miércoles, 12 de junio de 2024

Au revoir, Françoise Hardy


 

Françoise Hardy ha fallecido. La noticia no por esperada tras una dura lucha contra el cáncer deja de entristecer a quienes supimos de ella en los años sesenta, cuando en 1962 triunfó con una canción protagonizada por «tous les garçons et les filles» que paseaban «dans la rue deux per deux». Apenas tenía cuatro años por entonces, pero el disco permaneció en casa durante mucho tiempo y la melodía que pronto fue un himno generacional la escuché junto con otras canciones todavía presentes en el recuerdo.

A mediados de los sesenta era demasiado pronto para compartir las andanzas de esos adolescentes enamorados que, «les yeux dans les yeux et la main dans la main», caminaban «sans peur du lendemain». Pasaron los años, el miedo era nuestro colega en las clases sin ni siquiera atisbar un «lendemain» y a principios de los setenta llegó al instituto, de improviso y fugazmente como corresponde, una lectora de francés. La joven durante unas semanas sustituyó a la anciana felliniana encargada de hacernos leer las aventuras de la familia Dupont, aquella para la cual ir a la «boulangerie» era una hazaña digna de la letra impresa y la memorización.

La joven de Lyon, que hablaba un castellano como el de la Ninette de Miguel Mihura, podía ser nuestra hermana mayor. La sorpresa fue notoria en una clase donde una chica solo era una referencia de la imaginación. Nadie sabía manejarse ante una presencia femenina que no fuera avejentada y, supongo, alguna burrada debió escuchar una lectora que merecía llamarse Mireille o Silvie, unos nombres que garantizaban el encanto de las «suecas», que solían ser francesas. Al menos, en una España todavía en blanco y negro donde traspasar la frontera suponía un viaje galáctico. Si lo queréis comprobar con una sonrisa basta recordar Vacaciones para Ivette (1964), de José María Forqué o las comedias protagonizadas por la sin par Ninette en compañía de «un señor de Murcia».




Tras la sorpresa inicial, la asistencia a clase bajó porque era voluntaria y la chica no ponía la correspondiente falta. Una tarde, para pasmo de quienes seguíamos atentos sus intentos de mejorar nuestra pronunciación, la lectora trajo un tocadiscos portátil y una colección de singles con las más populares canciones francesas. Todavía recuerdo que la última, y repetida por petición de los pocos asistentes, fue la de Françoise Hardy, que contaba con una carátula donde aparecía el rostro de la cantante. Nunca lo he olvidado.

Esa tarde aprendí a pronunciar algunos versos en francés, pero sobre todo la lección de maravillarme ante la belleza serena, elegante y melancólica de una joven que, para pasmo de quienes entendimos la letra, decía estar sola porque «personne ne murmure ‘je t’aime’ á mon oreille». Menos mal que, al final de la canción, Françoise se mostraba esperanzada, tal y como nos explicó la lectora para tranquilidad de unos jovencitos dispuestos a solucionar semejante soledad con el recurso de la imaginación.

La ciencia avanza que es una barbaridad, como Ricardo de la Vega constató en La verbena de la Paloma (1894)- Gracias a Internet, durante estos últimos años he vuelto a escuchar la canción de aquella tarde con la paseante presencia de una jovencísima Françoise Hardy. La contemplación del vídeo con diferentes subtitulados me provoca una sonrisa de complicidad, como cuando veo a una joven pareja «les yeux dans les yeux et la main dans la main», pero la imagen también me recuerda el respeto que merece la elegancia de quien nace bella y se hace todavía más hermosa gracias a su sensibilidad.




La lección conviene aprenderla porque ayuda a respetar a quienes no comparten esa suerte de la genética o el destino. Justo en aquellos años sesenta, cuando escuchaba a Françoise Hardy y tantas francesas formaban parte de los sueños, acudía al fútbol con mi padre. Allí trabajaba, vendiendo pipas y chucherías, una mujer con el rostro destrozado por un accidente. Los energúmenos que nos rodeaban la llamaban Brigitte Bardot con las consiguientes risotadas, que se repetían domingo tras domingo. Mi padre nunca rio ante semejante bestialidad. Yo tampoco porque hasta le veía algo molesto con la reiterada «broma». Los tiempos y el lugar no permitían ir más allá, pero ese silencio de mi padre fue tan elocuente como el rostro de Françoise Hardy. Aquella mujer, probablemente, no tenía quien le murmurara a la oreja «je t’aime» y se lo merecía por padecer la brutalidad de un país donde la llegada de las Ninette, Ivette, Mireille o Silvie suponía una ráfaga de aire fresco. Y, si eran como Françoise, ni os cuento…

 

 

 

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