martes, 23 de diciembre de 2025

Críspulo, ¡¡¡se ha perdido Chencho!!!


 

La escena forma parte de los recuerdos de varias generaciones. Chencho se pierde cuando, en compañía del abuelo y cuatro hermanos, acude al mercadillo navideño de la madrileña Plaza Mayor. El episodio de La gran familia (1962), de Fernando Palacios, es dramático, pero aleccionador. El guionista Pedro Masó vivía el momento más brillante de su carrera cinematográfica y sabía de la necesidad de «sufrir» antes de sonreír con el alivio de comprobar la bondad natural de quienes, por ser españoles, eran unos «formidables» cuya solidaridad permitía encontrar al nene.

Ángel Pardo, el Chencho de la película, tenía cuatro años cuando se rodó aquel gran éxito del cine español. Su papel es el propio de un figurante que, en un momento determinado, cobra protagonismo, pero el intérprete apenas podía ir más allá de emocionarnos con su aspecto desvalido mientras deambula por la Plaza Mayor en busca de su familia. Gracias al flequillo rubio, el gorrito y el abriguito, solo necesita mostrar su cara de niño bueno para que sintamos la necesidad de cogerle de la mano a la espera del abuelo, que terminaría apareciendo con el rostro desencajado por el susto y agradecido por la bondad de los «formidables». Es decir, nosotros.

Aquel cine aleccionador del franquismo descansa en la solidaridad sin posibles fisuras de toda la colectividad. El ideal resulta tan hermoso como carente de base real, pero los pormenores de la realidad apenas importan cuando se presenta a una familia como la protagonista de la película. Todo es posible en ese mundo de la ficción en blanco y negro donde un aparejador obra milagros con su sueldo y justifica, de sobra, el baby boom que a tantos nos trajo al mundo.

La solidaridad de los padrinos, los hermanos, el portero, los vecinos, los periodistas, los policías… está en el guion porque era lo que tocaba en aquel esquema argumental tan eficaz como bien visto por las autoridades de la época. Sin embargo, cada vez que he disfrutado con esta comedia de Fernando Palacios me he hecho más partidario de Críspulo, el hermano trapisondista interpretado por Pedro Mari Sánchez.




Hace muchos años tuve la oportunidad de hablar en la UA con el actor que encarnó a Críspulo. Algunas conversaciones permanecen en el recuerdo. Pedro Mari Sánchez me lleva cuatro años, pero compartimos una infancia en aquel desarrollismo todavía en blanco y negro porque no daba para lujos. Me contó anécdotas del rodaje, reímos al recordar algunos episodios y, al final, terminamos hablando de la gorrita de cuero que lleva en la escena de la Plaza Mayor y durante esas Navidades en busca de Chencho.

Yo tenía una gorrita idéntica y llegadas las Navidades, que en Alicante nunca son tan frías, era preciso llevarla para «ir calentitos». La verdad es que aquellas gorritas al estilo de las lucidas en la hípica abrigaban poco. Al menos en comparación con el tradicional gorro de lana, pero lucían lo suyo en un querer y no poder bastante propio del momento. Su aspecto de aires foráneos era un síntoma de una época en la que tantas clases medias aspiraban a tener su cuota de modernidad, aunque la misma quedara reducida a un abriguito rígido y una gorrita incompatible con las exhibidas en las carreras de Ascot.

El problema es que, a diferencia de Críspulo, yo no era un trapisondista, sino un «niño bueno». Tal vez por eso siempre me han fascinado los trapisondistas, un término ahora perdido entre los recuerdos, como tantos otros de una época que cuesta evocar a la luz de un presente donde el pasado siempre parece sobrar o molestar.




Críspulo era un trapisondista de buen corazón como mandaban los cánones a los que se acogió aquella película. Podía lanzar un petardo en una cola -también era petardista-, pero solo para dispersar al personal y entrevistarse rápidamente con el rey mago. Puestos a ver a Dios, seguro que Su Majestad podía interceder para encontrar pronto a Chencho. Aquellos trapisondistas al estilo de Zipi y Zape alborotaban, embaucaban y enredaban, pero sin mala intención, como un desahogo propio de una edad donde cierto comportamiento anárquico resulta imprescindible.

