sábado, 8 de junio de 2024

En vespa o patinete con Nanni Moretti

Azorín era un anciano de pocas palabras. Apenas las intercalaba entre prolongados silencios y sus interlocutores, un tanto desesperados a la hora de entablar conversación, acababan resignados ante el maestro cuando respondía con una frase tan escueta como a veces enigmática. Los periodistas de mediados del siglo XX creían que la ancianidad y la sabiduría iban de la mano. Ahora esta asociación parece cuestionada, pero entonces era un lugar común y en las entrevistas, ante la falta de otras vías para pegar la hebra, le pedían un consejo para los jóvenes escritores. Azorín, sin inmutarse ni entrar en explicaciones, lo resumía con su habitual estilo: «que estudien ciencias naturales».

Los periodistas de los años cincuenta solían ser respetuosos con los entrevistados y se limitaban a reproducir las respuestas como si fueran sentencias. Azorín no andaba desencaminado, pero tal vez debiera haber añadido que esas ciencias remitían a la necesidad de observar la naturaleza o la realidad como requisito para un conocimiento capaz de propiciar la creación literaria. Así se entiende mejor, pero muchos recordamos la anécdota azoriniana y nadie atribuiría a una celebridad una explicación tan obvia.

Rafael Azcona, menos enigmático por su apego a la cotidianidad, cuando le preguntaban acerca de la formación de un guionista recomendaba que el aspirante renunciara al coche propio y lo sustituyera por el autobús. Así tendría tiempo de observar caras, comportamientos y actitudes hasta el punto de suponer una historia particular para cada viajero. El entrenamiento era efectivo a la hora de conseguir el necesario verismo, pero el añorado maestro nunca llegó a ver a todos los usuarios de los buses atentos exclusivamente a sus móviles con la inevitable ignorancia del resto de personas anónimas.

La incapacidad para ver y observar, de verdad, nos conduce a unas creaciones convencionales, previsibles y ajustadas a los géneros en vigor. Sus productos triunfan entre el público mayoritario, pero también aburren a quienes apostamos no tanto por el descubrimiento de lo desconocido como por compartir la mirada que aporta nuevos significados a todo lo que nos rodea.

El objetivo me ha llevado de la mano de los más variopintos creadores del cine, el teatro y la literatura, a menudo acompañados de una música que tanto potencia el significado de una imagen en la pantalla. Federico Fellini, con la ayuda de Nino Rota, está en lo más alto de esa escala, pero otros muchos nombres se suman a quienes me han enseñado a ver sin necesidad de inventar nada, solo aportando el tono necesario gracias a la combinación de la cámara y la música. Las ciencias naturales no precisan de inventores, sino de una mirada sensible e inteligente.

Nanni Moretti me deslumbró, como a tantos otros, cuando me quedé hipnotizado al ver la mayoría de las escenas de Caro diario (1993). Desde entonces he disfrutado la película en repetidas ocasiones, completa o solo algunas escenas, pues la libertad narrativa del director permite esta elección. Y siempre, con la fuerza de lo alojado en un imaginario que comparto con mi mujer desde hace cincuenta años, disfruto al descubrir un nuevo matiz o confirmar lo conocido con la consiguiente complicidad.

La vespa de Moretti me puede llevar a una fiesta latina donde el baile de unos jóvenes supone una explosión de vitalidad o al recuerdo de la más seductora Silvana Mangano, pasando por un paseo con la compañía de una nave cercana o la libertad de dar balonazos en un campo desierto a los sones, verdaderamente emotivos, del gran Nicola Piovani.

Puestos, sin embargo, a recordar una sola escena siempre elijo la dedicada a Pier Paolo Pasolini, asesinado en un descampado cuya imagen sintetiza el destino de quien optó por vivir con la intensidad de la libertad y el consiguiente riesgo. Esos cuatro minutos tras una vespa hasta llegar al punto exacto del asesinato son una lección de saber observar y respetar al espectador que quiere compartir la observación sin prisas, montajes o efectismos. Lo recreado solo requiere un «tono» y, claro está, la música de Keith Jarrett:



En 1993, esos minutos a la búsqueda de Pasolini me llevaban por un desastrado paisaje que todavía veía en mi entorno de una ciudad costera. El viaje era corto porque podía conducir esa misma vespa sin necesidad de la ayuda de Nanni Moretti. Ahora, al cabo de treinta años, no sólo Pier Paolo queda lejos con su testimonio de lucha y libertad, sino que las propias imágenes del viaje han quedado difuminadas por una modernidad que no siempre supone mejoría o un motivo para olvidar el pasado.

La recreación de esa escena conduce, pues, a una doble añoranza que comparto generacional e ideológicamente con personas como Nanni Moretti. El peligro de envejecer más allá de la edad asoma con toda su fuerza, pero justo en ese momento recuerdo otra película del cineasta italiano, Il sol dell’avvenire (2023), cuyo título no admite una traducción al castellano. Al evocarla, tengo en cuenta el optimismo del desenlace en compañía de tantos personajes, pero sobre todo recuerdo que el argumento nunca gustaría a los responsables de Netflix y que, puestos a ser libres, en medio de la película podía surgir el mismísimo Franco Battiato para animarnos a una danza compartida:




Si viajo alrededor de mi propia cama, también giro sobre mí mismo en un pasillo o en cualquier rincón adonde me lleve la imaginación. La necesito de la mano de maestros como los citados para demostrar que la sabiduría de la experiencia es compatible con la libertad de lo imprevisto y sorprendente, aquello que nos salva del aburrimiento y una vejez limitada a unas pocas palabras, por muy justificadas y enigmáticas que resulten para una cita erudita.

 

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