sábado, 22 de junio de 2024

Zamora, Ciriaco, Quincoces...


 

Mi padre tenía catorce años cuando supo de «la batalla de Florencia», el partido amañado y violento donde «la furia roja» se enfrentó a los italianos que en «su Mundial» de 1934 tenían la orden de Il Duce de ganar a cualquier precio. La alineación de un portero legendario y diez aguerridos vascos comenzaba con Zamora, Ciriaco, Quincoces… La recitaba de carrerilla hasta su fallecimiento en 1996 porque formaba parte de la memoria mítica de la adolescencia. Yo la analizo con los ojos de un historiador que nunca deja de ser hijo y, cuando he encontrado las huellas de Ricardo Zamora lejos de los campos de fútbol, he escrito sobre un episodio que habría contado a mi padre. De hecho, se lo he contado.




La vida del guardameta Ricardo Zamora pendió de un hilo durante la Guerra Civil. Preso en la Modelo por colaborar en el diario católico Ya, el futbolista del Real Madrid pudo haber sido uno de los fusilados en las sacas que tuvieron lugar en la capital desde agosto hasta noviembre de 1936. No obstante, consiguió salir libre y salvar la vida sin dar explicaciones. Ni siquiera cuando, al cabo de los años, las repercusiones de las mismas habrían sido mínimas.

La fama del protagonista ha favorecido que la historia de su cautiverio sea divulgada en distintas publicaciones, así como recordada la intervención del poeta Pedro Luis de Gálvez en la liberación de Ricardo Zamora. Poco antes de abandonar la cárcel, el guardameta le dedicó una fotografía fechada el 5 de noviembre de 1936, cuando el peligro era mayor para los presos y el liberado desearía mostrar así su agradecimiento a quien le había protegido.

La fotografía se encuentra depositada en el sumario del poeta malagueño, que en reiteradas ocasiones cita a Ricardo Zamora como avalista para evitar su anunciada condena a muerte. Los instructores no llamaron al deportista ni a otros posibles avalistas porque en ese consejo de guerra la suerte del procesado estaba decidida desde la primera diligencia.

En el segundo volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores aportaré una información detallada del proceso seguido contra Pedro Luis de Gálvez para despejar leyendas y fabulaciones en torno a su trayectoria. A la espera de la publicación, aprovecho esta entrada para recordar la reacción de Jacinto Miquelarena cuando vio llegar al deportista a la embajada argentina donde se encontraba refugiado. El texto, desatendido por mis colegas, se encuentra en El otro mundo (1938), un volumen que forma parte del alud de publicaciones de los vencedores dedicadas al «terror rojo» con una voluntad entre la propaganda y la delación sin prescindir del rencor y el clasismo.




Jacinto Miquelarena, como periodista, estaba especializado en temas deportivos. De hecho, debió suspender el viaje a Berlín para escribir las crónicas de los Juegos Olímpicos de 1936 por culpa del inicio de la Guerra Civil. Asilado en la embajada argentina, allí entró posteriormente Ricardo Zamora, a quien aparenta no conocer como forma de despreciarle: «Parece que tenía una gran popularidad en el mundo como jugador de fútbol. Se llegaba a decir que era uno de los goal-keepers más famosos de la tierra» (p. 144). La posibilidad de que un periodista deportivo de la época desconociera a El Divino es una ocurrencia, pero el exquisito sport-men miente para marcar distancias con quien había salido libre de las cárceles republicanas y osaba estar agradecido.

Al igual que Ramón Gómez de la Serna, Jacinto Miquelarena explica la intervención de Pedro Luis de Gálvez como protector de Ricardo Zamora en la Modelo, pero no declaró en tal sentido a lo largo del sumario. El resultado habría sido irrelevante para la suerte del poeta. Entre otras razones, porque el testimonio del periodista resulta especialmente duro en el retrato del «monstruo», que era «un producto de la mugre, la caspa y el hambre» (p. 145).

Estos párrafos de Jacinto Miquelarena han sido citados en publicaciones abundantes en tópicos, y realidades, acerca de un personaje alcoholizado y tremendista como el poeta bohemio. Sin embargo, los autores olvidan que Jacinto Miquelarena aprovecha la ocasión para atacar a Ricardo Zamora por contemporizar con los asesinos encarnados en la figura del literato malagueño. El héroe deportivo, para el contertulio de José Antonio en La Ballena Alegre, «representaba el sentido oportunista, el egoísmo más inelegante y el silencio ante todas las brutalidades» (p. 148).

El motivo de esta descalificación es obvio: el guardameta había dedicado una foto al «monstruo» que le protegió en la cárcel y procuró su liberación cuando tantos salían con destino a Paracuellos u otros lugares del horror. El deportista fue un hombre agradecido, aunque solo fuera con el referido detalle que tanto habría prodigado como ídolo de las masas.

Ricardo Zamora tuvo problemas durante su estancia en Francia y al volver a la España de los sublevados. El silencio fue su mejor arma a la espera de que la fama le salvara de alguna represalia por haber declarado que no era fascista. Al final, fue condecorado por el general Franco, tan futbolero, como lo había sido por Niceto Alcalá Zamora tras la batalla de Florencia. Ricardo Zamora calló sin rencor. No obstante, el guardameta nunca olvidaría la reacción de Jacinto Miquelarena, aquel autor de las letras falangistas que ni siquiera le perdonó haber dedicado una foto a su protector, un poeta cuya vida terminó en un paredón de 1940. El exquisito sport men y viajero también tuvo una muerte trágica, pero esa es otra historia donde vuelven a predominar las medias palabras. Las del agradecimiento siempre son plenas y propias de la única elegancia que merece la pena recordar.

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