La cronología es
importante en la historia de la literatura, pero en clase, aparte de
aportar algunas fechas, sobre todo insisto en la edad de los autores cuando escribieron sus
obras. Un dato que, como tantos otros, conviene relativizar para enmarcar su
trascendencia en el contexto histórico donde aparecieron esos dramas, poemas o
novelas.
Los dieciocho años de
Adela, la protagonista de La casa de Bernarda Alba (1936), de García Lorca, ya
no son los de mis alumnas. Los ejemplos relacionados con las distintas valoraciones de las edades son numerosos. El
valor simbólico o connotativo de las mismas varía a lo largo de la historia y la circunstancia también afecta a los autores. No obstante, siempre habrá
obras de juventud, madurez y vejez. Don Quijote forma parte de estas
últimas.
Miguel de Cervantes debió
arrastrar mucho pasado, con las consiguientes derrotas y desilusiones, para escribir su obra
maestra desde la consciencia de un momento de balance. Esta obviedad aparece
explicada en infinidad de estudios, pero la percibimos apenas nos adentramos en
su lectura, especialmente cuando la misma se convierte en una relectura al cabo
de los años.
La memoria no es precisa,
pero recuerdo haber disfrutado con las andanzas del caballero andante poco
después de una licenciatura tan caótica, por darse entre 1975 y 1980, que ni
siquiera incluyó la lectura de la inmortal obra. Ya doctorando solventé esta carencia de manera
autogestionaria como tantas otras. Gracias también a una edición regalada por
mi padre, que pensó en Don Quijote como la obra imprescindible para un
hijo empeñado en ser profesor de literatura.
Nunca he impartido un
curso sobre la narrativa cervantina, pero las referencias a su novela aparecían
en muchos de los estudios consultados para preparar las clases. La consecuencia fue una segunda lectura cuando
obtuve la cátedra con la madurez de los cuarenta. Entonces la comprendí mejor y empecé a
disfrutar de mi propia lectura, la ajustada a mis inquietudes como lector.
Hace un par de años participé
en las andanzas quijotescas con la conciencia de una edad similar a la del
autor cuando las escribió. El resultado fue luminoso. Por eso comprendo y comparto el
apego de Antonio Muñoz Molina a una novela que le he acompañado desde joven. Un
amor traducido en dedicación quintaesenciada por el paso del tiempo, justo el
necesario para alcanzar la sabiduría que destila cada página de El verano de Cervantes (2025).
Antonio Muñoz Molina es
de mi quinta, como la mayoría de los autores que sigo desde hace décadas porque
son «los amigos de las estanterías». Y, de la misma forma que disfruté con su Ardor
guerrero (1995), gracias a compartir una mili a principios de los ochenta, ahora después de otras muchas lecturas de sus obras he disfrutado con el
relato de sus experiencias como lector en torno a una novela de la que nunca
dejaremos de hablar.
La conversación con el autor ha sido
fructífera y, al dejar el libro en la estantería, también he colocado El
último vuelo (2025), de Fernando Castillo, un amigo al que sigo desde hace
años. El prólogo de este último viene firmado por Antonio Muñoz Molina como
gesto de admiración y amistad. Lo leí y mentalmente subrayé la idea de la
gratuita curiosidad que preside la creación de los ensayos dedicados por
Fernando Castillo a una época histórica, la situada entre los años treinta y
cincuenta, donde siempre acierta a iluminar lo secundario, que acaba siendo lo
más clarificador.
Tal vez sea vanidad
situarme junto a dos amigos de las estanterías, pero Antonio, Fernando y yo
andamos por la misma edad. Me correspondería el papel del hermano pequeño. Al
cabo de las décadas, la experiencia se iguala y puede ser compartida. También
las lecturas enriquecidas por años donde la ficción y la realidad han
protagonizado un diálogo del que toca aprender para hacer el correspondiente arqueo.
El balance suele prologar
el final, pero es un momento de libertad para escribir o leer al margen
de cualquier imperativo, sin atenerse a intereses circunstanciales dejados atrás porque hemos
vivido lo nuestro. Esa libertad alumbró una obra genial. La equiparación con su
autor sería absurda. No obstante, queda la idea de aprovechar al máximo un período con las ambiciones remansadas. El objetivo pasa por escribir desde la memoria y la experiencia gracias a una brújula que señala un
norte donde prevalece el placer de la conversación con los amigos a quienes
deseamos contar viejas historias, las conocidas a fondo. Las hechas nuestras
por el paso del tiempo.
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