Yo me acercaba más al modelo del «repelente niño Vicente» concebido por Rafael Azcona. No por la vanidad de lucir saberes impensables en la infancia, sino porque era capaz de quedar bien con las visitas y hasta de ser puesto como ejemplo de comportamiento frente al de tantos trapisondistas.

Al cabo del tiempo, creo que lo de ser «niño bueno» no luce demasiado en la vida. Los trapisondistas prevalecen, pero no los de buen corazón, sino aquellos que alborotan sin mesura hasta el punto de que nadie, absolutamente nadie, utiliza esa denominación para caracterizarlos. Son gamberros, porque la RAE debiera incluir en su definición de las trapisondas la carencia de una mala intención como la habitual en las gamberradas

No he vuelto a hablar con Pedro Mari Sánchez, que ha cumplido los setenta. Yo ando cerca de esa edad donde los niños buenos y trapisondistas, ya sin gorritas que no sean las necesarias para preservar la calvicie, confluyen en limitaciones capaces de evitar cualquier exceso. El presente entonces sigue abierto al disfrute mesurado, pero a condición de dejar hueco a un pasado donde fuimos niños con gorritas y abriguitos del modesto desarrollismo en blanco y negro.

La nostalgia es una engañifa, pero añorar la infancia supone una necesidad porque en ella cabe imaginar a «buenos» y «trapisondistas» empeñados en jugar al fútbol en un pasillo, «hacer el indio» durante una visita y hasta lanzar algún petardo, que es el privilegio disfrutado por Críspulo gracias a una ficción ajena a las limitaciones de la realidad.

Por eso todavía la disfrutamos, al menos en Navidades, y sonreímos al recordarla como si fuera la propia de nuestra infancia. El necesario desengaño lo dejamos para otra ocasión porque, ahí nos duele, en la vida carecemos de un guionista como el mejor Pedro Masó. Y puestos a compartir la edad de Pepe Isbert, sabemos de sobra que no todos somos unos «formidables» como los anunciados por Alberto Oliveras en la SER con el fondo musical de la sinfonía del Nuevo Mundo, de Dvorák.

 Pd.: En una entrada dedicada a Chencho, publicada el 24-XII-2024, creí que era mayor que el personaje interpretado por Ángel Pardo. En realidad, me lleva unos meses. Aclarado y reconocido este error, asumo la penitencia con la esperanza de que, al cabo de los años, esas diferencias ni se notan.

domingo, 21 de diciembre de 2025

La publicación de La colmena, el tercer volumen de la trilogía, ha sido aprobada por la UA


 Universidad de Alicante

El Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Alicante me ha comunicado que en la reunión de su consejo rector celebrado el pasado día 19 se aprobó la publicación de La colmena, el tercer volumen de la trilogía dedicada a los consejos de guerra de periodistas y escritores. La aprobación, como es preceptivo, vino motivada por dos informes positivos realizados por especialistas en la materia. Los mismos, con carácter anónimo, me fueron remitidos y tienen las calificaciones de 9 y 10 sobre un máximo de 10.
A partir de enero realizaremos las gestiones oportunas para sumar a la editorial Renacimiento a una coedición como en las anteriores ocasiones. Si así sucede, y tras culminar una tarea de elaboración y revisión de las pruebas de imprenta, es probable que a finales del curso tengamos el volumen publicado y en las librerías. Si no llegamos a tiempo, la fecha de publicación sería septiembre.
Ahora mismo, y a resultas de los nuevos sumarios localizados, estoy inmerso en la redacción de un nuevo volumen dedicado a los consejos de guerra de periodistas y escritores, que probablemente cierre el ciclo y por coincidir con mis últimos años en activo he titulado Al final del trayecto. El índice provisional, e incompleto, del mismo es el siguiente:

AL FINAL DEL TRAYECTO.

LOS CONSEJOS DE GUERRA DE PERIODISTAS Y ESCRITORES (1939-1945)

ÍNDICE

-       El final del trayecto

-       Pornógrafos y bohemios en las cárceles de la Victoria

-       Las «extrañas» víctimas de la represión franquista

-       Los periodistas en el sumario de la Alianza Nacional de Fuerzas Democráticas (ANFD)

-       Enrique Meneses Puertas no fue condenado a muerte

-       La denuncia preventiva de un periodista

-       La suerte del periodista y escritor Eduardo García Marcili

-       Procesado por taquimecanógrafo: José Ferrándiz Casares

-       El proceso de un monárquico, republicano y falangista: José Tarí Navarro

-       El consejo de guerra de Francisco Fernández Albors

-       La tardía condena a muerte de un periodista conservador

-       Manuel Izquierdo Esteban, taquimecanógrafo de Mundo Obrero

-       El condenado a muerte que leía a Gabriel Miró

-       José Fragero Pozuelo, falangista y confidente del SIM

-       Kafka en la jurisdicción militar

-       El cronista de guerra Fernando F. Revuelta

-       Antonio Gallego Carretero, periodista fusilado

-       La suerte de Francisco Baleriola Arroyo

-       La «corresponsal obrera» Concha Santalla

-       La solidaridad de los hermanos Alba Cortina

-      Miguel Hernández y la judicialización de la Historia

 La finalización de este trabajo tendrá lugar a lo largo del curso 2026-2027. Actualmente, ya tengo redactados 157 folios, pero el volumen de la documentación localizada me lleva a pensar que la cifra final rondará los trescientos. Mientras tanto, a través de este blog y de la web consejosdeguerra.es facilitaremos información sobre estos nuevos casos, que junto con los ya analizados suman más de cien. La finalización de la tarea, con un relato para cada una de las víctimas, está prevista para mi jubilación, que llegará si la salud me acompaña en junio de 2028.


miércoles, 17 de diciembre de 2025

Presentación de Bajo sospecha, de Ana Asión y Sergio Calvo


Hace un año y medio aproximadamente, cuando los jóvenes profesores de la Universidad de Zaragoza Ana Asión y Sergio Calvo, me propusieron colaborar en un volumen colectivo acepté encantado (véase la entrada del pasado 12 de febrero). El objetivo era acercarse a un régimen represivo como el franquismo desde diferentes perspectivas y pronto propuse escribir un capítulo centrado en mis investigaciones sobre la represión sufrida por escritores y periodistas durante la Victoria.
El proceso de edición del volumen fue rápido, todos los colaboradores respondieron en tiempo y forma y el resultado llegó a las librerías el pasado mes de febrero. Desde entonces, Ana y Sergio, como coordinadores de Bajo sospecha, han protagonizado una verdadera gira de presentaciones. El consiguiente esfuerzo habrá contribuido al éxito editorial que ha supuesta la presencia del volumen en las listas de las obras de no ficción más vendidas durante la pasada primavera.
La gira, al menos en lo que respecta a 2025, termina mañana en la sede de la Universidad de Alicante, donde podremos debatir sobre la necesidad de estudiar este período histórico, especialmente en unos momentos donde tantas amenazas se ciernen sobre la democracia. A la espera de disponer del correspondiente vídeo de la UA, os dejo con el de una anterior presentación de Bajo sospecha: 










domingo, 14 de diciembre de 2025

Antonio Gallego Carretero, abogado y periodista fusilado


 Antonio Gallego Carretero

El abogado Antonio Gallego Carretero (1888-1941) mostró inquietudes periodísticas, políticas y literarias. Miembro de una acomodada familia de Tarazona de la Mancha (Albacete), estudió Derecho en la Universidad Central de Madrid (1908-1915) y aprovechó la estancia en la capital para ser un asiduo del Ateneo y entablar amistad con diversas personalidades del mundo de las letras. Aparte de publicar dos libros -El marqués de Molins. Su vida y sus obras (Albacete, 1912) y Películas (pendiente de consulta en el AHP de Albacete)-, tras su vuelta a la localidad natal para hacerse cargo de las tierras familiares fundó y dirigió el semanario liberal El Manchego, que llegó a los sesenta y seis números entre el 1 de enero de 1913 y el 20 de junio de 1914. Allí firmó sus artículos como Míster, pero su pluma también está presente en El Defensor de Albacete mientras mostraba sus simpatías por líderes como Joaquín Costa y Vicente Blasco Ibáñez.

En 1930, Antonio Gallego Carretero fue uno de los fundadores del Círculo Republicano de Tarazona y, tras el advenimiento de la II República, ejerció como juez municipal en la localidad manchega hasta el movimiento revolucionario de octubre de 1934. Su fracaso le condujo a la cárcel de Albacete durante dos meses como posible instigador. Finalmente, no fue procesado y salió en libertad, a diferencia de algunos de sus compañeros de prisión para los que se pidió pena de muerte en 1935. La correspondencia incluida en el archivo familiar prueba que permaneció en contacto con ellos y les prestó su ayuda con gestos solidarios.

La militancia en Izquierda Republicana le llevó a formar parte del comité directivo del Frente Popular en su pueblo natal. A lo largo de la guerra, fue delegado de abastos y transporte en una localidad alterada por la presencia de las Brigadas Internacionales, así como responsable de una incautada fábrica de harinas. Los problemas se multiplicaron por aquel entonces. Tras abandonar en agosto de 1936 el citado comité por su desacuerdo con los actos de violencia, el abogado vio partir a su hijo José, que moriría en la batalla del Ebro después de mandar a su familia unas emotivas postales conservadas en el archivo arriba indicado. Antonio Gallego Carretero permaneció en Tarazona con su esposa Isidra y el hijo pequeño, Juan, hasta el final de la guerra, cuando intentó partir al exilio desde el puerto de Alicante.

El empeño fue un imposible que marcó el inicio de un trágico final. Tras volver a Tarazona con un probable exceso de confianza o como única manera de salvar a su familia, el 9 de mayo de 1939, el albaceteño José Albuger Cuenca (1903-1980), director de la banda municipal, le denunció ante la delegación provincial de información e investigación de FET y de las JONS. El denunciante tuvo una larga trayectoria como compositor, intérprete y director de diferentes bandas municipales.




Antonio Gallego Carretero queda detenido el mismo día de la denuncia cuando llevaba consigo tres monedas de oro y algo de azafrán para buscar su supervivencia. Nunca las recuperó. Tampoco su hijo Juan, a pesar de las gestiones realizadas tras la llegada de la democracia. Los militares del juzgado de Villarrobledo le acusan de ser un «republicano de los malos», capaz de colaborar con «los más destacados revolucionarios del partido socialista», y el auditor manda instruir el sumario 4712 del AGHD que le llevaría al paredón.

La acusación formulada el 21 de septiembre se basa en la actuación de Antonio Gallego Carretero como juez municipal durante el período republicano, la militancia en el Frente Popular y, sobre todo, en su supuesto papel como inductor del asesinato de Ignacio Corrales Camacho, que en 1934 le había sucedido al frente del juzgado municipal. Aparte de imponerle una multa de dos mil pesetas y mantener una relación de enemistad, el encausado le negó un salvoconducto para salir de Tarazona junto a su familia. Dos días después el solicitante apareció asesinado. La acusación va más allá de este caso cuando los instructores le consideran la «persona que capitaneaba a todo el elemento rojo» de la localidad manchega, hasta el punto de que «por indicación suya fueron detenidas muchas personas de derechas».

El 17 de noviembre de 1939, Antonio Gallego Carretero declara en el juzgado militar para negar las citadas acusaciones, que fueron formuladas en el sumario sin aportar pruebas de una participación directa en acciones violentas. De hecho, el informe de la comandancia local de la Guardia Civil fechado el 25 de septiembre descarta que el abogado interviniera en detenciones, asesinatos y requisas, pero le considera un «elemento peligrosísimo para el Régimen, pues hacía mucha propaganda roja».

A tenor de lo observado en el sumario, más decisiva fue la denuncia presentada el 18 de septiembre por Celia Lobo Rodríguez, la viuda de Ignacio Corrales Camacho, que le considera responsable del asesinato de su marido en la madrugada del 18 de septiembre de 1936. Lo reiteró en su declaración del 16 de noviembre porque «cree firmemente y es de dominio público» dicha responsabilidad. La declarante la extrapola a todos los actos violentos acaecidos en la localidad manchega durante la guerra, porque Antonio Gallego Carretero «formaba parte de la pandilla que sembró el terror en el pueblo de Tarazona por los muchos asesinatos cometidos». La acusación es tan genérica como carente de pruebas más allá de un posible enfrentamiento político entre el acusado y el asesinado.

Vista la acusación de la viuda, la instrucción del sumario se limitó a buscar nuevos testimonios acusatorios entre los vecinos de Tarazona afectados por la violencia de los republicanos durante la guerra. Quienes podían contrarrestarlos con pruebas de descargo u otros testimonios estaban muertos, exiliados, encarcelados o procurando pasar lo más desapercibido posible para evitar la represión. Ninguno, como era previsible, se presentó en el juzgado militar de Villarrobledo, mientras que la esposa de Antonio Gallego Carretero, Isidra, era detenida y maltratada sin que lo llegara a saber su encarcelado marido a tenor de las cartas conservadas en el archivo familiar, que ha sido incorporado al Archivo de la Democracia de la UA.

La instrucción del sumarísimo de urgencia fue tan precaria como rápida. Entre el 15 y el 16 de noviembre declararon varios vecinos de Tarazona afectados por la violencia republicana. Todos formulan las mismas acusaciones en unos términos tan similares que permiten suponer una previa puesta en común. El comerciante Vicente Panadero Castillo, hermano del sindicalista Gaspar Panadero Castillo, que acabó fusilado en Albacete el 20 de junio de 1942 (AGHD, 7879), tendría razones de sobra para hacer méritos ante las autoridades militares que terminaron deteniendo al fusilado el 11 de febrero de 1940.

El comerciante acusa a Antonio Gallego Carretero de haber participado en la revuelta de octubre de 1934 provocando el asesinato de un guardia civil y tres agentes locales, a pesar de que el abogado solo estuvo encarcelado durante un mes y ni siquiera fue procesado. También sorprende que el declarante no formulara la acusación en el citado mes de octubre y la recordara cinco años después para agravar la denuncia. Asimismo, le considera «ateo de siempre y perseguidor implacable de todo lo que signifique religión cristiana», por lo que le vincula con el incendio de una parroquia de Tarazona, donde le vio vestido de miliciano y le supone partícipe de asesinatos sin concretar.

Joaquina Jiménez Cuartero en su declaración «no le cree ajeno a ninguna de las canalladas cometidas por la horda roja en Tarazona durante todo el período de la revolución» y lanza una acusación global contra Antonio Gallego Carretero al margen de cualquier prueba o testimonio dotado de concreción. Otros declarantes del sumario, con familiares asesinados, acusan al abogado de vivir «de manera extremadamente lujosa durante el dominio de la rebelión roja» y «ser el dueño y señor de todo el comité del Frente Popular de Tarazona», a pesar de que se apartara del mismo en agosto de 1936. Nadie reparó en que el encartado pudo disfrutar de una holgada situación económica porque era propietario de tierras en Tarazona y, sobre todo, me sorprende que todavía no haya podido constatar estos testimonios en la Causa General. No obstante, consultaré a otros colegas por si estuviera en un error.

Con estos testimonios y sin practicar otras diligencias para la instrucción del sumario, al que he tenido acceso gracias a una copia facilitada por los herederos del encausado, el 31 de enero de 1940 Antonio Gallego Carretero fue condenado a muerte por un tribunal reunido en Villarrobledo bajo la presidencia del comandante Pedro Llorente. Un año después, el general Franco dio el visto bueno a su ejecución, que tuvo lugar el 1 de febrero de 1941 en las tapias del cementerio de Albacete. La tardanza indica la posibilidad de gestiones para lograr la conmutación, pero en cualquier caso resultaron infructuosas.

Durante estos últimos meses en la cárcel, Antonio Gallego Carretero escribió varias cartas dirigidas a su esposa y otros familiares. Su nieto José Miguel Gallego las conserva, así como las mandadas por su tío José poco antes de caer muerto en la batalla del Ebro. La lectura de esta correspondencia perfila una personalidad contraria a la descrita en unas declaraciones donde las pruebas brillan por su ausencia. Tampoco eran precisas en un sumarísimo de urgencia donde nadie trataba de juzgar los hechos probados, sino la personalidad política del «enemigo», que lo era desde los lejanos tiempos de estudiante de Derecho en Madrid y director de un semanario tan liberal como anticlerical.

