miércoles, 27 de agosto de 2025

Recuerdos de veranos y trenes


 

La vejez no es un anuncio de los planes de pensiones con clientes de una espléndida madurez. A veces siento el vértigo por la edad que galopa deprisa y, empequeñecido, me aferro al recuerdo de tantos rostros que dejé atrás a lo largo de unos caminos repletos de cruces donde la separación resultaba inevitable.

La primera vez que salí de España fue en septiembre de 1973. Era un quinceañero y pasé unas semanas en compañía de una familia francesa. Todo lo visto con los ojos bien abiertos era nuevo y distinto, muy distinto, a lo habitual en un país donde todavía resultaba obligatorio el blanco y negro.

Volví solo y en una localidad catalana perdí el tren que debía conducirme a casa. La alternativa era seguir el camino gracias a los que iban en la misma dirección. Ese día probé toda la oferta de RENFE y en un vetusto expreso que cogí en Barcelona ni siquiera había asientos libres.

En los también abarrotados pasillos coincidí con unos jóvenes norteamericanos que, con sus mochilas, viajaban mientras hacían sus pinitos en español. Me contaron lo azaroso de su destino y les correspondí con el azar que había trastocado mi planificado viaje.

Desplegaron su mapa, señalé mi destino, calcularon la distancia y sacaron una casete para que escuchara 500 miles en la versión de Joan Báez. La letra, tan sencilla como evocativa, me la explicaron, compartimos sonrisas y en ese momento supe que llegaría al destino. Agotado, pero contento de haber visto lo desconocido.




La canción quedó en la memoria y, mientras hacía la mili en Cádiz, un amigo me explicó que la mejor versión era la de Peter, Paul and Mary. El «monje urbano» la tenía grabada con sus preferidas. Agobiados por los chunguitos y similares, algún fin de semana, cuando la compañía permanecía solitaria, escuchábamos la casete como si fuera un ritual, donde el soldado incluía palabras en latín para recordar la existencia de la civilización.

En febrero de 1982 me dieron «la blanca». Aquella casete fue lo único que conservé del campamento cuando salí junto con un agricultor manchego y un donostiarra siempre emporrado. Ese día, el de la liberación, no fue una excepción. Tan colgado iba que el vasco me acompañó hasta Almansa, adonde llegamos en un frío amanecer. El helor le despejaría y comprendió que debía ir hacia el norte en vez de buscar el Mediterráneo. Se lo expliqué, vi la sonrisa por primera vez en su rostro de heavy metal y, sorprendido, le regalé la casete porque no debía bendecirle como habría hecho mi amigo.

Varios años después supe que aquel soldado formó parte del batallón que retraté en Quinquis, maderos y picoletos (2014). Duró poco, como los quinquis de pantalones acampanados. El «pico» le atraería más que la melancólica canción. Tal vez tuviera razón y, además, nunca le habría discutido su derecho a vivir deprisa. Yo opté por otros caminos, que incluyeron un libro dedicado a tantos muertos prematuros de mi generación,

Al cabo de los años volví a escuchar la canción de unos EEUU por entonces civilizados. Las quinientas millas ya están casi recorridas, en las estaciones he dejado el recuerdo de compañías fugaces y me aferro a las sonrisas de esos instantes para compartirlas con quienes me rodean.

Las sonrisas de los desaparecidos en los cruces las evoco cada verano, cuando el tiempo parece detenerse. Nunca acierto a saber si el camino será de quinientas millas o menos. La duda permanece, pero en ese tren ahora ocupo el asiento de otro viajero: el gambler, dispuesto a dar un consejo a cambio de un trago y un cigarrillo en una escena sacada de tantas películas norteamericanas:




Mi trabajo es aconsejar a veinteañeros que suben al tren. No pido tragos o cigarrillos porque solo los necesito como espectador. El consejo de las cartas es un texto abierto, pero prevalece la necesidad de conocer el as en la manga para sacarlo en el momento oportuno. De eso se trata, pero sin solemnizar, porque ignoramos si tenemos por delante quinientas millas o bajaremos en la próxima parada. Mientras tanto, más vale evitar ser un boy scout por creer en las letras del folk y el country, recordar a los amigos fugaces que sonrieron y confiar en la suerte de la memoria. También es un as en la manga para evitar vértigos y melancolías.

