Varietés y república
domingo, 17 de marzo de 2024
Los familiares de las víctimas
miércoles, 13 de marzo de 2024
La condena a muerte del comediógrafo César García Iniesta
miércoles, 6 de marzo de 2024
Una jornada con Marc Carrillo, catedrático de Derecho Constitucional
viernes, 1 de marzo de 2024
Presentación de Las armas contra las letras
https://web.ua.es/es/actualidad-universitaria/2024/marzo2024/1-10/el-catedratico-de-la-ua-juan-antonio-rios-carratala-presenta-su-libro-las-armas-contra-las-letras.html
El próximo martes 5 de marzo, a las 19 horas y en la librería 80 Mundos de Alicante, presentaré Las armas contra las letras en compañía de mis amigos los profesores Ángel Luis Prieto de Paula y José Luis V. Ferris. Justo al anunciar la presentación he sabido de una reimpresión del original por el buen ritmo de las ventas. La noticia de esta segunda edición al cabo de dos meses desde la aparición del libro es un aliciente para culminar la segunda entrega de la trilogía.
Os paso una selección de las fotos tomadas por mi hijo Antonio que, aparte de ser un científico de datos a punto de leer su tesis doctoral en la Universidad de Alicante, es un excelente fotógrafo siempre interesado por conocer los valores democráticos en los que le hemos formado para rechazar cualquier totalitarismo:
miércoles, 28 de febrero de 2024
La «agüita amarilla» de Pablo Carbonell
La tarea, que no empeño,
de envejecer resulta complicada. A mi alrededor observo ejemplos patéticos que
espantan a cualquiera. Los protagonizan quienes otrora me acompañaron como
referentes y, al cabo de tantos años, los veo avinagrados, mentalmente fofos y
dispuestos a predicar desde un sobrevenido e interesado conservadurismo que va
mucho más allá de la política. Su afán de protagonismo, de permanecer en
candelero, aunque sea a costa de la coherencia con su pasado, equivale a la
imagen del viejo que todavía se cree galán. Cervantes retrató al tipo y
conviene frecuentar a los clásicos para evitar el ridículo.
La tarea de envejecer con
cierto decoro también incluye la observación de otros ejemplos que me animan
con una sonrisa propia de lo entrañable, de aquello que puede estar lejos de ti
durante años, hasta casi olvidarlo, pero cuando vuelve lo hace con fuerza.
Gracias a un vídeo convertido en viral, me he reencontrado con Pablo Carbonell,
un vete a saber qué de mi generación capaz de hacerme recitar un monólogo
interior sobre «mi agüita amarilla» desde los años ochenta. Ahora le veo calvo,
canoso y con una respetable barriga, incluso con una probable hiperplasia
benigna, pero dispuesto a cantar de nuevo el onírico relato del devenir de ese
líquido elemento que a todos nos termina por empapar. Claro está que, después
de beber más de cuarenta cervezas, y acompañado de una orquesta sinfónica.
El «viejo profesor», Enrique Tierno Galván, me impactó cuando siendo estudiante le escuché en una entrevista radiofónica. Allí explicó, con aires doctorales, que un individuo de mi edad ya debía estar definido en lo fundamental. A partir de entonces, todo era cuestión de profundizar para mejorar. La idea era seductora y me pregunté por mi definición. Tal vez no respondiera al ideal de don Enrique por falta de trascendencia, pero tampoco le disgustaría porque el catedrático convertido en alcalde gustó de la marcha y hasta sonrió con picardía ante la fuerza de la Naturaleza encarnada por Susana Estrada o Flor Mukudy, una miss guineana de 1983 a la que preguntó si trabajaba o estudiaba, según cuenta mi amigo Javier Valenzuela.
Pablo Carbonell, al que
no imagino en un aula universitaria con la aplicación de un doctorando, también
debió escuchar al «viejo profesor». Cumplidos los sesenta, sigue cantando el
inolvidable éxito de Los toreros muertos en los años ochenta, pero con
la sabiduría que aporta la experiencia y en compañía de la apabullante
perfección de una orquesta sinfónica completada con unos coros dignos del Carmina Burana. La combinación provoca una sonrisa de admiración. En mi caso se
extiende a la coherencia de un entrañable gamberro que todavía ejerce como tal
para desesperación de los biempensantes y ofendidos con pretensiones de
censores.
Hace muchos años, cuando
Pablo Carbonell y yo andábamos en la veintena, compartimos el onírico devenir
de aquella «agüita amarilla» como venganza ante tantos tipos incapaces de
sonreír. Él, más gamberro y lanzado, lo hizo con gracia singular. Yo, desafinado
y nada gracioso, trasladé esa venganza a un monólogo interior tan indigno de
Joyce como eficaz para soportar la estulticia de unos tiempos que parecen
condenados a ser menguados.
Ahora, ambos, cuando
hasta el arco de la micción supone un motivo para la elegía, seguimos sonriendo
con espíritu gamberro. Él cantando y triunfando con una orquesta sinfónica. Yo
escribiendo como catedrático a punto de ser emérito, pero con la misma retranca
y guasa que preciso para afrontar la mediocre banalidad de quienes
protagonizaron el Glorioso Movimiento Nacional y similares.
