Françoise Hardy ha
fallecido. La noticia no por esperada tras una dura lucha contra el cáncer deja
de entristecer a quienes supimos de ella en los años sesenta, cuando en 1962 triunfó
con una canción protagonizada por «tous les garçons et les filles» que paseaban
«dans la rue deux per deux». Apenas tenía cuatro años por entonces, pero el
disco permaneció en casa durante mucho tiempo y la melodía que pronto fue un
himno generacional la escuché junto con otras canciones todavía presentes en el
recuerdo.
A mediados de los sesenta
era demasiado pronto para compartir las andanzas de esos adolescentes
enamorados que, «les yeux dans les yeux et la main dans la main», caminaban
«sans peur du lendemain». Pasaron los años, el miedo era nuestro colega en las
clases sin ni siquiera atisbar un «lendemain» y a principios de los setenta
llegó al instituto, de improviso y fugazmente como corresponde, una lectora de
francés. La joven durante unas semanas sustituyó a la anciana felliniana
encargada de hacernos leer las aventuras de la familia Dupont, aquella para la
cual ir a la «boulangerie» era una hazaña digna de la letra impresa y la
memorización.
La joven de Lyon, que
hablaba un castellano como el de la Ninette de Miguel Mihura, podía ser nuestra
hermana mayor. La sorpresa fue notoria en una clase donde una chica solo era
una referencia de la imaginación. Nadie sabía manejarse ante una presencia
femenina que no fuera avejentada y, supongo, alguna burrada debió escuchar una
lectora que merecía llamarse Mireille o Silvie, unos nombres que garantizaban el
encanto de las «suecas», que solían ser francesas. Al menos, en una España
todavía en blanco y negro donde traspasar la frontera suponía un viaje
galáctico. Si lo queréis comprobar con una sonrisa basta recordar Vacaciones
para Ivette (1964), de José María Forqué o las comedias protagonizadas por
la sin par Ninette en compañía de «un señor de Murcia».
Tras la sorpresa inicial,
la asistencia a clase bajó porque era voluntaria y la chica no ponía la correspondiente falta. Una tarde, para pasmo de quienes seguíamos atentos sus
intentos de mejorar nuestra pronunciación, la lectora trajo un tocadiscos
portátil y una colección de singles con las más populares canciones
francesas. Todavía recuerdo que la última, y repetida por petición de los pocos
asistentes, fue la de Françoise Hardy, que contaba con una carátula donde
aparecía el rostro de la cantante. Nunca lo he olvidado.
Esa tarde aprendí a pronunciar algunos versos en francés, pero sobre todo la lección de maravillarme
ante la belleza serena, elegante y melancólica de una joven que, para pasmo de
quienes entendimos la letra, decía estar sola porque «personne ne murmure ‘je
t’aime’ á mon oreille». Menos mal que, al final de la canción, Françoise se mostraba
esperanzada, tal y como nos explicó la lectora para tranquilidad de unos
jovencitos dispuestos a solucionar semejante soledad con el recurso de la
imaginación.
La ciencia avanza que es
una barbaridad, como Ricardo de la Vega constató en La verbena de la Paloma (1894)-
Gracias a Internet, durante estos últimos años he vuelto a escuchar la canción
de aquella tarde con la paseante presencia de una jovencísima Françoise Hardy.
La contemplación del vídeo con diferentes subtitulados me provoca una sonrisa de complicidad, como cuando
veo a una joven pareja «les yeux dans les yeux et la main dans la main», pero
la imagen también me recuerda el respeto que merece la elegancia de quien nace
bella y se hace todavía más hermosa gracias a su sensibilidad.
La lección conviene
aprenderla porque ayuda a respetar a quienes no comparten esa suerte de la genética o el destino. Justo en
aquellos años sesenta, cuando escuchaba a Françoise Hardy y tantas francesas
formaban parte de los sueños, acudía al fútbol con mi padre. Allí trabajaba, vendiendo
pipas y chucherías, una mujer con el rostro destrozado por un accidente. Los
energúmenos que nos rodeaban la llamaban Brigitte Bardot con las consiguientes
risotadas, que se repetían domingo tras domingo. Mi padre nunca rio ante
semejante bestialidad. Yo tampoco porque hasta le veía algo molesto con la
reiterada «broma». Los tiempos y el lugar no permitían ir más allá, pero ese
silencio de mi padre fue tan elocuente como el rostro de Françoise Hardy. Aquella
mujer, probablemente, no tenía quien le murmurara a la oreja «je t’aime» y se
lo merecía por padecer la brutalidad de un país donde la llegada de las
Ninette, Ivette, Mireille o Silvie suponía una ráfaga de aire fresco. Y, si
eran como Françoise, ni os cuento…
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