La añoranza es peligrosa,
pero a veces resulta imposible no sucumbir ante los motivos que la provocan.
Esta semana se han sucedido a un ritmo vertiginoso. A veces por noticias que
nos recuerdan un momento de felicidad, como cuando hace cincuenta años
descubrimos la posibilidad de acabar con una dictadura cercana, y en otras
ocasiones por motivos personales, relacionados con amigos que nos abandonan
definitivamente y otras personas cercanas cuyas enfermedades anuncian un fin
próximo. El tiempo de la vida, por razones obvias, entra en la última etapa y
entonces parece inevitable agarrarse al recuerdo de esa brevedad que siempre condiciona
la presencia de la felicidad.
La memoria es una
agarradera para preservar esos momentos, inevitablemente fugaces, donde tuvimos
la ilusión de superar viejos problemas o escapar de otros cuyo peso era
insoportable. La utilizo, aun a sabiendas de sus peligros, porque ya no es
cuestión de privarse de algún motivo de felicidad. El tiempo del rigor y la
austeridad nunca termina cuando trabajamos como historiadores, pero también
somos humanos necesitados de una sonrisa, una ocurrencia o un sentimiento
compartido con quienes nos hicieron felices.
Las imágenes ayudan a
sustantivar la memoria y la música la potencia con el añadido de una añoranza
que, tomada a pequeños sorbos, resulta imprescindible, aunque sepamos que lo
único digno de provocarla es la juventud o la etapa en que fuimos el centro de
todo. Pasó y, sin el consuelo de la legión de animadores con frases
estereotipadas, cuando las malas noticias me abruman intento reavivar algún
antídoto y lo comparto con quien me acompaña desde los tiempos de aquella
revolución de los claveles en Portugal.
Cada 25 de abril, como si
se tratara de un ritual, escuchamos la canción emblemática de aquel
acontecimiento histórico que tantas ilusiones despertó en quienes necesitábamos
creer que la dictadura podía terminar. Y, si lo hacía al despertar en un día
primaveral, de repente, mucho mejor. Lo vimos en Portugal, nunca lo pudimos
trasladar a España, donde el cambio fue lento, dificultoso y repleto de
contradicciones o límites. Jamás tuvimos ese día pleno de felicidad en torno a
unos claveles, pero al final llegamos a una libertad siempre amenazada, ahora
mismo también, que aprendimos a defender sin la recompensa de colocar un clavel
en un fusil y escapar en compañía de la joven que amábamos, como sucede en este
vídeo que recuerdo cada año:
Siempre me pregunto a dónde fue la pareja que parece escapar por una calle de Lisboa, dejando atrás la multitud. La respuesta la conozco y comparto con esas personas anónimas, ahora ancianas si no han fallecido, la sonrisa del recuerdo solidario por una jornada de revolución y amor, que son dos conceptos plúmbeos, aunque imprescindibles para algún momento de bajón.
Solo la memoria es capaz
de superar la distancia marcada por la muerte, esa cabrona que nos arrebata los
seres cercanos y nos recuerda un destino sin los consuelos de tantos
predicadores en los que nunca he creído. El hilo de comunicación con los
ausentes es fino. También frágil, pero lo mantenemos tenso cada vez que
recordamos, aunque sea durante un instante que puede llevarnos a soltar algunas
lágrimas.
La generación de mi
hermano mayor, que ahora tendría 76 años, está desapareciendo o se encuentra en
la antesala de esas enfermedades que solo se sobrellevan a base de ánimo. Lo
veo cada día, recibo las inevitables noticias que me conmocionan y, a veces, como
antídoto, recuerdo una mañana compartida con quien ya nunca pudo levantarse de
la cama. Ese día, con mi móvil, rescaté el vídeo de una canción de Ray Charles,
la escuchamos con la debida devoción y, a continuación, pregunté a Pepe si la
cantó en aquel recital que dio en El Gallo Rojo, cerca de nuestra casa y al
que, sin haber podido asistir, acabamos asistiendo mediante la imaginación con
la seguridad de saber las canciones cantadas y cualquier otro detalle.
La broma la compartíamos
como tantas otras complicidades, en donde la admiración por la voz de Ray
Charles era un motivo entre otras maravillas capaces de justificar una vida. La
canción habla del amor mantenido a pesar de la distancia. También la memoria
salva cualquier ausencia, nos hace felices durante unos instantes de recuerdos
compartidos y, justo a continuación, la dejamos en su sitio porque todavía
estamos vivos. Y «merece la pena» seguir buscando voces como la de Ray Charles
para sobrellevar el lodo de quienes hacen de su mediocridad un exhibicionismo gritón,
desafinado y cazallero.
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