 

sábado, 23 de agosto de 2025

El Biscúter, sin marcha atrás y a lo loco


 Un intrépido Biscúter en pleno adelantamiento

El abuelo Pepe fue un forofo del Hércules C.F., mi padre me llevaba a ver los partidos y hasta la adolescencia creí firmemente en el «herculanismo». El uso de la razón y la experiencia de tantas derrotas me curaron de semejante desvarío, aunque me sigue gustando el fútbol.

Por llevar la contraria, mis ídolos estaban bajo los palos. Las fotos de los guardametas luciendo sus habilidades, en especial las palomitas, me encantaban. Las veía cada semana en la Hoja del Lunes, pero llegado el verano me refugiaba en dos tomos encuadernados por mi abuelo con los ejemplares del Marca de la temporada 1954-1955.

La relectura de esas crónicas era una maravilla veraniega. El Hércules C.F. nunca descendía, que era lo suyo, sino que al final siempre ocupaba la sexta posición en la tabla clasificatoria de la 1.ª división, junto a los grandes. Lo insólito suele fascinar.

La noticia de esa machada no por sabida dejaba de sorprender y, además, consolaba a la luz de tantas temporadas enfrentándonos al Iliturgi o al Calvo Sotelo, que hasta bien mayor solo asocié con un equipo de fútbol. Del asesinado don José nada sabía por entonces.

Las hazañas blanquiazules de 1954-1955 me gustaban, pero la noticia que cada verano me asombraba estaba protagonizada por Juan Manuel Fangio, pentacampeón de Fórmula 1. El as argentino vino a España por entonces y, convenientemente retribuido tal vez, elogió las prestaciones del Biscúter, un sucedáneo de coche que se empezó a fabricar en Barcelona poco antes de esta publicidad.

Nunca imaginé a Fangio al mando de un Biscúter. La posibilidad era una paradoja, pero cada verano al repasar aquellos tomos del Marca recordaba el artilugio andante que conocí hacia 1964, cuando el vehículo fabricado en Barcelona ya había dejado paso al «600» para que fuera un símbolo de la década.

Mi padre tuvo su momento de emprendedor como tantos pluriempleados del desarrollismo. Lo comprobé años después al hojear un libro sobre la crianza en casa de pollos y conejos como fuente de riqueza. El champiñón auguraba un similar resultado. El problema, claro está, es que la teoría del manual dio paso a la práctica.

Mis mayores evocaron durante años aquella etapa del emprendedor como una pesadilla poblada de conejos y pollos. La infancia me eximió de limpiar las jaulas, pero recuerdo que cada cierto tiempo venía a casa un profesional del ramo propietario de un Biscúter.

Nadie me lo ha confirmado, pero creo que este hombre se llevaba animales con el objetivo de venderlos, era lo lógico, hasta que terminó llevándoselos todos para alivio de la familia. Mientras tanto, me asomaba a aquel artilugio andante aparcado en la puerta de la casa. Un vehículo marciano no habría despertado una mayor curiosidad.

El Biscúter carecía de marcha atrás, y casi de todo lo propio de un verdadero coche. Cuando el pollero llegaba, la chiquillería se arremolinaba porque, al cabo de unos minutos, el propietario requería ayuda: había que dar la vuelta al vehículo a pulso. El artefacto pesaba 240 kilos y, entre adulos y chiquillos, el solidario acto era motivo de sonrisas y distracción.



Demostración práctica de la marcha atrás

El Biscúter llegó a incorporar la marcha atrás con el paso del tiempo, aunque se bloqueaba con facilidad dando pie a anécdotas divertidas. La publicidad de Fangio no lo redimió y su imagen quedó como una prueba del quiero y no puedo de unos años cincuenta que acabaron en la bancarrota nacional cuando nací. A partir de 1958 todo mejoró, pero Laureano López Rodó nunca tuvo en cuenta mi contribución.



En mi calle no hubo fotógrafo, pero César Gijón en su muro de Facebook (31-I-2023) colgó una foto que me resulta familiar hasta el último detalle.

