domingo, 10 de agosto de 2025

Un máster en ganchillo y bolillos


 

El estado natural de mi abuela, al menos por las tardes, era sentada, el pelo recogido en un moño, las gafas justo en la punta de la nariz y afanada con el ganchillo. Así horas y horas, mientras escuchaba la radio o vigilaba mis correrías por las aceras de una calle sin tráfico apenas.

La consecuencia eran tapetes de ganchillo repartidos por toda la casa. Tampoco fuimos originales en este sentido. Solo nos singularizamos cuando mis padres descartaron la compra de un toro o una sevillana para decorar el televisor, con tapete, que llegó a casa en 1963. La proclamación de Pablo VI fue nuestro debut familiar como espectadores. Menos mal que pronto triunfaron los Monster de «tenebroso recuerdo».

Mi abuela dibujaba su firma, pero poseía unas probadas cualidades en cuestión de matemáticas aplicadas. Jamás la vi contar los puntos dados al ganchillo. Aquella cuenta la debería llevar de una forma misteriosa porque, al final, el dibujo del encaje era simétrico.

Su memoria también era motivo de asombro familiar y vecinal. Mientras hacía las tareas domésticas, ella cantaba como tantas mujeres de la época. Su especialidad era el cuplé con letra digna de Rafael de León, sin menoscabo de algunas canciones de las sicalipsis de sus veinte años, que también fueron los del siglo.

La primera vez que supe de las andanzas de «la pulga», que desde 1906 se solazaba donde no debía, fue gracias a mi abuela. La cantaba con toda la letra y la necesaria picardía, tan ingenua, para hacerme reír con la gestualidad aprendida en su juventud: «rápida salta y se esconde/ ya me ha picado y no sé dónde».

Esas pulgas juguetonas, pasadas las décadas, son tan entrañables como los recuerdos de una generación de mujeres dispuesta a disfrutar de «los felices veinte», aunque la pareja fuera obrero metalúrgico y serio como un palo. Muchos años después, atento a las desventuras de algunas vedettes y cupletistas, averigüé el origen de una canción resucitada por Sarita Montiel, que por entonces y a mi edad formaba parte de lo prohibido. Se decía que, cuando aparecía en la pantalla, la temperatura de los cines aumentaba y eso, claro está, «no tiene solución»:




Aquellas canciones y las romanzas de las zarzuelas a veces se interrumpían por alguna circunstancia. El momento era de expectación familiar, pues con independencia del tiempo transcurrido la abuela las retomaba justo donde las había dejado. El botón de Pause no suponía el olvido para quien me enseñó canciones ahora recuperadas en mis trabajos u ocios sin conseguir memorizar las letras. En caso de duda, consulto a la compañera de toda la vida, que las recuerda y me sorprende.

Manuel Vicent recrea una memoria más remota, pero que comparte anécdotas comprensibles para mi generación. El novelista ha evocado la salida hacia el colegio para asistir a las clases vespertinas. Las radios estaban encendidas en todas las casas y con las mismas canciones en su sintonía. De hecho, Manuel al principio podía escuchar el planteamiento -«él vino en un barco de nombre extranjero»-, saber del nudo a la altura de la siguiente manzana -«y voy sangrando lentamente/ de mostrador en mostrador»- y llegar al colegio cuando el polivalente desenlace sonaba en cada casa: «Mira su nombre de extranjero/ escrito aquí, sobre mi piel./ Si te lo encuentras, marinero, dile que yo muero por él». ¿La había dejado embarazada o era una pasión desatada?

Yo no disfruté de esa maravilla de la canción itinerante porque en los sesenta la televisión empezó a sustituir a la radio. No obstante, cuando las emisiones cesaban a primera hora de la tarde, los seriales todavía estaban presentes en cualquier casa. Hace años escribí sobre las andanzas de Guillermo Sautier Casaseca, «el rey de la lágrima» (Un franquismo con franquistas, 2019). El personaje era de cuidado, de mucho cuidado, pero reconstruí su trayectoria con el cariño que merece el recuerdo compartido.

Ahora, cuando tanta gente recurre a la IA para menesteres propios del saber escribir o simula un CV plagado de títulos con algún término en inglés, comprendo que mi abuela hizo uso de su inteligencia natural para cursar un máster en ganchillo. Incluso, provista de un mundillo, se doctoró en bolillos con puntos como «el de la loca» o encajes propios de la frivolité.

Y, además, puso una banda sonora al arreglo de la casa sin necesidad de la tecnología. Lola mantuvo la memoria de lo escuchado cuando era joven, aunque -ya en sus últimos años- aceptó que algún meritorio presentado por «el Íñigo» de la televisión pudiera equipararse a Manolo Escobar, que cantaba a su «madrecita» para alegrar a tantas mujeres de aquella generación. Sin generalizar, fueron numerosas las que pasaron por la vida dando mucho a cambio de casi nada.

Esas abuelas más sonrientes que cascarrabias fueron jóvenes. Así me gusta imaginarlas con la ayuda  de mi trabajo como historiador porque merecen el agradecimiento por el tiempo dedicado a cuidarnos, el deseo de mantener viva su memoria y la voluntad de testimoniar los límites de unos silencios que, a menudo, resultaron obligatorios porque formaban parte de una derrota mucho más entrometida que la contumaz pulga.

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