martes, 18 de junio de 2024

The Blues Brothers (1980) al rescate


 

La posibilidad de que alguien, con carisma y venido desde lejos, irrumpa en nuestra cotidianidad porque nos necesita para realizar una misión extraordinaria resulta fascinante. La situación, por esa misma razón, se repite en la ficción, pero apenas la disfrutamos en la vida real, donde las llamadas suelen tener otros motivos y, desde luego, rara vez son el preámbulo de un empeño digno del recuerdo.

Puestos a soñar con esa posibilidad, las etapas más aburridas u opresivas de nuestra vida son fértiles en ejemplos propios de la imaginación, que a su modo compensa el aburrimiento y la opresión. Nunca he percibido ambos con tanta fuerza como cuando realicé el servicio militar, que ahora veo con asombro convertido en motivo de añoranza entre gente de mi edad. Yo solo añoro los veinte años.

La monotonía campamental de gritos, órdenes y prisas en una espiral de sinsentido quedó rota en varias ocasiones. Algunas las conté en La sonrisa del inútil (2008), donde dediqué un capítulo a aquellas batallitas cuyo surrealismo requería una mirada cargada de humor. Otras quedaron en el tintero, pero a veces afloran por distintos motivos.

Il sol dell’avvenire (2023), de Nanni Moretti, me recordó una escena de The Blues Brothers (1980) protagonizada por Aretha Franklin. Los excarcelados Jack y Elwood pretenden cumplir una «misión divina»: salvar de la ruina el orfanato donde se criaron. Para conseguir el dinero solo cuentan con su banda de rhythm and blues, que reagrupan gracias a un itinerario enloquecido salpicado de números musicales.

El propósito los lleva a una pizzería donde trabaja uno de los miembros de la banda. El hombre va en delantal y parece resignado, pero la llegada de los bluesbrothers supone una llamada irresistible. Su mujer, una desatada Aretha Franklin, se opone con la vehemencia de una esposa cargada de razón y la fuerza de una canción verdaderamente convincente. Al final, la mujer parece haber vencido, pero el músico se quita el delantal y vuelve con la banda porque de vez en cuando conviene respirar.



Nanni Moretti homenajea esta escena y justifica que Aretha Franklin utilice zapatillas, cuya presencia en una película para él supone un atentado al buen gusto. El cineasta tiene razón. Ahora bien, el homenaje compartido me devolvió el recuerdo de una película vista en 1981, uno de los días en que pude escapar del campamento donde el franquismo no suponía un recuerdo, sino una presencia constante.

Esa tarde encontré por las calles de Cádiz a un compañero vasco que era un fanático del heavy metal. Colgado a menudo, iba a la búsqueda de alguien con quien beber. Le habían fallado todos los planes y, resignado, esa tarde decidió como mal menor acompañarme a un cine de reestreno donde proyectaban la película de John Landis.

Aquello del rhythm and blues le debió parecer blandito, pero cuando andaba sobrio era un tipo capaz de imitar todo lo que veía y salió del cine como un émulo de Cab Calloway. El anciano marchoso en la película interpreta Minnie the Moocher, la canción que estrenó en 1931 y todavía, cincuenta años después, la mejoraba en cada interpretación. En el autobús de vuelta, ante el asombro de los viajeros, el soldado que debe seguir anónimo imitaba a Cab Calloway cuando lanzaba el Hi De Hi Hi De Hi que le dio medio siglo de éxitos.



A partir de esa tarde, si el hastío de tantas órdenes absurdas requería un motivo para la risa, mi compañero repetía, por lo bajo, el estribillo de Minmie, la moucher de la que nunca supimos gran cosa. Ni falta que nos hacía porque la letra es un sinsentido. Así tejimos una complicidad imposible entre el único soldado que estudiaba en el campamento y otro que, cuando no bebía, seguía los caminos que pronto acabaron con John Belushi, el protagonista de la película junto con Dan Aykroyd.

Una noche de guardia, el oficial nos obligó a ser rigurosos con el santo y seña durante los relevos. La condición de cabo, por tener estudios, me llevó a explicar el procedimiento que a veces conducía a Wenceslao a un wáter en Washington. La figura retórica no era gongorina, pero resultaba un desafío para algunos soldados.

Ya de madrugada, en el último rincón del campamento y la sola compañía de los eucaliptos, encabezaba con escasa marcialidad el relevo cuya misión era llegar al catre lo antes posible. Disciplinado, pronuncié el santo a la espera de la seña procedente de la garita. Justo en ese momento, una voz guasona respondió con el Hi De Hi Hi De Hi. La ocurrencia, visto que ningún oficial estaba presente, nos despertó con una sonrisa.

Las adicciones de mi compañero fueron a más porque, en 1981, ya había comenzado la hecatombe que diezmó mi generación entre un silencio que todavía perdura. El soldado acabó pasando más tiempo en el calabozo que en la compañía. Allí le veía cuando, provisto de un fúsil, repartía la comida entre los arrestados. En su mayoría eran delincuentes que hacían su servicio militar. Conforme iba acumulando guardias, su situación empeoró porque los síndromes de abstinencia los pasaba sin atención médica, tirado en un rincón.

Una noche me acerqué con su plato para que, al menos, cenara. El vasco tiritaba y apenas podía articular palabras. Me miró y, por un recuerdo que le vendría, murmuró un Hi De Hi Hi De Hi desfallecido sabiendo que los Minnies de aquel calabozo no eran tan afortunados como la pantagruélica protagonista de la canción. El único alimento que tomó fue esa sonrisa. Poco después, me licencié dejando atrás catorce meses de pesadillas que, a partir de entonces, solo serían visitas nocturnas.

Ahora vuelvo a ver de vez en cuando la película de John Landis porque adoro aquella música y me divierten las andanzas de unos bluesbrothers perseguidos por miles de policías, los nazis de Illinois y los pesados del country en una escapada alucinante hasta que consiguen actuar y recaudar el dinero para el orfanato. Al fin y al cabo, everybody needs somebody to love:



Acepto la llamada de los bluesbrothers para reencontrarme con Ray Charles, Cab Calloway, Aretha Franklin y otros mitos de mi juventud. La locura que protagonizan engancha a cualquiera con deseos de quitarse el delantal de la pizzería. La disfruto, pero recuerdo que John Belushi nos dejó muy pronto por una sobredosis y que mi compañero, de regreso al País Vasco donde Eloy de la Iglesia rodó El pico (1983), siguió el mismo camino sin el glamour de una estrella de Hollywood porque era «un pringao» como tantos otros que cayeron.

A veces, intuyo que algunos destinos trágicos solo nos han acompañado para compartir unas divertidas ocurrencias, como la de aquella noche de guardia o la tarde en que ambos reímos con John Belushi. La suposición es injusta, pero mucho más injustos son los malnacidos que imponen santos y señas porque no admiten los Hi De Hi de quienes apuestan por vivir intensamente sin pretender vegetar. Les comprendo y, todavía abstemio, procuro darles voz en los recuerdos porque la vida, caray, parece competencia de un guionista que nunca termina de acertar en el caso de que exista por vete a saber qué ocurrencia del destino.


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