La mentalidad de los pioneros y emprendedores por pura supervivencia, sin embargo, quedó vigente y sería fundamental para el desarrollismo de los sesenta. A veces con fundamento empresarial y en otras ocasiones concretada en historias donde la ciencia y la picaresca mantenían una relación equívoca.

Los XXV años de Paz se celebraron en 1964. La efeméride tuvo una omnipresente vertiente oficial para dar paso a una nueva etapa de la dictadura. La estudié en algunas de sus manifestaciones curiosas, pero dediqué un libro -Petróleo, monjas y poetas (2021)- a las otras caras del año en que supe del Biscúter.

Una de esas historias fue la del inventor -español, claro está- del motor de agua. La reconstruí con la ayuda de la familia del pionero que iba a hacer temblar a la industria petrolífera. La experiencia fue agradable por el cariño de una hermana y la simpatía de una nieta, pero a ambas nunca les confesé el origen de mi interés: el invento de aquel motor me recordaba los tiempos del Biscúter y a mi padre, junto a la chiquillería, dándole la vuelta a falta de marcha atrás. Así era aquella España en blanco y negro, aunque los historiadores se empeñen en hablar de otras cuestiones que pocos habrán incorporado a una memoria revitalizada cada verano.


martes, 19 de agosto de 2025

Periodistas extranjeras en la Guerra Civil


 

La apuesta editorial de Renacimiento por el conocimiento y la divulgación del periodismo durante la etapa republicana viene de lejos y suma cada año nuevos títulos. Acabo de leer con gran interés el más reciente libro de mi colega Bernardo Díaz Nosty, Lo contaron al mundo. Periodistas extranjeras en la Guerra Civil (2022), que va por la tercera edición (2025) gracias a su buena acogida y completa la tarea iniciada en la misma editorial con Voces de mujeres periodistas (2020).

La labor investigadora de Bernardo Díaz Nosty ha sido tan ardua como inmenso es un volumen de novecientas páginas repletas de información a menudo inédita y siempre interesante. Gracias a la misma, conocemos lo fundamental del testimonio de más de doscientas periodistas y activistas extranjeras, procedentes de diversos países, que estuvieron presentes en la Guerra Civil. La cifra asombra, pero es un reflejo del interés despertado por una contienda capaz de movilizar a quienes sabían la consideraron como un prolegómeno de un enfrentamiento global.



Bernardo Díaz Nosty

La localización y consulta de ediciones publicadas en diferentes países, así como la recopilación de numerosas fotografías, permite ahondar en la tarea nada anecdótica realizada por estas mujeres, que a menudo arriesgaron su seguridad para testimoniar lo sucedido en aquella trágica España.

Solo cabe agradecer a nuestro colega la riqueza y la valía de la información aportada en 2022 y ahora reeditada, gracias a una labor individual que contrasta con la habitual en nuestro burocrático ámbito universitario. Los colegas que compartimos motivos de interés con el catedrático de la Universidad de Málaga estamos de enhorabuena porque contamos con un valioso instrumento de trabajo y consulta. El mismo se suma a otros publicados por Renacimiento con el objetivo de ahondar en la labor desarrollada por un periodismo que vivió por entonces uno de sus momentos más interesantes desde una perspectiva histórica.

Una reflexión final al hilo de nuestra línea de investigación: la mayoría de estas mujeres, dada la índole de la labor realizada, pudo haber sido procesada en los sumarísimos de urgencia y condenada por «adhesión a la rebelión». La nacionalidad extranjera no era un obstáculo como ya vimos en el fusilamiento del cubano José Manuel Valdeón Garrido o el procesamiento del argentino Valentín de Pedro. 

Afortunadamente, salvo una periodista que consiguió refugiarse en unas dependencias adscritas a una legación diplomática, todas pudieron salir de España antes de la Victoria. Su posterior solidaridad con los vencidos fue notable y en numerosos casos se tradujo en un conjunto de iniciativas y testimonios de carácter internacionalista. 

No obstante, a partir de los textos transcritos por mi colega, no he encontrado pruebas de solidaridad con quienes, habiendo hecho su misma labor, penaban en las cárceles de la Victoria o habían acabado en un paredón. Salvo algunos apuntes relacionados con visitas de legaciones extranjeras a las cárceles de los años cuarenta, el silencio impuesto por la dictadura también afectó a sus oponentes cuando los protagonistas formaban parte del batallón de los anónimos.


sábado, 16 de agosto de 2025

El bikini pionero


 Brigitte Bardot a la espera de que Franco autorizara el bikini

Agosto es un calvario para los periodistas que permanecen en sus puestos. Cerrados por vacaciones los innumerables gabinetes de prensa y ausentes los protagonistas habituales, estos profesionales ya poco acostumbrados a pisar la calle andan a la búsqueda de noticias capaces de aligerar el sopor del lector.

La indigencia agudiza el ingenio. Ante este panorama, cada verano algún meritorio de las redacciones resucita la historia del sempiterno alcalde de Benidorm, Pedro Zaragoza, dirigiéndose a El Pardo en Vespa para que Franco autorizara el bikini en las playas de una localidad pionera del turismo.

La historia es tan genial como falsa. La desmenucé en De mentiras y franquistas (2020: pp. 73-122) y la tesis doctoral de mi amigo Carlos Salinas ha corroborado la falsedad de un relato inocuo y divertido al servicio de la promoción de Benidorm. La ingeniosa patraña merece un recuerdo, y hasta una sonrisa, pero nunca como «noticia».

Algunos periodistas parecen recordar The Man Who Shot Liberty Valance (1962), de John Ford, donde un colega suyo, conocedor del origen de la leyenda del senador Ranson Stoddard, afirma «When the legend becomes fact, print the legend!». La frase también sirve para fronteras alejadas del Oeste.

Así, cada verano algún periodista publica lo fundamental de la historia sin entrar en detalles ni reparar en su inverosimilitud. El periodismo de investigación casi ha pasado a la historia y, dados los calores de agosto junto con la escasa remuneración por un artículo, no cabe exigir lo verificado. La patraña sigue su curso con la certeza de que nadie a la búsqueda de una historia curiosa y divertida consultará a un catedrático.

Los historiadores somos unos aguafiestas para la memoria basada en los relatos que han calado en el imaginario colectivo. Entre los mismos y «la verdad histórica», el lectorado prefiere los primeros, sobre todo en agosto. Al menos, y a diferencia de otras mentiras menos ingeniosas, en esta ocasión nadie sale perjudicado y cabe recordar a Pedro Zaragoza como un publicista de categoría. Sus iniciativas en este sentido marcaron una época de expansión para Benidorm.

A riesgo de volver a ser demandado como defensor de la mentira, en mis libros he agradecido la labor de los periodistas capaces de hacerme sonreír con estrafalarias patrañas. En Un franquismo con franquistas (2019: pp. 336-355), por ejemplo, recordé una noticia publicada en mayo de 1962: Mao Tsé Tung estuvo en Alicante durante la Guerra Civil.

La fuente de la patraña fue un limpiabotas que conoció por entonces a un hombre con rasgos achinados. El periodista, con la seguridad del fabulador, lo identificó con Mao y añadió el resto hasta publicar un texto tan delirante como divertido. Consultado un amigo que conoció al responsable de la exclusiva, me confirmó que en las charlas de redacción esa historia del líder comunista incluyó detalles dignos de una placa conmemorativa.



Chino camuflado (véase círculo rojo), que bien pudo ser Mao,  dispuesto a disfrutar de la paella alicantina. Fuente: Photoshop y Google.

Las noticias tan absurdas como curiosas son tentadoras. Así lo debió pensar Torcuato Luca de Tena, director de ABC, cuando el 23 de septiembre de 1953 prescindió de la censura previa para publicar que Lavrenti Beria, la mano derecha de Stalin, estaba en Málaga tras el fallecimiento del dictador soviético.

El bulo le costó el cese fulminante. No por su falsedad, sino por haber comprometido la política exterior del franquismo. El suceso cuenta con bibliografía y apenas merece la pena insistir en el tema.

No obstante, la historia oral me permitió conocer que por entonces en las redacciones de Alicante circuló el rumor de que Beria había sido visto paseando por la Explanada. Tras saltar en paracaídas en La Mancha no se encaminó a Málaga, como publicó ABC, sino a la más cercana capital levantina, donde disfrutó del sol y la luz de «la casa de la primavera».

Nadie rebatió la exclusiva. Entre otras razones, porque en 1953 ningún español había visto una foto de Beria y el asesino cincuentón podía pasear como un alicantino cualquiera. El problema era que, conocido el cese de don Cayetano, no convenía atreverse a condicionar la política exterior del régimen.

Mao no hizo la guerra en Alicante. Ni siquiera el amor, como afirmaba la noticia recordando el atractivo de las alicantinas y la paella para el líder chino. Beria acabó fusilado sin disfrutar de un paseo por la Explanada. Así de aburrida es la historia, pero el imaginario colectivo también forma parte de nuestra realidad, aunque se alimente de dislates veraniegos a falta de noticias.

De hecho, cuando hablo con amigos periodistas, les cuento estas y otras historias curiosas a la espera de que en agosto aparezcan como «noticias». Al menos, la probable sonrisa de los lectores avisados sustituiría al odio alentado por tantos bulos acerca de la actualidad.

 


martes, 12 de agosto de 2025

El cinismo de Leni Riefensthal


 

Leni Riefenstahl (1902-2003) fue una cineasta tan genial como nazi. La directora de El triunfo de la voluntad (1935) y Olympia (1938), dos películas imprescindibles en cualquier historia del cine, tuvo una estrechísima vinculación con el régimen de Adolf Hitler. Incluso con el propio líder, que confió en su buen hacer cinematográfico para desarrollar una actividad propagandística que, a estas alturas, permanece al margen de cualquier duda.

La directora alemana sobrevivió al nazismo y, tras un período benévolo de condena, permaneció libre de toda responsabilidad por su colaboración con Hitler y Goebels. La circunstancia no es excepcional. Al contrario, los aliados fueron conscientes del grado de penetración del nazismo en la sociedad alemana y optaron por centrar la culpabilidad de lo sucedido en unos pocos nombres. Leni Riefenstahl, amparada en su condición de cineasta, quedó libre y hasta pudo continuar con su carrera.

La decisión de los aliados es polémica y todavía constituye un motivo de debate entre los historiadores. Mucho se ha escrito al respecto y no puedo aportar algo significativo en este sentido. Sin embargo, siempre me sorprendió el grado de cinismo de una Leni Riefenstahl que durante décadas desligó su obra cinematográfica de las tareas propagandísticas del nazismo.


Leni Riefensthal con Adolf Hitler

José Luis Sáenz de Heredia (1911-1992), el director de Franco, ese hombre (1964), no es una referencia inexcusable en la historia del cine universal, pero fue más consecuente que su colega alemana como propagandista de una dictadura. Aparte de dirigir películas geniales como Historias de la radio (1955) y escribir apreciables textos literarios, el cineasta franquista asumió su militancia con rasgos propios de un carácter independiente. Su encuentro en Madrid con Luis Buñuel, cuando el aragonés vino a rodar Viridiana (1961), revivió los tiempos republicanos de Filmófono y propició el abrazo de quien, agradecido por haberle salvado la vida durante la guerra, acogió al exiliado y reanudó una conversación interrumpida durante veinticinco años.

El talante de José Luis Sáenz de Heredia y otros representantes culturales del franquismo siempre me ha hecho pensar que, si hubiera dependido exclusivamente de ellos, la dictadura habría sido menos dramática y más breve. Ningún jerarca del régimen les tuvo demasiado en cuenta, tampoco el propio Franco, pero poco a poco fueron dando muestras de una cierta flexibilidad que sin duda allanó el camino hacia la democracia. De hecho, esta última tuvo un adelanto en la vida cultural sin el consiguiente correlato en otros que fueron mucho más retardatarios.

