El terror de la ficción da
bastante juego durante el período navideño. Tal vez sea por el contraste con el
almibarado espíritu del momento, pero el caso es que Papá Noel y compañía andan
a menudo mezclados en asuntos turbios. Los Reyes Magos, tan locales, suelen
quedar algo relegados, aunque no cabe descartar un relato de pánico a la vista
de las aglomeraciones en algunas cabalgatas.
La circunstancia de ser el menor de los hermanos resta ingenuidad en creencias como las de los Reyes Magos y los nazarenos, que me parecían seres inquietantes durante aquellas semanas santas donde el luto todavía marcaba un tiempo de recogimiento, tambores y capirotes en compañía de Fray Escoba, cuya vida ejemplar casi aprendí de memoria.
Nunca he tenido inquietudes
religiosas. Ni siquiera cuando preparaba la obligatoria primera comunión de
mediados de los sesenta. No obstante, las procesiones las veía al pasar por mi
calle, asomado a un balcón. Excepto un año que, sin aviso previo, mi hermano me
instó a presenciar otra que se celebraba unas calles más abajo.
De repente, mi familia,
poco dada a estas ceremonias, estaba al completo en primera fila poniéndome en
lugar preeminente por ser el pequeño. Aquello me sorprendió hasta que un
nazareno, sin mediar motivo y con el consiguiente susto, agachó su capirote,
echó mano de una escondida bolsa y me dio un montón de caramelos diciéndome con voz entre
grave y guasona: «Juan Antonio, soy yo…».
La posibilidad de que un
nazareno supiera mi nombre era imprevisible. Apenas repuesto de la impresión,
los siguientes capirotes andantes hicieron lo mismo hasta tener las manos
llenas de caramelos. El misterio permaneció, pero al volver a casa y ver a mi
hermano junto con sus amigos lo comprendí. Aquellos que nunca iban a misa, por
vete a saber qué historia, un año salieron en una cofradía generosa en materia
de caramelos. Los repartí, los disfruté y, desde entonces, la presencia de un
nazareno camino de la procesión con el capirote en la mano me provoca una
sonrisa porque le imagino cargado de caramelos.
Los Reyes Magos corrieron
una suerte similar poco antes. Yo era de Baltasar, por aquello de lo exótico de
un negro en una ciudad donde solo había dos o tres procedentes de Guinea
Ecuatorial. Mi padre respetaba la elección y cada año, cuando me llevaba al
reparto de juguetes que tenía lugar en la oficina del banco donde trabajaba,
procuraba que fuera Baltasar quien me diera lo pedido en la carta redactada con
buena letra.
Aquello debió funcionar
hasta 1963 o 1964 cuando había pedido, en consonancia con los tiempos, una
pistola de cowboy o un equipo militar de operaciones especiales. Mi
padre matizó la petición regalándome un casco de soldado de la ONU en misión
de paz, aunque provisto del arma reglamentaria. El casco azul nunca fue entendido por los amiguitos, que no sabían de
qué bando era. Pero lo fundamental es que, al dármelo, Baltasar me saludó por
mi nombre con una voz familiar: ¡¡¡Era el señor Llorca!!!
A partir de ese momento, descreído en materia de nazarenos y reyes magos, debí comprender que el camino del descreimiento carece de límites. Lo confirmé cuando en las Navidades de 1964 acudí a la feria junto con mi padre. Ese año, por un misterio insondable, se puso de moda que los niños llevaran una gorrita de jockey. Mi madre compartió la ocurrencia de tantas amigas y, sin ser consultado, me vi encasquetado con la dichosa gorrita en el tren de la bruja.
Puestos a padecer algo de
terror en «las felices fiestas», los escobazos de la bruja figuraban en lugar
destacado para un niño de cinco o seis años que no armaba, según las madres, «ni
polvo ni remolino». Disciplinado y calladito, me colocaba detrás de la máquina
del tren a la espera de que la bruja se cebara con los más folloneros, siempre
sentados en el último vagón.
Las vueltas de rigor
estaban a punto de terminar cuando, de repente, mi gorrita salió volando. Mi
padre, atemorizado ante la posibilidad de volver a casa sin la prenda del nene,
como el abuelo que pierde a Chencho, llamó a la bruja y le pidió que me la
diera. Aquello era el terror en vena, pero milagrosamente el feriante de los
escobazos también me conocía: «Juan Antonio, toma tu gorra». El alivio fue
notable y nunca jamás me asusté ante una careta de goma, llevara o no aparejada
la escoba.
Los tres misterios de estos
rituales festivos desaparecieron en un par de años, aunque no los puedo
precisar con seguridad. Bastó con la pronunciación de mi nombre para que esos
personajes misteriosos cobraran familiaridad. Desde entonces, puesto a tener
miedo o respeto, nunca lo he sufrido ante una ficción que puede quitarse su
careta, el capirote o la pintura. El problema es cuando el miedo, el de verdad,
viene con su propio rostro. Si lo veo, ni siquiera confío en que escuchar mi
nombre evite un susto morrocotudo.
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