Todos los vencedores de Tarazona conocían al abogado y, terminada la guerra, llegó el momento del castigo nunca exento de una venganza acorde con los usos de la época. La misma fue especialmente dura para una familia que perdió un hijo y el padre como antesala de años de marginación con el consiguiente expolio de sus tierras, a pesar de que el 11 de octubre de 1946 quedara sobreseído el expediente derivado de la Ley de Responsabilidades Políticas.

A esas alturas de la Victoria, la familia se había quedado sin las tierras y Juan, el hijo superviviente, acabó trabajando fuera de una Tarazona donde demasiada gente le recordaba un pasado dramático para los suyos: «todos los que persiguieron a republicanos o comunistas en aquellos tiempos, […], años después eran los que más tierras tenían y los que en mejor posición estaban», según lo escrito en un documento facilitado al Archivo de la Democracia por los herederos de Antonio Gallego Carretero.

Juan Gallego Picazo peleó durante años por recuperar la memoria de su padre y su hermano, superó numerosas dificultades para acceder a la información del sumario instruido contra el primero y, finalmente, el 29 de junio de 2009 obtuvo la declaración de reparación y reconocimiento personal de su padre firmada por el entonces ministro de Justicia, Francisco Caamaño Domínguez.

El deber de la memoria estaba cumplido, pero sus palabras evidencian un dolor de difícil superación: «Yo perdí a mi hermano, perdí a mi padre y mi madre murió totalmente perturbada por las pérdidas sufridas y por las vejaciones y torturas a las que la sometieron durante el corto espacio de tiempo que estuvo encarcelada. ¿Cómo voy a perdonar eso? ¿Cómo puedo yo olvidarlo? ¿Cómo voy a encontrar la paz después de eso?».

Al cabo de tantos años, la paz empieza por disponer de una voz en el relato de la Historia para recordar una trayectoria republicana y defenderse de unas acusaciones que no precisaron de pruebas más allá de lo testimoniado por los declarantes. Esa voz requiere la presencia de un coro ausente durante el sumarísimo de urgencia, el formado por otros posibles testimonios con los correspondientes documentos, para conocer en los términos más precisos lo ocurrido en Tarazona de la Mancha durante la Guerra Civil.

La tarea de investigación será completada en un próximo volumen, Al final de la trayectoria, que se sumará a la trilogía culminada con otro actualmente en prensa: La colmena. Mientras tanto, el archivo conservado por la familia de Antonio Gallego Carretero ha quedado incorporado al Archivo de la Democracia para su catalogación y preservación con el objetivo de que pueda ser consultado por los investigadores.

 


jueves, 11 de diciembre de 2025

El acoso que no cesa


 David Uclés

El trabajo de un catedrático se divide entre la investigación y la docencia, además de la gestión. El perfil individual puede decantarse por una de estas facetas, pero debe buscarse un equilibrio. Algunos compañeros tienen una probada capacidad como gestores, otros se inclinan por la docencia y un tercer grupo prefiere centrarse en la investigación. Las opciones son igualmente respetables, pero de acuerdo con el actual modelo de acceso a cátedras es necesario cultivar las tres facetas, aunque no sea en la misma medida.

Desde el curso 1982-83 imparto docencia en la UA y la compagino con la investigación. En cuanto a la gestión, la faceta para la que me siento menos capacitado, he ocupado cargos directivos por elección de mis compañeros durante diez años. Los suficientes, creo, para cumplir y dejar paso a otros colegas con más vocación gestora.

Al cabo de cuarenta y tres cursos, algo de experiencia docente debo tener, pero es necesario renovarla con ilusión porque así lo requiere el respeto al alumnado. Hasta ahora la mantengo, procuro adaptarme a los tiempos y no caer en la inercia de muchos colegas cuya jubilación está cercana.