José Luis Sáenz de Heredia nunca disimuló su trayectoria porque, como individuo alejado de lo cerril, evolucionó hasta el punto de andar en compañía de «la chica ye-yé» y los jóvenes comunistas de la Escuela Oficial de Cine mientras preparaba la hagiografía del Generalísimo. Al cabo de los años, me habría gustado hablar con él para escuchar las sin duda sabrosas anécdotas de un hombre que disfrutó de la vida y nadó entre contradicciones que a veces afloran en sus películas. Leni Riefenstahl, a diferencia de su colega, conoció la derrota política y optó por un cinismo patético para negar lo evidente: su estrecha e intensa colaboración con el nazismo. Nunca habría disfrutado conversando con ella acerca de sus proezas cinematográficas porque, además de cínica, conservó hasta su fallecimiento el fondo intolerante y violento de una nazi.

Al ver el documental Riefenstahl (2024), de A. Veiel, he sentido la repugnancia de quien observa el comportamiento de una mentirosa compulsiva a la búsqueda de las más disparatadas coartadas. Lejos de mostrar un mínimo agradecimiento por la benevolencia con ella de quienes derrotaron al nazismo, la cineasta prueba la incapacidad de buena parte de la sociedad alemana a la hora de reconocer su pasado. Sus excusas no carecen de alguna razón histórica, pero resultan patéticas por la carencia de sinceridad.

Este vínculo con un pasado problemático ha estado presente, como referencia análoga, en el último capítulo de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores. Lo he intentado comprender a la luz de las reflexiones del filósofo Karl Jaspers, imprescindibles cuando se habla de la responsabilidad, siempre individual en primera instancia, por un «pasado oscuro» (Álvarez Junco). Otros autores como Primo Levi también me han ayudado en la tarea.

Al concretar las reflexiones de Karl Jaspers, recuerdo haber encontrado un ejemplo similar al del cinismo de la cineasta. Lo cita Raul Hilberg en Memorias de un historiador del Holocausto (2019), un volumen fundamental para comprender la parcelación de la responsabilidad represiva. El ministro de transportes del régimen nazi y, por lo tanto, responsable de los servicios ferroviarios que conducían a los presos hasta los campos de concentración donde morirían, preguntado al respecto durante los juicios de Núremberg, alegó que solo se trataba de un transporte de viajeros y que, él, a título individual, nada tenía que ver con su trágico destino.


La vía férrea que conducía a Auschwitz. Fuente: RTVE

La condena moral o ética del cinismo como salvaguarda ante cualquier responsabilidad carece de sentido en el trabajo de un historiador, que debe optar por desentrañar las razones de este comportamiento más allá de lo individual. Así he procedido a la luz del caso alemán, con tantos estudios desde la derrota del nazismo, para comprender el paralelismo con lo sucedido en la jurisdicción militar durante la Victoria, que no posguerra. El resultado aparecerá en La colmena, el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores.

 

domingo, 10 de agosto de 2025

Un máster en ganchillo y bolillos


 

El estado natural de mi abuela, al menos por las tardes, era sentada, el pelo recogido en un moño, las gafas justo en la punta de la nariz y afanada con el ganchillo. Así horas y horas, mientras escuchaba la radio o vigilaba mis correrías por las aceras de una calle sin tráfico apenas.

La consecuencia eran tapetes de ganchillo repartidos por toda la casa. Tampoco fuimos originales en este sentido. Solo nos singularizamos cuando mis padres descartaron la compra de un toro o una sevillana para decorar el televisor, con tapete, que llegó a casa en 1963. La proclamación de Pablo VI fue nuestro debut familiar como espectadores. Menos mal que pronto triunfaron los Monster de «tenebroso recuerdo».

Mi abuela dibujaba su firma, pero poseía unas probadas cualidades en cuestión de matemáticas aplicadas. Jamás la vi contar los puntos dados al ganchillo. Aquella cuenta la debería llevar de una forma misteriosa porque, al final, el dibujo del encaje era simétrico.

Su memoria también era motivo de asombro familiar y vecinal. Mientras hacía las tareas domésticas, ella cantaba como tantas mujeres de la época. Su especialidad era el cuplé con letra digna de Rafael de León, sin menoscabo de algunas canciones de las sicalipsis de sus veinte años, que también fueron los del siglo.