Dudo que Pablo y yo pasemos
a la historia como discípulos de don Enrique, pero cada uno en lo suyo hemos
hecho la mismo, perfeccionándolo, durante cincuenta años. A estas alturas, cabe
volver a tomar más de cuarenta cervezas y comprobar, con el asombro propio de
lo bien conocido, que esa «agüita amarilla» terminará cayendo sobre nuestras
cabezas. Nosotros lo sabemos y reímos, mientras que otros lo ignoran y
defienden la razón de la sin razón, donde el líquido elemento ni está ni se le
espera. Allá ellos, porque tanta razón trascendente acaba en el dogma y el
mismo siempre envejece mal. Puestos a emprender la tarea, que no empeño, merece
la pena hacerlo con la compañía de una sonrisa gracias al amigo convertido en
un viejo gamberro:
sábado, 24 de febrero de 2024
La sonrisa de Malik
El estudio de los
consejos de guerra contra escritores y periodistas durante el período 1939-1945
es una tarea que requiere, de vez en cuando, un descanso para recuperar el
humor. La mirada se encallece al observar tanta intolerancia y violencia.
Conviene, por lo tanto, recuperar la blandura de aquello que nos resulta
entrañable y provoca sonrisas como las disfrutadas muchos años antes, cuando la
infancia o la juventud te aportaba una sensación de plenitud.
Ayer, gracias al Circo
Raluy Legacy, disfruté de una estupenda velada circense rodeado de chavalines
que podían ser mis nietos. Junto a ellos reí y me emocioné viendo lo que era
una novedad para quienes me acompañaban con una sonrisa infantil. La mía, por
desgracia, es fruto de muchas experiencias similares, que me conducen a una
larga historia de empatía con el más clásico mundo del circo.
Durante más de cincuenta
años he visto los más variados espectáculos circenses, pero mi entusiasmo de
ayer se deriva de algo que muchas veces explico en clase: la mejor manera
de avanzar es volver a las raíces, a la esencia de aquello que se ama y se
pretende revitalizar. El Circo Raluy Legacy lo consigue con el acierto de los
artistas modestos, que suelen ser mis preferidos por múltiples motivos.
La velada estuvo repleta
de sensaciones reencontradas, pero hubo momentos especiales gracias a unas
melodías de la banda sonora que siempre me han acompañado cuando necesito
ánimos para sobrellevar la dureza del trabajo, la intolerancia de quienes nos
atacan por nuestras publicaciones o el cansancio de encaminarse hacia una
jubilación tardía sin haber tenido un mínimo de descanso.
Entre esas melodías que
recupero periódicamente figuran de manera destacada las compuestas por Nino
Rota para Federico Fellini. Algunas de ellas, verdaderamente excepcionales,
están vinculadas al mundo del circo, que tanto amó un cineasta italiano al que
vuelvo una y otra vez en busca de imágenes para el recuerdo y la sonrisa que
puede ser tan triste como vital porque descansa en una mirada comprensiva.
Cada cierto tiempo veo La
strada (1954), la más intensa y dramática historia de amor que conozco,
para emocionarme con la rudeza de Zampanó y la inocencia de Gelsomina. Me
aburre el amor rosáceo y prefiero el que nunca se manifiesta porque subyace
como un hilo conductor, aunque sea para desembocar en un final dramático como
en la película de Fellini. El mundo del circo, el más modesto, está en esas
imágenes en blanco y negro que recupero con emoción a los sones del maestro
Nino Rota, que tantas veces me acompaña:
Sin embargo, la película
de Federico Fellini que he visto más veces, no por ser la mejor de su
producción, es I clowns (1970). La descubrí con emoción siendo un
estudiante asombrado ante aquella elegía del mundo de los payasos, cuyos
protagonistas vivían por entonces olvidados en residencias de ancianos o en
rincones alejados de la fama. Eran unos juguetes rotos que merecían el respeto
del agradecimiento. He aprendido a mirar de la mano del cineasta italiano y
concebir con la imaginación un mundo donde la música de Nino Rota es
imprescindible. Cada cierto tiempo recupero esta película y, vista cumplidos los sesenta, tan lejos de aquellos tiempos donde era un estudiante, observo que
la elegía ha pasado a ser protagonizada por el propio cine de Federico Fellini
y, con él, la elegía también abarca un tiempo que es el mío y ahora se conjuga
en un inevitable pasado. Cuando llega este momento donde la tristeza es
compatible con la esperanza, aquella que solo descansa en la tarea realizada
durante toda una vida, salgo en busca de un payaso que andará protegiéndome en
ese cielo de los ateos que confiamos en el humor como única salvación. Y, claro
está, cojo la trompeta para llamar a Fru Fru tras pronunciar unas palabras en
el más maravilloso italiano:
Vuelvo una y otra vez a
estas películas que me han enseñado a vivir al margen de la intolerancia y la
violencia, con una sonrisa que procuro compartir y que me salva de tanto odio
que he sentido hacia mi persona por parte de quienes no admiten la superación
del pasado. A ellos, a esos que pretenden convertirme en un personaje sectario
capaz de propagar el odio, ¡vaya imaginación!, nunca les contestaré con el
lenguaje del insulto porque tengo un secreto. Cuando algo se vuelve
insoportable me voy de la mano de Malik y a los sones de un vals. Así me
convierto en un sonámbulo capaz de andar por los aires y, al final de Papé
está de viaje de negocios (1985), mirar hacia atrás con una sonrisa que
desarma diciendo, supongo, «Ahí os quedáis…». Yo, mientras tanto, ando por los
aires gracias a Emir Kusturica, Federico Fellini, Nino Rota y tantos otros que
me han emocionado con los mismos argumentos que ayer lo hizo el Circo Raluy
Legacy. Gracias por enseñarme a mirar sin el menor atisbo de odio o
intolerancia.