sábado, 27 de abril de 2024

Ray Charles estuvo cerca


 

La añoranza es peligrosa, pero a veces resulta imposible no sucumbir ante los motivos que la provocan. Esta semana se han sucedido a un ritmo vertiginoso. A veces por noticias que nos recuerdan un momento de felicidad, como cuando hace cincuenta años descubrimos la posibilidad de acabar con una dictadura cercana, y en otras ocasiones por motivos personales, relacionados con amigos que nos abandonan definitivamente y otras personas cercanas cuyas enfermedades anuncian un fin próximo. El tiempo de la vida, por razones obvias, entra en la última etapa y entonces parece inevitable agarrarse al recuerdo de esa brevedad que siempre condiciona la presencia de la felicidad.

La memoria es una agarradera para preservar esos momentos, inevitablemente fugaces, donde tuvimos la ilusión de superar viejos problemas o escapar de otros cuyo peso era insoportable. La utilizo, aun a sabiendas de sus peligros, porque ya no es cuestión de privarse de algún motivo de felicidad. El tiempo del rigor y la austeridad nunca termina cuando trabajamos como historiadores, pero también somos humanos necesitados de una sonrisa, una ocurrencia o un sentimiento compartido con quienes nos hicieron felices.

Las imágenes ayudan a sustantivar la memoria y la música la potencia con el añadido de una añoranza que, tomada a pequeños sorbos, resulta imprescindible, aunque sepamos que lo único digno de provocarla es la juventud o la etapa en que fuimos el centro de todo. Pasó y, sin el consuelo de la legión de animadores con frases estereotipadas, cuando las malas noticias me abruman intento reavivar algún antídoto y lo comparto con quien me acompaña desde los tiempos de aquella revolución de los claveles en Portugal.

Cada 25 de abril, como si se tratara de un ritual, escuchamos la canción emblemática de aquel acontecimiento histórico que tantas ilusiones despertó en quienes necesitábamos creer que la dictadura podía terminar. Y, si lo hacía al despertar en un día primaveral, de repente, mucho mejor. Lo vimos en Portugal, nunca lo pudimos trasladar a España, donde el cambio fue lento, dificultoso y repleto de contradicciones o límites. Jamás tuvimos ese día pleno de felicidad en torno a unos claveles, pero al final llegamos a una libertad siempre amenazada, ahora mismo también, que aprendimos a defender sin la recompensa de colocar un clavel en un fusil y escapar en compañía de la joven que amábamos, como sucede en este vídeo que recuerdo cada año:


Siempre me pregunto a dónde fue la pareja que parece escapar por una calle de Lisboa, dejando atrás la multitud. La respuesta la conozco y comparto con esas personas anónimas, ahora ancianas si no han fallecido, la sonrisa del recuerdo solidario por una jornada de revolución y amor, que son dos conceptos plúmbeos, aunque imprescindibles para algún momento de bajón.

Solo la memoria es capaz de superar la distancia marcada por la muerte, esa cabrona que nos arrebata los seres cercanos y nos recuerda un destino sin los consuelos de tantos predicadores en los que nunca he creído. El hilo de comunicación con los ausentes es fino. También frágil, pero lo mantenemos tenso cada vez que recordamos, aunque sea durante un instante que puede llevarnos a soltar algunas lágrimas.

La generación de mi hermano mayor, que ahora tendría 76 años, está desapareciendo o se encuentra en la antesala de esas enfermedades que solo se sobrellevan a base de ánimo. Lo veo cada día, recibo las inevitables noticias que me conmocionan y, a veces, como antídoto, recuerdo una mañana compartida con quien ya nunca pudo levantarse de la cama. Ese día, con mi móvil, rescaté el vídeo de una canción de Ray Charles, la escuchamos con la debida devoción y, a continuación, pregunté a Pepe si la cantó en aquel recital que dio en El Gallo Rojo, cerca de nuestra casa y al que, sin haber podido asistir, acabamos asistiendo mediante la imaginación con la seguridad de saber las canciones cantadas y cualquier otro detalle.

La broma la compartíamos como tantas otras complicidades, en donde la admiración por la voz de Ray Charles era un motivo entre otras maravillas capaces de justificar una vida. La canción habla del amor mantenido a pesar de la distancia. También la memoria salva cualquier ausencia, nos hace felices durante unos instantes de recuerdos compartidos y, justo a continuación, la dejamos en su sitio porque todavía estamos vivos. Y «merece la pena» seguir buscando voces como la de Ray Charles para sobrellevar el lodo de quienes hacen de su mediocridad un exhibicionismo gritón, desafinado y cazallero.






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