La primera vez que supe de las andanzas de «la pulga», que desde 1906 se solazaba donde no debía, fue gracias a mi abuela. La cantaba con toda la letra y la necesaria picardía, tan ingenua, para hacerme reír con la gestualidad aprendida en su juventud: «rápida salta y se esconde/ ya me ha picado y no sé dónde».

Esas pulgas juguetonas, pasadas las décadas, son tan entrañables como los recuerdos de una generación de mujeres dispuesta a disfrutar de «los felices veinte», aunque la pareja fuera obrero metalúrgico y serio como un palo. Muchos años después, atento a las desventuras de algunas vedettes y cupletistas, averigüé el origen de una canción resucitada por Sarita Montiel, que por entonces y a mi edad formaba parte de lo prohibido. Se decía que, cuando aparecía en la pantalla, la temperatura de los cines aumentaba y eso, claro está, «no tiene solución»:




Aquellas canciones y las romanzas de las zarzuelas a veces se interrumpían por alguna circunstancia. El momento era de expectación familiar, pues con independencia del tiempo transcurrido la abuela las retomaba justo donde las había dejado. El botón de Pause no suponía el olvido para quien me enseñó canciones ahora recuperadas en mis trabajos u ocios sin conseguir memorizar las letras. En caso de duda, consulto a la compañera de toda la vida, que las recuerda y me sorprende.

Manuel Vicent recrea una memoria más remota, pero que comparte anécdotas comprensibles para mi generación. El novelista ha evocado la salida hacia el colegio para asistir a las clases vespertinas. Las radios estaban encendidas en todas las casas y con las mismas canciones en su sintonía. De hecho, Manuel al principio podía escuchar el planteamiento -«él vino en un barco de nombre extranjero»-, saber del nudo a la altura de la siguiente manzana -«y voy sangrando lentamente/ de mostrador en mostrador»- y llegar al colegio cuando el polivalente desenlace sonaba en cada casa: «Mira su nombre de extranjero/ escrito aquí, sobre mi piel./ Si te lo encuentras, marinero, dile que yo muero por él». ¿La había dejado embarazada o era una pasión desatada?

Yo no disfruté de esa maravilla de la canción itinerante porque en los sesenta la televisión empezó a sustituir a la radio. No obstante, cuando las emisiones cesaban a primera hora de la tarde, los seriales todavía estaban presentes en cualquier casa. Hace años escribí sobre las andanzas de Guillermo Sautier Casaseca, «el rey de la lágrima» (Un franquismo con franquistas, 2019). El personaje era de cuidado, de mucho cuidado, pero reconstruí su trayectoria con el cariño que merece el recuerdo compartido.

Ahora, cuando tanta gente recurre a la IA para menesteres propios del saber escribir o simula un CV plagado de títulos con algún término en inglés, comprendo que mi abuela hizo uso de su inteligencia natural para cursar un máster en ganchillo. Incluso, provista de un mundillo, se doctoró en bolillos con puntos como «el de la loca» o encajes propios de la frivolité.

Y, además, puso una banda sonora al arreglo de la casa sin necesidad de la tecnología. Lola mantuvo la memoria de lo escuchado cuando era joven, aunque -ya en sus últimos años- aceptó que algún meritorio presentado por «el Íñigo» de la televisión pudiera equipararse a Manolo Escobar, que cantaba a su «madrecita» para alegrar a tantas mujeres de aquella generación. Sin generalizar, fueron numerosas las que pasaron por la vida dando mucho a cambio de casi nada.

Esas abuelas más sonrientes que cascarrabias fueron jóvenes. Así me gusta imaginarlas con la ayuda  de mi trabajo como historiador porque merecen el agradecimiento por el tiempo dedicado a cuidarnos, el deseo de mantener viva su memoria y la voluntad de testimoniar los límites de unos silencios que, a menudo, resultaron obligatorios porque formaban parte de una derrota mucho más entrometida que la contumaz pulga.

martes, 5 de agosto de 2025

El verano de Cervantes


 

La cronología es importante en la historia de la literatura, pero en clase, aparte de aportar algunas fechas, sobre todo insisto en la edad de los autores cuando escribieron sus obras. Un dato que, como tantos otros, conviene relativizar para enmarcar su trascendencia en el contexto histórico donde aparecieron esos dramas, poemas o novelas.

