La posibilidad de que un
imbécil pueda ser un genio musical o literario nunca ha dejado de sorprenderme,
aunque la acepte a la vista de tantas evidencias. Uno de los tópicos de mis
clases es recordar una obviedad a menudo olvidada: una obra excelsa no implica
una vida que pueda ser caracterizada con el mismo adjetivo. Algunos alumnos, crédulos
por su edad, ponen cara de extrañados. Entonces les recomiendo la excelente
película de Milos Forman dedicada a Mozart. Ese Amadeus idiota e infantilizado,
también creíble, fue el citado genio musical.
Al ver la película de
1984, comprendí la estupefacción de Antonio Salieri ante la genialidad de un
tipo insoportable. El paso del tiempo me ha hecho más flexible y ahora esa
reacción pasa por la aceptación de lo incomprensible, pero real, porque lo veo
en multitud de casos y algunos de ellos me han fascinado con la fuerza de lo
que genera adicción.
Hace casi veinte años
descubrí la Amy Winehouse que cantaba Back to black y me quedé
enganchado a una canción que me llevó a conocer unas cuantas más de la intérprete
británica. El problema es que la vi, con su peinado beehive y su aspecto
de colgada, que era compatible con una presencia magnética y una personalidad
incapaz de pasar desapercibida. La citada canción me sigue entusiasmando y, al
mismo tiempo, rechazo lo que cuenta porque nunca me han interesado las pasiones
tóxicas que conducen a la autodestrucción. Y menos cuando el destinatario de
las mismas es un tipo como la pareja de la cantante, un Blake Fielder que nunca
quisiera tener a mi alrededor. Tampoco la familia de la propia Amy Winehouse,
pues todo su entorno ejemplifica el caos que me produce repulsión.
Sin embargo, cada cierto
tiempo, vuelvo a escuchar sus canciones y me pregunto por el origen de tanto
talento en una persona autodestructiva que optó por el suicidio alcoholizado a
los veintisiete años, después de una trayectoria de adicta capaz de sorprender
al más duro espectador. Ahora acabo de ver un biopic que le han
dedicado. La película revela los límites habituales de un género tan comercial.
Es blanda, muy blandita, en su recreación de la cantante y su entorno. Tal vez
porque el público mayoritario sea incapaz de aceptar la dureza de un retrato
donde la genialidad convive con la más injustificada autodestrucción de un ser
tremendamente débil e inestable, tan seguro en el escenario como desastroso en
su vida.
La alternativa es aceptar
lo incomprensible por ser real. No recurrir a una convencional ficción para intentar
dar una explicación a lo que carece de la misma y disfrutar, con un calculado
egoísmo, de esas genialidades agradeciendo que las mismas estén a nuestra
disposición sin necesidad de compartir las vidas de quienes las crearon. Me ha
sucedido con otros cantantes, y algunos autores literarios, pero antes o
después no puedo dejar de quedarme estupefacto al comprobar que quienes nos abandonaron
sin haber cumplido los treinta años tal vez vinieran al mundo para legar una
muestra de genialidad. Y, justo en ese momento, emprender el camino hacia la
muerte porque el resto de su vida había empezado a carecer de sentido.
La vida no es un
espectáculo y también resulta hermosa cuando se bebe a pequeños sorbos. Yo
recuerdo a menudo los versos de aquella canción de Violeta Parra que daba
gracias a la vida, la que le había dado un canto donde estaban la risa y
el llanto. Pero esa canción tuvo un triste desenlace poco después con el
suicidio de quien compuso un himno en honor de la vida y prefiero recordar las
sabias palabras que escuché hace unas pocas semanas, cuando el uruguayo Pepe Mujica anunció la proximidad de su final. Las asimilo en su escueta simpleza,
con la tranquilidad de quien comparte experiencia y edad, sin el tremendismo de
lo autodestructivo y la conciencia de no ser el único protagonista de una
película, la de la vida, tremendamente coral.
Y, justo en ese momento, cuando merece la pena sentarse en un rincón de la bahía para ver bajar la marea con la confianza de que el tiempo, llegado lo fundamental, se detiene, entonces vuelvo a escuchar la eterna melodía de Otis Redding, aquel joven de veintiséis años que la compuso y murió accidentalmente a continuación. Tal vez vino al mundo solo para componerla y compartirla a lo largo de las décadas con los más variopintos cantantes, pero, caray, resulta duro aceptar que Otis no tuviera tiempo de dar gracias a la vida, que le habría dado tanto porque la genialidad también puede ser una inversión a largo plazo. Lo hermoso no pasa por lo estridente y, frente a las pasiones de quienes viven como si no hubiera un mañana, merece la pena saberse parte de un mundo coral donde los protagonismos desmesurados a menudo pagan un alto precio.
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