Leni Riefenstahl
(1902-2003) fue una cineasta tan genial como nazi. La directora de El
triunfo de la voluntad (1935) y Olympia (1938), dos películas
imprescindibles en cualquier historia del cine, tuvo una estrechísima
vinculación con el régimen de Adolf Hitler. Incluso con el propio líder, que
confió en su buen hacer cinematográfico para desarrollar una actividad
propagandística que, a estas alturas, permanece al margen de cualquier duda.
La directora alemana
sobrevivió al nazismo y, tras un período benévolo de condena, permaneció libre
de toda responsabilidad por su colaboración con Hitler y Goebels. La
circunstancia no es excepcional. Al contrario, los aliados fueron conscientes
del grado de penetración del nazismo en la sociedad alemana y optaron por
centrar la culpabilidad de lo sucedido en unos pocos nombres. Leni Riefenstahl,
amparada en su condición de cineasta, quedó libre y hasta pudo continuar con su
carrera.
La decisión de los
aliados es polémica y todavía constituye un motivo de debate entre los
historiadores. Mucho se ha escrito al respecto y no puedo aportar algo
significativo en este sentido. Sin embargo, siempre me sorprendió el grado de
cinismo de una Leni Riefenstahl que durante décadas desligó su obra
cinematográfica de las tareas propagandísticas del nazismo.
José Luis Sáenz de
Heredia (1911-1992), el director de Franco, ese hombre (1964), no es una referencia
inexcusable en la historia del cine universal, pero fue más consecuente que su
colega alemana como propagandista de una dictadura. Aparte de dirigir películas geniales como Historias de la radio (1955) y escribir apreciables textos literarios, el cineasta franquista asumió su militancia con
rasgos propios de un carácter independiente. Su encuentro en Madrid con Luis
Buñuel, cuando el aragonés vino a rodar Viridiana (1961), revivió los
tiempos republicanos de Filmófono y propició el abrazo de quien, agradecido por haberle
salvado la vida durante la guerra, acogió al exiliado y reanudó una
conversación interrumpida durante veinticinco años.
El talante de José Luis
Sáenz de Heredia y otros representantes culturales del franquismo siempre me ha
hecho pensar que, si hubiera dependido exclusivamente de ellos, la dictadura habría sido menos
dramática y más breve. Ningún jerarca del régimen les tuvo demasiado en cuenta, tampoco el propio Franco, pero poco a poco fueron dando muestras de una cierta flexibilidad que sin duda allanó el camino hacia
la democracia. De hecho, esta última tuvo un adelanto en la vida cultural sin
el consiguiente correlato en otros que fueron mucho más retardatarios.
José Luis Sáenz de
Heredia nunca disimuló su trayectoria porque, como individuo alejado de lo
cerril, evolucionó hasta el punto de andar en compañía de «la chica ye-yé» y los jóvenes comunistas de la Escuela Oficial de Cine mientras preparaba la hagiografía del Generalísimo. Al
cabo de los años, me habría gustado hablar con él para escuchar las sin duda
sabrosas anécdotas de un hombre que disfrutó de la vida y nadó entre contradicciones que a veces afloran en sus películas. Leni Riefenstahl, a diferencia de su colega, conoció la derrota política y optó por un
cinismo patético para negar lo evidente: su estrecha e intensa colaboración con
el nazismo. Nunca habría disfrutado conversando con ella acerca de sus proezas
cinematográficas porque, además de cínica, conservó hasta su fallecimiento el
fondo intolerante y violento de una nazi.
Al ver el documental Riefenstahl
(2024), de A. Veiel, he sentido la repugnancia de quien observa el
comportamiento de una mentirosa compulsiva a la búsqueda de las más
disparatadas coartadas. Lejos de mostrar un mínimo agradecimiento por la benevolencia con ella de
quienes derrotaron al nazismo, la cineasta prueba la incapacidad de buena parte
de la sociedad alemana a la hora de reconocer su pasado. Sus excusas no carecen de alguna razón histórica, pero resultan patéticas por la carencia de sinceridad.
Este vínculo con un pasado problemático ha estado
presente, como referencia análoga, en el último capítulo de la trilogía
dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores. Lo he intentado
comprender a la luz de las reflexiones del filósofo Karl Jaspers, imprescindibles cuando
se habla de la responsabilidad, siempre individual en primera instancia, por un
«pasado oscuro» (Álvarez Junco). Otros autores como Primo Levi también me han ayudado en la
tarea.
Al concretar las
reflexiones de Karl Jaspers, recuerdo haber encontrado un ejemplo similar al
del cinismo de la cineasta. Lo cita Raul Hilberg en Memorias de un
historiador del Holocausto (2019), un volumen fundamental para comprender la parcelación de la responsabilidad represiva. El ministro de transportes del régimen
nazi y, por lo tanto, responsable de los servicios ferroviarios que conducían a
los presos hasta los campos de concentración donde morirían, preguntado al
respecto durante los juicios de Núremberg, alegó que solo se trataba de un
transporte de viajeros y que, él, a título individual, nada tenía que ver con
su trágico destino.
La condena moral o ética
del cinismo como salvaguarda ante cualquier responsabilidad carece de sentido en el trabajo de un historiador, que debe optar
por desentrañar las razones de este comportamiento más allá de lo individual.
Así he procedido a la luz del caso alemán, con tantos estudios desde la derrota
del nazismo, para comprender el paralelismo con lo sucedido en la jurisdicción
militar durante la Victoria, que no posguerra. El resultado aparecerá en La colmena, el
tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas
y escritores.
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