Los dieciocho años de Adela, la protagonista de La casa de Bernarda Alba (1936), de García Lorca, ya no son los de mis alumnas. Los ejemplos relacionados con las distintas valoraciones de las edades son numerosos. El valor simbólico o connotativo de las mismas varía a lo largo de la historia y la circunstancia también afecta a los autores. No obstante, siempre habrá obras de juventud, madurez y vejez. Don Quijote forma parte de estas últimas.

Miguel de Cervantes debió arrastrar mucho pasado, con las consiguientes derrotas y desilusiones, para escribir su obra maestra desde la consciencia de un momento de balance. Esta obviedad aparece explicada en infinidad de estudios, pero la percibimos apenas nos adentramos en su lectura, especialmente cuando la misma se convierte en una relectura al cabo de los años.

La memoria no es precisa, pero recuerdo haber disfrutado con las andanzas del caballero andante poco después de una licenciatura tan caótica, por darse entre 1975 y 1980, que ni siquiera incluyó la lectura de la inmortal obra. Ya doctorando solventé esta carencia de manera autogestionaria como tantas otras. Gracias también a una edición regalada por mi padre, que pensó en Don Quijote como la obra imprescindible para un hijo empeñado en ser profesor de literatura.

Nunca he impartido un curso sobre la narrativa cervantina, pero las referencias a su novela aparecían en muchos de los estudios consultados para preparar las clases. La consecuencia fue una segunda lectura cuando obtuve la cátedra con la madurez de los cuarenta. Entonces la comprendí mejor y empecé a disfrutar de mi propia lectura, la ajustada a mis inquietudes como lector.

Hace un par de años participé en las andanzas quijotescas con la conciencia de una edad similar a la del autor cuando las escribió. El resultado fue luminoso. Por eso comprendo y comparto el apego de Antonio Muñoz Molina a una novela que le he acompañado desde joven. Un amor traducido en dedicación quintaesenciada por el paso del tiempo, justo el necesario para alcanzar la sabiduría que destila cada página de El verano de Cervantes (2025).

Antonio Muñoz Molina es de mi quinta, como la mayoría de los autores que sigo desde hace décadas porque son «los amigos de las estanterías». Y, de la misma forma que disfruté con su Ardor guerrero (1995), gracias a compartir una mili a principios de los ochenta, ahora después de otras muchas lecturas de sus obras he disfrutado con el relato de sus experiencias como lector en torno a una novela de la que nunca dejaremos de hablar.




La conversación con el autor ha sido fructífera y, al dejar el libro en la estantería, también he colocado El último vuelo (2025), de Fernando Castillo, un amigo al que sigo desde hace años. El prólogo de este último viene firmado por Antonio Muñoz Molina como gesto de admiración y amistad. Lo leí y mentalmente subrayé la idea de la gratuita curiosidad que preside la creación de los ensayos dedicados por Fernando Castillo a una época histórica, la situada entre los años treinta y cincuenta, donde siempre acierta a iluminar lo secundario, que acaba siendo lo más clarificador.

Tal vez sea vanidad situarme junto a dos amigos de las estanterías, pero Antonio, Fernando y yo andamos por la misma edad. Me correspondería el papel del hermano pequeño. Al cabo de las décadas, la experiencia se iguala y puede ser compartida. También las lecturas enriquecidas por años donde la ficción y la realidad han protagonizado un diálogo del que toca aprender para hacer el correspondiente arqueo.

El balance suele prologar el final, pero es un momento de libertad para escribir o leer al margen de cualquier imperativo, sin atenerse a intereses circunstanciales dejados atrás porque hemos vivido lo nuestro. Esa libertad alumbró una obra genial. La equiparación con su autor sería absurda. No obstante, queda la idea de aprovechar al máximo un período con las ambiciones remansadas. El objetivo pasa por escribir desde la memoria y la experiencia gracias a una brújula que señala un norte donde prevalece el placer de la conversación con los amigos a quienes deseamos contar viejas historias, las conocidas a fondo. Las hechas nuestras por el paso del tiempo.