La vejez no es un anuncio
de los planes de pensiones con clientes de una espléndida madurez. A veces
siento el vértigo por la edad que galopa deprisa y, empequeñecido, me aferro al
recuerdo de tantos rostros que dejé atrás a lo largo de unos caminos repletos
de cruces donde la separación resultaba inevitable.
La primera vez que salí
de España fue en septiembre de 1973. Era un quinceañero y pasé unas semanas en
compañía de una familia francesa. Todo lo visto con los ojos bien abiertos era
nuevo y distinto, muy distinto, a lo habitual en un país donde todavía resultaba
obligatorio el blanco y negro.
Volví solo y en una
localidad catalana perdí el tren que debía conducirme a casa. La alternativa
era seguir el camino gracias a los que iban en la misma dirección. Ese día
probé toda la oferta de RENFE y en un vetusto expreso que cogí en Barcelona ni
siquiera había asientos libres.
En los también
abarrotados pasillos coincidí con unos jóvenes norteamericanos que, con sus
mochilas, viajaban mientras hacían sus pinitos en español. Me contaron lo
azaroso de su destino y les correspondí con el azar que había trastocado mi
planificado viaje.
Desplegaron su mapa,
señalé mi destino, calcularon la distancia y sacaron una casete para que
escuchara 500 miles en la versión de Joan Báez. La letra, tan sencilla
como evocativa, me la explicaron, compartimos sonrisas y en ese momento supe
que llegaría al destino. Agotado, pero contento de haber visto lo desconocido.
La canción quedó en la
memoria y, mientras hacía la mili en Cádiz, un amigo me explicó que la mejor
versión era la de Peter, Paul and Mary. El «monje urbano» la tenía grabada con
sus preferidas. Agobiados por los chunguitos y similares, algún fin de semana,
cuando la compañía permanecía solitaria, escuchábamos la casete como si fuera
un ritual, donde el soldado incluía palabras en latín para recordar la
existencia de la civilización.
En febrero de 1982 me
dieron «la blanca». Aquella casete fue lo único que conservé del campamento
cuando salí junto con un agricultor manchego y un donostiarra siempre
emporrado. Ese día, el de la liberación, no fue una excepción. Tan colgado iba
que el vasco me acompañó hasta Almansa, adonde llegamos en un frío amanecer. El
helor le despejaría y comprendió que debía ir hacia el norte en vez de buscar
el Mediterráneo. Se lo expliqué, vi la sonrisa por primera vez en su rostro de heavy
metal y, sorprendido, le regalé la casete porque no debía bendecirle como
habría hecho mi amigo.
Varios años después supe
que aquel soldado formó parte del batallón que retraté en Quinquis, maderos
y picoletos (2014). Duró poco, como los quinquis de pantalones acampanados.
El «pico» le atraería más que la melancólica canción. Tal vez tuviera razón y, además,
nunca le habría discutido su derecho a vivir deprisa. Yo opté por otros
caminos, que incluyeron un libro dedicado a tantos muertos prematuros de mi
generación,
Al cabo de los años volví
a escuchar la canción de unos EEUU por entonces civilizados. Las quinientas
millas ya están casi recorridas, en las estaciones he dejado el recuerdo de
compañías fugaces y me aferro a las sonrisas de esos instantes para
compartirlas con quienes me rodean.
Las sonrisas de los
desaparecidos en los cruces las evoco cada verano, cuando el tiempo parece
detenerse. Nunca acierto a saber si el camino será de quinientas millas o
menos. La duda permanece, pero en ese tren ahora ocupo el asiento de otro
viajero: el gambler, dispuesto a dar un consejo a cambio de un trago y
un cigarrillo en una escena sacada de tantas películas norteamericanas:
Mi trabajo es aconsejar a
veinteañeros que suben al tren. No pido tragos o cigarrillos porque solo los
necesito como espectador. El consejo de las cartas es un texto abierto, pero
prevalece la necesidad de conocer el as en la manga para sacarlo en el momento
oportuno. De eso se trata, pero sin solemnizar, porque ignoramos si tenemos por
delante quinientas millas o bajaremos en la próxima parada. Mientras tanto, más
vale evitar ser un boy scout por creer en las letras del folk y el
country, recordar a los amigos fugaces que sonrieron y confiar en la suerte de
la memoria. También es un as en la manga para evitar vértigos y melancolías.