La escena forma parte de
los recuerdos de varias generaciones. Chencho se pierde cuando, en compañía del
abuelo y cuatro hermanos, acude al mercadillo navideño de la madrileña Plaza
Mayor. El episodio de La gran familia (1962), de Fernando Palacios, es
dramático, pero aleccionador. El guionista Pedro Masó vivía el momento más
brillante de su carrera cinematográfica y sabía de la necesidad de «sufrir»
antes de sonreír con el alivio de comprobar la bondad natural de quienes, por
ser españoles, eran unos «formidables» cuya solidaridad permitía encontrar al
nene.
Ángel Pardo, el Chencho
de la película, tenía cuatro años cuando se rodó aquel gran éxito del cine
español. Su papel es el propio de un figurante que, en un momento determinado,
cobra protagonismo, pero el intérprete apenas podía ir más allá de emocionarnos
con su aspecto desvalido mientras deambula por la Plaza Mayor en busca de su
familia. Gracias al flequillo rubio, el gorrito y el abriguito, solo necesita
mostrar su cara de niño bueno para que sintamos la necesidad de cogerle de la
mano a la espera del abuelo, que terminaría apareciendo con el rostro desencajado
por el susto y agradecido por la bondad de los «formidables». Es decir,
nosotros.
Aquel cine aleccionador
del franquismo descansa en la solidaridad sin posibles fisuras de toda la
colectividad. El ideal resulta tan hermoso como carente de base real, pero los
pormenores de la realidad apenas importan cuando se presenta a una familia como
la protagonista de la película. Todo es posible en ese mundo de la ficción en
blanco y negro donde un aparejador obra milagros con su sueldo y justifica, de
sobra, el baby boom que a tantos nos trajo al mundo.
La solidaridad de los
padrinos, los hermanos, el portero, los vecinos, los periodistas, los policías…
está en el guion porque era lo que tocaba en aquel esquema argumental tan
eficaz como bien visto por las autoridades de la época. Sin embargo, cada vez que
he disfrutado con esta comedia de Fernando Palacios me he hecho más partidario
de Críspulo, el hermano trapisondista interpretado por Pedro Mari Sánchez.
Hace muchos años tuve la
oportunidad de hablar en la UA con el actor que encarnó a Críspulo. Algunas
conversaciones permanecen en el recuerdo. Pedro Mari Sánchez me lleva cuatro
años, pero compartimos una infancia en aquel desarrollismo todavía en blanco y
negro porque no daba para lujos. Me contó anécdotas del rodaje, reímos al
recordar algunos episodios y, al final, terminamos hablando de la gorrita de
cuero que lleva en la escena de la Plaza Mayor y durante esas Navidades en
busca de Chencho.
Yo tenía una gorrita
idéntica y llegadas las Navidades, que en Alicante nunca son tan frías, era
preciso llevarla para «ir calentitos». La verdad es que aquellas gorritas al
estilo de las lucidas en la hípica abrigaban poco. Al menos en comparación con
el tradicional gorro de lana, pero lucían lo suyo en un querer y no poder
bastante propio del momento. Su aspecto de aires foráneos era un síntoma de una
época en la que tantas clases medias aspiraban a tener su cuota de modernidad,
aunque la misma quedara reducida a un abriguito rígido y una gorrita incompatible
con las exhibidas en las carreras de Ascot.
El problema es que, a
diferencia de Críspulo, yo no era un trapisondista, sino un «niño bueno». Tal
vez por eso siempre me han fascinado los trapisondistas, un término ahora
perdido entre los recuerdos, como tantos otros de una época que cuesta evocar a
la luz de un presente donde el pasado siempre parece sobrar o molestar.
Críspulo era un
trapisondista de buen corazón como mandaban los cánones a los que se acogió
aquella película. Podía lanzar un petardo en una cola -también era petardista-,
pero solo para dispersar al personal y entrevistarse rápidamente con el rey
mago. Puestos a ver a Dios, seguro que Su Majestad podía interceder para
encontrar pronto a Chencho. Aquellos trapisondistas al estilo de Zipi y Zape alborotaban,
embaucaban y enredaban, pero sin mala intención, como un desahogo propio de una
edad donde cierto comportamiento anárquico resulta imprescindible.
Yo me acercaba más al
modelo del «repelente niño Vicente» concebido por Rafael Azcona. No por la
vanidad de lucir saberes impensables en la infancia, sino porque era capaz de
quedar bien con las visitas y hasta de ser puesto como ejemplo de
comportamiento frente al de tantos trapisondistas.
Al cabo del tiempo, creo
que lo de ser «niño bueno» no luce demasiado en la vida. Los trapisondistas
prevalecen, pero no los de buen corazón, sino aquellos que alborotan sin mesura
hasta el punto de que nadie, absolutamente nadie, utiliza esa denominación para
caracterizarlos. Son gamberros, porque la RAE debiera incluir en su definición
de las trapisondas la carencia de una mala intención como la habitual en las
gamberradas
No he vuelto a hablar con
Pedro Mari Sánchez, que ha cumplido los setenta. Yo ando cerca de esa edad
donde los niños buenos y trapisondistas, ya sin gorritas que no sean las
necesarias para preservar la calvicie, confluyen en limitaciones capaces de
evitar cualquier exceso. El presente entonces sigue abierto al disfrute
mesurado, pero a condición de dejar hueco a un pasado donde fuimos niños con
gorritas y abriguitos del modesto desarrollismo en blanco y negro.
La nostalgia es una
engañifa, pero añorar la infancia supone una necesidad porque en ella cabe
imaginar a «buenos» y «trapisondistas» empeñados en jugar al fútbol en un
pasillo, «hacer el indio» durante una visita y hasta lanzar algún petardo, que
es el privilegio disfrutado por Críspulo gracias a una ficción ajena a las
limitaciones de la realidad.
Por eso todavía la
disfrutamos, al menos en Navidades, y sonreímos al recordarla como si fuera la
propia de nuestra infancia. El necesario desengaño lo dejamos para otra ocasión
porque, ahí nos duele, en la vida carecemos de un guionista como el mejor Pedro
Masó. Y puestos a compartir la edad de Pepe Isbert, sabemos de sobra que no
todos somos unos «formidables» como los anunciados por Alberto Oliveras en la
SER con el fondo musical de la sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorák.