El resultado de esa tarea, al menos en lo cuantificable, me llega todos los años por estas fechas gracias al programa Docentia. El de este año ha vuelto a ser «muy favorable» y, como diría el emérito, «me llena de orgullo y satisfacción»:



Sin embargo, una experiencia como la de volver al instituto cincuenta años después, dar una charla sobre la necesidad de aprender a convivir en democracia respetando a los demás y ver la reacción de unos doscientos alumnos todavía me ha satisfecho más, aunque solo sea por la novedad de dirigirme a chavales de catorce-quince años que estuvieron preguntando durante una hora.

Al igual que mis compañeros de mesa, procuré adaptarme a la edad de quienes nos escuchaban y el resultado prueba la conveniencia de hacer estas actividades más a menudo. La necesidad de dialogar se enseña mediante el diálogo y el respeto mutuo, también hacia un alumnado que te pregunta con la mentalidad propia de su edad.

Gracias a que dos profesores del instituto son antiguos alumnos míos, aproveché la visita para reencontrar rincones que no veía desde hace cincuenta años. El edificio permanece prácticamente igual porque goza de protección por su carácter histórico y esa experiencia me emocionó al tiempo que me trajo recuerdos.

De vuelta a casa, mientras caminaba, recordé a los compañeros fallecidos. Son bastantes porque ya andamos por una edad donde estas noticias empiezan a resultar habituales. El recuerdo más triste fue el de quienes perdieron la vida demasiado pronto, apenas cumplidos los veinte años y por culpa del SIDA.

Durante dos cursos coincidí con un par de compañeros homosexuales. A principios de los setenta y en un ámbito como el de un instituto masculino, esta identidad era motivo de burlas, discriminación y acoso, concretado en situaciones que ahora me provocan un espanto retrospectivo.

Mi ignorancia de la homosexualidad era total y compartiría los prejuicios habituales entre mis compañeros. La memoria no debe exculparnos, pero mediante el ejemplo había aprendido en casa un mínimo de respeto hacia los demás. Al menos, nunca participé en un acoso que aquellos compañeros llevaban de la mejor manera posible.

El episodio ya lo relaté en Contemos cómo pasó y me retrotrae a una visita hospitalaria que, por casualidad, me permitió ver a uno de esos compañeros cuando el SIDA estaba a punto de matarle. El otro siguió el mismo camino a mediados de los años ochenta. No tuve una amistad con ellos, pero nunca les olvidaré porque me pareció brutal, por lo injusto, que murieran tan pronto después de sufrir un acoso del que por entonces podrían empezar a salir.

Así lo imaginé, con la ingenuidad del optimista y confiado en la condición humana, pero desde entonces he tenido múltiples ocasiones de ver quebrada esa evolución hacia un mayor respeto al otro, al diferente especialmente. Como director de mi departamento, hace unos diez años debí afrontar otro tipo de acoso más sofisticado por lo virtual, pero igualmente bestial. Lo sufrieron de nuevo alumnos homosexuales, que por ser también brillantes en lo académico parecían merecer las barbaridades que los mediocres nunca les dijeron en la cara.

Todavía recuerdo aquellas reuniones, cuando leí en voz alta lo que circulaba por las redes. Nadie se atrevió a reconocer su autoría. Algo hemos cambiado. En los setenta, los acosadores actuaban con la complicidad de la clase. Ahora, en la universidad, procuran esconderse detrás del anonimato de las redes y se muestran cobardes -supongo que también avergonzados- cuando se les invita a reconocer lo hecho.

La evolución dista mucho de ser suficiente y, de acuerdo con lo visto en los medios de comunicación, parece que volvemos a las andadas en temas como el acoso en el ámbito educativo, que no solamente tiene a los homosexuales como víctimas, pero que todavía les afecta.

Al volver a casa, después de recordar a los compañeros fallecidos, leí el muro del novelista David Uclés, por el que siento una especial simpatía tras leer La península de las casas vacías (2024) y, sobre todo, verle en varias presentaciones. Me parece el alumno ideal: inteligente, trabajador, simpático, brillante, bienhumorado, humilde…, a pesar del éxito de quien ha vendido más de trescientos mil ejemplares sin caer en la vanidad.

El muro de Facebook hablaba del duro acoso sufrido como homosexual durante su etapa en la enseñanza secundaria, hace apenas veinte años. La descripción era preocupante, pero la verdadera preocupación vino cuando la exposición utilizó el presente para referirse a episodios de ahora mismo.

