miércoles, 27 de agosto de 2025

Recuerdos de veranos y trenes


 

La vejez no es un anuncio de los planes de pensiones con clientes de una espléndida madurez. A veces siento el vértigo por la edad que galopa deprisa y, empequeñecido, me aferro al recuerdo de tantos rostros que dejé atrás a lo largo de unos caminos repletos de cruces donde la separación resultaba inevitable.

La primera vez que salí de España fue en septiembre de 1973. Era un quinceañero y pasé unas semanas en compañía de una familia francesa. Todo lo visto con los ojos bien abiertos era nuevo y distinto, muy distinto, a lo habitual en un país donde todavía resultaba obligatorio el blanco y negro.

Volví solo y en una localidad catalana perdí el tren que debía conducirme a casa. La alternativa era seguir el camino gracias a los que iban en la misma dirección. Ese día probé toda la oferta de RENFE y en un vetusto expreso que cogí en Barcelona ni siquiera había asientos libres.

En los también abarrotados pasillos coincidí con unos jóvenes norteamericanos que, con sus mochilas, viajaban mientras hacían sus pinitos en español. Me contaron lo azaroso de su destino y les correspondí con el azar que había trastocado mi planificado viaje.

Desplegaron su mapa, señalé mi destino, calcularon la distancia y sacaron una casete para que escuchara 500 miles en la versión de Joan Báez. La letra, tan sencilla como evocativa, me la explicaron, compartimos sonrisas y en ese momento supe que llegaría al destino. Agotado, pero contento de haber visto lo desconocido.




La canción quedó en la memoria y, mientras hacía la mili en Cádiz, un amigo me explicó que la mejor versión era la de Peter, Paul and Mary. El «monje urbano» la tenía grabada con sus preferidas. Agobiados por los chunguitos y similares, algún fin de semana, cuando la compañía permanecía solitaria, escuchábamos la casete como si fuera un ritual, donde el soldado incluía palabras en latín para recordar la existencia de la civilización.

En febrero de 1982 me dieron «la blanca». Aquella casete fue lo único que conservé del campamento cuando salí junto con un agricultor manchego y un donostiarra siempre emporrado. Ese día, el de la liberación, no fue una excepción. Tan colgado iba que el vasco me acompañó hasta Almansa, adonde llegamos en un frío amanecer. El helor le despejaría y comprendió que debía ir hacia el norte en vez de buscar el Mediterráneo. Se lo expliqué, vi la sonrisa por primera vez en su rostro de heavy metal y, sorprendido, le regalé la casete porque no debía bendecirle como habría hecho mi amigo.

Varios años después supe que aquel soldado formó parte del batallón que retraté en Quinquis, maderos y picoletos (2014). Duró poco, como los quinquis de pantalones acampanados. El «pico» le atraería más que la melancólica canción. Tal vez tuviera razón y, además, nunca le habría discutido su derecho a vivir deprisa. Yo opté por otros caminos, que incluyeron un libro dedicado a tantos muertos prematuros de mi generación,

Al cabo de los años volví a escuchar la canción de unos EEUU por entonces civilizados. Las quinientas millas ya están casi recorridas, en las estaciones he dejado el recuerdo de compañías fugaces y me aferro a las sonrisas de esos instantes para compartirlas con quienes me rodean.

Las sonrisas de los desaparecidos en los cruces las evoco cada verano, cuando el tiempo parece detenerse. Nunca acierto a saber si el camino será de quinientas millas o menos. La duda permanece, pero en ese tren ahora ocupo el asiento de otro viajero: el gambler, dispuesto a dar un consejo a cambio de un trago y un cigarrillo en una escena sacada de tantas películas norteamericanas:




Mi trabajo es aconsejar a veinteañeros que suben al tren. No pido tragos o cigarrillos porque solo los necesito como espectador. El consejo de las cartas es un texto abierto, pero prevalece la necesidad de conocer el as en la manga para sacarlo en el momento oportuno. De eso se trata, pero sin solemnizar, porque ignoramos si tenemos por delante quinientas millas o bajaremos en la próxima parada. Mientras tanto, más vale evitar ser un boy scout por creer en las letras del folk y el country, recordar a los amigos fugaces que sonrieron y confiar en la suerte de la memoria. También es un as en la manga para evitar vértigos y melancolías.

 

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