando el tono necesario gracias a la combinación de la cámara y la música.
Las ciencias naturales no precisan de inventores, sino de una mirada sensible e
inteligente.
Nanni Moretti me
deslumbró, como a tantos otros, cuando me quedé hipnotizado al ver la mayoría
de las escenas de Caro diario (1993). Desde entonces he disfrutado la
película en repetidas ocasiones, completa o solo algunas escenas, pues la
libertad narrativa del director permite esta elección. Y siempre, con la fuerza
de lo alojado en un imaginario que comparto con mi mujer desde hace cincuenta
años, disfruto al descubrir un nuevo matiz o confirmar lo conocido con la
consiguiente complicidad.
La vespa de Moretti me
puede llevar a una fiesta latina donde el baile de unos jóvenes supone una
explosión de vitalidad o al recuerdo de la más seductora Silvana Mangano,
pasando por un paseo con la compañía de una nave cercana o la libertad de dar
balonazos en un campo desierto a los sones, verdaderamente emotivos, del gran
Nicola Piovani.
Puestos, sin embargo, a recordar una sola escena siempre elijo la dedicada a Pier Paolo Pasolini, asesinado en un descampado cuya imagen sintetiza el destino de quien optó por vivir con la intensidad de la libertad y el consiguiente riesgo. Esos cuatro minutos tras una vespa hasta llegar al punto exacto del asesinato son una lección de saber observar y respetar al espectador que quiere compartir la observación sin prisas, montajes o efectismos. Lo recreado solo requiere un «tono» y, claro está, la música de Keith Jarrett:
En 1993, esos minutos a
la búsqueda de Pasolini me llevaban por un desastrado paisaje que todavía veía
en mi entorno de una ciudad costera. El viaje era corto porque podía conducir
esa misma vespa sin necesidad de la ayuda de Nanni Moretti. Ahora, al cabo de
treinta años, no sólo Pier Paolo queda lejos con su testimonio de lucha y
libertad, sino que las propias imágenes del viaje han quedado difuminadas por
una modernidad que no siempre supone mejoría o un motivo para olvidar el
pasado.
La recreación de esa
escena conduce, pues, a una doble añoranza que comparto generacional e
ideológicamente con personas como Nanni Moretti. El peligro de envejecer más
allá de la edad asoma con toda su fuerza, pero justo en ese momento recuerdo
otra película del cineasta italiano, Il sol dell’avvenire (2023), cuyo
título no admite una traducción al castellano. Al evocarla, tengo en cuenta el
optimismo del desenlace en compañía de tantos personajes, pero sobre todo
recuerdo que el argumento nunca gustaría a los responsables de Netflix y que,
puestos a ser libres, en medio de la película podía surgir el mismísimo Franco
Battiato para animarnos a una danza compartida:
Si viajo alrededor de mi
propia cama, también giro sobre mí mismo en un pasillo o en cualquier rincón adonde
me lleve la imaginación. La necesito de la mano de maestros como los citados
para demostrar que la sabiduría de la experiencia es compatible con la libertad
de lo imprevisto y sorprendente, aquello que nos salva del aburrimiento y una
vejez limitada a unas pocas palabras, por muy justificadas y enigmáticas que
resulten para una cita erudita.
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