martes, 12 de agosto de 2025

El cinismo de Leni Riefensthal


 

Leni Riefenstahl (1902-2003) fue una cineasta tan genial como nazi. La directora de El triunfo de la voluntad (1935) y Olympia (1938), dos películas imprescindibles en cualquier historia del cine, tuvo una estrechísima vinculación con el régimen de Adolf Hitler. Incluso con el propio líder, que confió en su buen hacer cinematográfico para desarrollar una actividad propagandística que, a estas alturas, permanece al margen de cualquier duda.

La directora alemana sobrevivió al nazismo y, tras un período benévolo de condena, permaneció libre de toda responsabilidad por su colaboración con Hitler y Goebels. La circunstancia no es excepcional. Al contrario, los aliados fueron conscientes del grado de penetración del nazismo en la sociedad alemana y optaron por centrar la culpabilidad de lo sucedido en unos pocos nombres. Leni Riefenstahl, amparada en su condición de cineasta, quedó libre y hasta pudo continuar con su carrera.

La decisión de los aliados es polémica y todavía constituye un motivo de debate entre los historiadores. Mucho se ha escrito al respecto y no puedo aportar algo significativo en este sentido. Sin embargo, siempre me sorprendió el grado de cinismo de una Leni Riefenstahl que durante décadas desligó su obra cinematográfica de las tareas propagandísticas del nazismo.


Leni Riefensthal con Adolf Hitler

José Luis Sáenz de Heredia (1911-1992), el director de Franco, ese hombre (1964), no es una referencia inexcusable en la historia del cine universal, pero fue más consecuente que su colega alemana como propagandista de una dictadura. Aparte de dirigir películas geniales como Historias de la radio (1955) y escribir apreciables textos literarios, el cineasta franquista asumió su militancia con rasgos propios de un carácter independiente. Su encuentro en Madrid con Luis Buñuel, cuando el aragonés vino a rodar Viridiana (1961), revivió los tiempos republicanos de Filmófono y propició el abrazo de quien, agradecido por haberle salvado la vida durante la guerra, acogió al exiliado y reanudó una conversación interrumpida durante veinticinco años.

El talante de José Luis Sáenz de Heredia y otros representantes culturales del franquismo siempre me ha hecho pensar que, si hubiera dependido exclusivamente de ellos, la dictadura habría sido menos dramática y más breve. Ningún jerarca del régimen les tuvo demasiado en cuenta, tampoco el propio Franco, pero poco a poco fueron dando muestras de una cierta flexibilidad que sin duda allanó el camino hacia la democracia. De hecho, esta última tuvo un adelanto en la vida cultural sin el consiguiente correlato en otros que fueron mucho más retardatarios.

José Luis Sáenz de Heredia nunca disimuló su trayectoria porque, como individuo alejado de lo cerril, evolucionó hasta el punto de andar en compañía de «la chica ye-yé» y los jóvenes comunistas de la Escuela Oficial de Cine mientras preparaba la hagiografía del Generalísimo. Al cabo de los años, me habría gustado hablar con él para escuchar las sin duda sabrosas anécdotas de un hombre que disfrutó de la vida y nadó entre contradicciones que a veces afloran en sus películas. Leni Riefenstahl, a diferencia de su colega, conoció la derrota política y optó por un cinismo patético para negar lo evidente: su estrecha e intensa colaboración con el nazismo. Nunca habría disfrutado conversando con ella acerca de sus proezas cinematográficas porque, además de cínica, conservó hasta su fallecimiento el fondo intolerante y violento de una nazi.

Al ver el documental Riefenstahl (2024), de A. Veiel, he sentido la repugnancia de quien observa el comportamiento de una mentirosa compulsiva a la búsqueda de las más disparatadas coartadas. Lejos de mostrar un mínimo agradecimiento por la benevolencia con ella de quienes derrotaron al nazismo, la cineasta prueba la incapacidad de buena parte de la sociedad alemana a la hora de reconocer su pasado. Sus excusas no carecen de alguna razón histórica, pero resultan patéticas por la carencia de sinceridad.

Este vínculo con un pasado problemático ha estado presente, como referencia análoga, en el último capítulo de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores. Lo he intentado comprender a la luz de las reflexiones del filósofo Karl Jaspers, imprescindibles cuando se habla de la responsabilidad, siempre individual en primera instancia, por un «pasado oscuro» (Álvarez Junco). Otros autores como Primo Levi también me han ayudado en la tarea.

Al concretar las reflexiones de Karl Jaspers, recuerdo haber encontrado un ejemplo similar al del cinismo de la cineasta. Lo cita Raul Hilberg en Memorias de un historiador del Holocausto (2019), un volumen fundamental para comprender la parcelación de la responsabilidad represiva. El ministro de transportes del régimen nazi y, por lo tanto, responsable de los servicios ferroviarios que conducían a los presos hasta los campos de concentración donde morirían, preguntado al respecto durante los juicios de Núremberg, alegó que solo se trataba de un transporte de viajeros y que, él, a título individual, nada tenía que ver con su trágico destino.


La vía férrea que conducía a Auschwitz. Fuente: RTVE

La condena moral o ética del cinismo como salvaguarda ante cualquier responsabilidad carece de sentido en el trabajo de un historiador, que debe optar por desentrañar las razones de este comportamiento más allá de lo individual. Así he procedido a la luz del caso alemán, con tantos estudios desde la derrota del nazismo, para comprender el paralelismo con lo sucedido en la jurisdicción militar durante la Victoria, que no posguerra. El resultado aparecerá en La colmena, el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores.

 

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