El abuelo Pepe fue un
forofo del Hércules C.F., mi padre me llevaba a ver los partidos y hasta la
adolescencia creí firmemente en el «herculanismo». El uso de la razón y la
experiencia de tantas derrotas me curaron de semejante desvarío, aunque me
sigue gustando el fútbol.
Por llevar
la contraria, mis ídolos estaban bajo los palos. Las fotos de los guardametas
luciendo sus habilidades, en especial las palomitas, me encantaban. Las veía cada
semana en la Hoja del Lunes, pero llegado el verano me refugiaba en dos
tomos encuadernados por mi abuelo con los ejemplares del Marca de la
temporada 1954-1955.
La relectura de esas
crónicas era una maravilla veraniega. El Hércules C.F. nunca descendía, que era
lo suyo, sino que al final siempre ocupaba la sexta posición en la tabla clasificatoria
de la 1.ª división, junto a los grandes. Lo insólito suele fascinar.
La noticia de esa machada
no por sabida dejaba de sorprender y, además, consolaba a la luz de
tantas temporadas enfrentándonos al Iliturgi o al Calvo Sotelo, que hasta bien
mayor solo asocié con un equipo de fútbol. Del asesinado don José nada sabía
por entonces.
Las hazañas blanquiazules
de 1954-1955 me gustaban, pero la noticia que cada verano me asombraba estaba
protagonizada por Juan Manuel Fangio, pentacampeón de Fórmula 1. El as
argentino vino a España por entonces y, convenientemente retribuido tal vez,
elogió las prestaciones del Biscúter, un sucedáneo de coche que se empezó a
fabricar en Barcelona poco antes de esta publicidad.
Nunca imaginé a Fangio al
mando de un Biscúter. La posibilidad era una paradoja, pero cada verano al
repasar aquellos tomos del Marca recordaba el artilugio andante que
conocí hacia 1964, cuando el vehículo fabricado en Barcelona ya había dejado
paso al «600» para que fuera un símbolo de la década.
Mi padre tuvo su momento
de emprendedor como tantos pluriempleados del desarrollismo. Lo comprobé años
después al hojear un libro sobre la crianza en casa de pollos y conejos como
fuente de riqueza. El champiñón auguraba un similar resultado. El problema,
claro está, es que la teoría del manual dio paso a la práctica.
Mis mayores evocaron
durante años aquella etapa del emprendedor como una pesadilla poblada de
conejos y pollos. La infancia me eximió de limpiar las jaulas, pero recuerdo
que cada cierto tiempo venía a casa un profesional del ramo propietario de un
Biscúter.
Nadie me lo ha
confirmado, pero creo que este hombre se llevaba animales con el objetivo de
venderlos, era lo lógico, hasta que terminó llevándoselos todos para alivio de
la familia. Mientras tanto, me asomaba a aquel artilugio andante aparcado en la
puerta de la casa. Un vehículo marciano no habría despertado una mayor
curiosidad.
El Biscúter carecía de
marcha atrás, y casi de todo lo propio de un verdadero coche. Cuando el pollero
llegaba, la chiquillería se arremolinaba porque, al cabo de unos minutos, el
propietario requería ayuda: había que dar la vuelta al vehículo a pulso. El
artefacto pesaba 240 kilos y, entre adulos y chiquillos, el solidario acto era
motivo de sonrisas y distracción.
El Biscúter llegó a
incorporar la marcha atrás con el paso del tiempo, aunque se bloqueaba con
facilidad dando pie a anécdotas divertidas. La publicidad de Fangio no lo
redimió y su imagen quedó como una prueba del quiero y no puedo de unos años
cincuenta que acabaron en la bancarrota nacional cuando nací. A partir de 1958
todo mejoró, pero Laureano López Rodó nunca tuvo en cuenta mi contribución.
La mentalidad de los
pioneros y emprendedores por pura supervivencia, sin embargo, quedó vigente y
sería fundamental para el desarrollismo de los sesenta. A veces con fundamento
empresarial y en otras ocasiones concretada en historias donde la ciencia y la
picaresca mantenían una relación equívoca.
Los XXV años de Paz se
celebraron en 1964. La efeméride tuvo una omnipresente vertiente oficial para
dar paso a una nueva etapa de la dictadura. La estudié en algunas de sus
manifestaciones curiosas, pero dediqué un libro -Petróleo, monjas y poetas (2021)-
a las otras caras del año en que supe del Biscúter.
Una de esas historias fue
la del inventor -español, claro está- del motor de agua. La reconstruí con la
ayuda de la familia del pionero que iba a hacer temblar a la industria
petrolífera. La experiencia fue agradable por el cariño de una hermana y la
simpatía de una nieta, pero a ambas nunca les confesé el origen de mi interés:
el invento de aquel motor me recordaba los tiempos del Biscúter y a mi padre,
junto a la chiquillería, dándole la vuelta a falta de marcha atrás. Así era
aquella España en blanco y negro, aunque los historiadores se empeñen en hablar
de otras cuestiones que pocos habrán incorporado a una memoria revitalizada
cada verano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario