Este año recién estrenado celebramos el cincuentenario del fallecimiento del general Franco. La efemérides propiciará numerosas iniciativas desde diferentes ámbitos. Ya tendremos tiempo de realizar el correspondiente balance. Mientras tanto, participaré en algunos actos y publicaré nuevos trabajos sobre el franquismo, que siempre he considerado como una cuestión colectiva protagonizada por los franquistas más allá del incuestionable papel atribuido al dictador.
Puestos a expresar deseos para el año 2025, desearía que el conocimiento de la España de 1975, tan distinta de la actual, nos permitiera asomarnos con un sentido crítico a un pasado cercano donde la intolerancia y la violencia fueron omnipresentes. Los consejos de guerra que analizo en la actualidad las ejemplifican en un momento inicial de la dictadura que marcó su devenir sin asomo de arrepentimiento o autocrítica. Al contrario, los franquistas hicieron uso de las mismas siempre que de alguna manera sintieron amenazada su omnipotencia alcanzada por la fuerza de las armas.
Al volver la vista atrás y afrontar la cultura franquista, en varias ocasiones he señalado la mediocridad y la intolerancia como características necesariamente unidas. Los ensayos que he dedicado a este período incluyen numerosas muestras de un comportamiento donde resulta difícil deslindar ambas. El resultado, en cualquier caso, fue demoledor para la convivencia y caló hondo en una sociedad incapaz de aceptar al otro, con sus diferencias y peculiaridades, en un clima presidido por la libertad de expresión, que también ampara lo que en un momento determinado nos molesta o perturba.
A lo largo de estos cincuenta años hemos avanzado en lo referente a la tolerancia. Ahora mismo nos asombraríamos si retrocediéramos hasta 1975 y nos encontráramos con las mentalidades habituales en un franquismo sociológico acostumbrado a la unanimidad por imperativo del régimen. No obstante, la evolución no ha sido lo satisfactoria que cabría desear y, sobre todo, desde hace unos pocos años observamos síntomas de un retroceso auspiciado por grupos incapaces de tolerar la convivencia con «el otro», que en un momento determinado puede ofenderte por sus creencias o la falta de las mismas.
Yo, como agnóstico, podría ofenderme a menudo ante determinadas manifestaciones de las religiones monoteístas. Al igual que quienes prescinden de las mismas, prefiero confiar en el avance del racionalismo para erradicar las creencias atávicas capaces de atentar contra los derechos humanos. Esta confianza fortalece la tolerancia y hasta el espíritu de comprensión, que incluye a quienes se sitúan en mis antípodas. La comprensión no implica la justificación y resulta imprescindible para mantener un sentido crítico amparado en la ponderación.
Si a lo largo de 2025 nos asomamos a lo sucedido en 1975, deseo que salgamos más tolerantes al comprobar las consecuencias para la convivencia de un franquismo sociológico tan mediocre como intolerante. El mismo perdura entre amplias capas de la población y, por si tuviéramos alguna duda, justo con el comienzo del año ya se ha manifestado. La excusa ha sido la exhibición de la mascota de un programa televisivo por parte de una mujer a la que los ultras llevan semanas ofendiendo por su aspecto físico.
Si la dichosa estampita te molesta u ofende tu religiosidad, siempre puedes cambiar de canal y ver otras campanadas como las de «toda la vida». La decisión forma parte de la libertad que nos ampara gracias a la democracia. Con Franco vivo, y hasta después de su muerte, no cabía elección alguna, salvo la de apagar la televisión.
Yo nunca utilizaría un símbolo religioso por la simple razón de que no creo en los mismos. Ni siquiera para ridiculizarlos o darles la vuelta de forma irónica. Es mi opción, pero acepto que Lalachus o quien sea piense de manera distinta. Se trata de una simple cuestión de tolerancia, la que no tienen unos grupos cada vez más radicalizados y violentos que, por supuesto, nunca han renegado de la dictadura franquista.
Puestos a comenzar el año con una polémica tan absurda como representativa del alud de intolerancia que padecemos, está claro que es necesario celebrar el cincuentenario de un fallecimiento capaz de abrir la ventana de la esperanza para quienes apostamos por la convivencia con los diferentes, incluidos quienes se sienten ofendidos por una estampita mientras profieren insultos contra el aspecto físico de quien la exhibe.
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