Los sumarios de los
consejos de guerra, como cualquier situación extrema, testimonian lo mejor y lo
peor de la condición humana. Desde la solidaridad y el agradecimiento hasta la
voluntad de venganza y exterminio del considerado como enemigo. El historiador
debe tener la sensibilidad encallecida, afrontar con cierto distanciamiento
esta evidencia y tratar de comprender los comportamientos sin necesidad de
justificarlos.
Al terminar la guerra,
los vencedores alentaron la denuncia o la delación para perseguir a los
derrotados. Este recurso quedó institucionalizado hasta el punto de existir
formularios para facilitar la tarea de quienes decidían acusar a un vecino, un
compañero de trabajo o cualquier persona de la que tuviera sospechas, aunque no
las pudiera probar. El riesgo para el denunciante era nulo y, por supuesto,
cabía pensar en beneficios, que a veces pasaban por el disimulo del pasado de
la persona dispuesta a denunciar para que nadie indagara acerca de sus propios
hechos.
La venganza está muy
presente en estas cartas de denuncia o en los formularios para sustanciar el
mismo objetivo. Se supone que así es por razones políticas o ideológicas, pero
a menudo también aparecen otras menos decorosas que no excluyen el propósito de
apropiarse de los bienes del denunciado.
De acuerdo con la
mentalidad imperante en la época, entre estos bienes está la mujer del prójimo,
que bien podía ser un «rojo peligroso» digno de ser encarcelado y así
desaparecer como obstáculo. A lo largo de los dos primeros volúmenes ya he
encontrado varios ejemplos donde un vencedor, enamorado o encaprichado, trata
de resolver un «asunto de faldas» mediante la denuncia del rival.
Los instructores de los
sumarios evitan preguntar en estos casos y aparentan no darse por enterados,
aunque dudo que así fuera en realidad. Un juzgado militar no era el sitio
adecuado donde afrontar semejantes conflictos, pero los mismos subyacen en algunas
declaraciones interesadas cuya motivación solo la podemos captar a partir de
detalles, datos, incoherencias y errores de quienes, como denunciantes, no
solían hilar fino.
En este contexto, el caso
del periodista y capitán Francisco Anaya Ruiz, el letrista del himno
republicano compuesto en 1931 junto con su hermana Adela, llega a los extremos
de lo risible si no fuera por el dramatismo del momento. El dos veces detenido
en Madrid durante la guerra tenía en la calle Ramón de la Cruz un vecino y
amigo dispuesto a aprovechar la situación. El individuo en cuestión,
desesperado al ver que su rival salía de la cárcel y no era perseguido por los
vencedores, le denunció como republicano en reiteradas ocasiones recurriendo a
diversos nombres y hasta suplantando a compañeros del denunciado.
La historia de estas
denuncias, que llegaron a desesperar al auditor de guerra, se prolongó durante
varios años hasta que, gracias a la sirvienta del denunciante, el denunciado
supo que el vecino andaba con su esposa en una casa de «mala nota» sita en la
calle de Alcalá. Allá iría el capitán en compañía de la policía y la denunció
por adúltera, mientras que el galán salía indemne como era costumbre en la
época.
El resultado del
posterior juicio por adulterio lo desconocemos, pero en el juzgado militar
debió declarar el encaprichado con una mujer de cuarenta y tres años. El
soldado que rellenó la ficha del declarante, en el apartado de la edad, escribió
a máquina que era «mayor de edad». Alguien, espantado ante lo visto o con
sentido de humor, añadió a mano que el teniente coronel que denunciaba al
capitán para quedarse con su esposa tenía ochenta y un años.
El anciano entusiasta
negó los hechos con la firmeza de un partícipe del Glorioso Movimiento Nacional
y debemos concederle la presunción de inocencia. Incluso es posible que su
único deseo fuera librar a la esposa de un capitán que, en realidad, era un
sujeto de cuidado. Vete a saber. Lo único evidente es que esta historia, digna
de la pluma de un literato, revela lo que también se escondía en estos
sumarios: una insoportable sensación de mediocridad como la otra cara de la
Victoria obtenida por los «martes de carnaval» que Valle-Inclán sometiera a la
mirada del esperpento.
Por cierto, el
denunciante de estilo ampuloso tenía la letra temblorosa y, como galán, cuesta
imaginarlo.
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