David Uclés, el novelista con más éxito de estos dos últimos años, ha debido abandonar X, tomar precauciones y afrontar unas campañas brutales de acoso donde a la homosexualidad se añade su ideología. Lo ha hecho con valentía y hasta humor. Tal vez porque, a pesar de todo, los tiempos han cambiado y siente la empatía de los miles de lectores que disfrutamos con su maravillosa prosa.

La charla del instituto duró dos horas y, al final, coincidimos en dar al alumnado un consejo: el discurso del odio no solo provoca acosos, sino que rompe la convivencia y es la antesala de las dictaduras. Si la idea caló, tal vez algún acosado tenga la fortaleza de aquellos compañeros capaces de vivir deprisa o la brillantez de un David Uclés al que los intolerantes no le perdonan su éxito.

El consuelo de la imaginación es mínimo, pero ojalá quienes murieron demasiado pronto pudieran ver actos como el del novelista con Rodrigo Cuevas, cuyo vídeo traigo aquí perque vull, como diría la canción de Ovidi Montllor. Verlo siempre será motivo de ánimo para quienes, de una u otra manera, sufrimos el acoso de los intolerantes que añoran la dictadura.

https://www.youtube.com/watch?v=cX-4r17Tir8&t=39s



domingo, 7 de diciembre de 2025

El regreso al instituto cincuenta años después


 

Hace cincuenta años pasaron muchas cosas. También en lo personal. En aquella primavera, y tras siete cursos, abandoné las aulas del instituto masculino Jorge Juan de Alicante, adonde entré con pantalones cortos para salir barbado y con peluca. Ya era un veterano de un centro destartalado de tanto uso en turnos de mañana, tarde y noche, pero nunca imaginé que volvería como catedrático al cabo de cincuenta años para charlar con un alumnado que ahora es más diverso. El instituto pronto dejó de ser masculino y nadie se sorprende de ver en sus aulas a jóvenes de las más distintas procedencias.

El motivo del regreso es el Día Internacional de los Derechos Humanos y el tema de la charla «vivir en democracia», una aspiración que vuelve a estar de actualidad cuando una parte de la juventud parece distanciarse de un régimen con múltiples defectos, pero que siempre será el menos malo de los conocidos y, sobre todo, mejor que cualquier dictadura.

Mi participación podría ser la de quien ha escrito miles de páginas dedicadas a la cultura del período franquista, pero nunca he dejado de ser un alumno del Jorge Juan. Prefiero, pues, recordar mi experiencia, aquella que me impide cualquier asomo de añoranza más allá de la juventud. Y de la peluca, por supuesto.



Profesorado del Jorge Juan poco antes de mi ingreso

El Jorge Juan de 1975 era un instituto tan masculino como abarrotado con diferentes turnos y unas aulas donde permanecíamos hacinados. El franquismo dejó la enseñanza secundaria en manos de la Iglesia Católica y apenas construyó centros dedicados a esta etapa educativa, que fue minoritaria hasta bien entrados los años sesenta.

El problema se agravó cuando la avalancha de los nacidos durante el desarrollismo cumplimos los diez años. La imprevisión de la dictadura se solucionó tarde y mal. A la espera de la construcción de nuevos centros, que solo tuvo un impulso fuerte con la llegada de la democracia, la alternativa consistió en utilizar las mismas aulas para diferentes turnos. El deterioro de los centros fue brutal, así como el de la calidad de la enseñanza, que algunos chavales recibían a última hora de la noche.

A falta del profesorado joven que llegaría en cantidades relevantes con la democracia, el relevo generacional apenas se había cumplido y teníamos unos profesores desbordados al final de sus trayectorias. Las clases con hasta cincuenta alumnos eran ingobernables y cualquier proyecto pedagógico estaba abocado al fracaso, Solo el respeto a algunos docentes y el entusiasmo de los recién incorporados suponían una excepción en un panorama mediocre agravado por una falta de financiación e infraestructura, sobre todo a la hora de cualquier práctica deportiva o de laboratorios.

Los medios que proporciona cualquier sistema educativo son fundamentales. Los del franquismo eran mínimos, pero a menudo las carencias se solventaban a base del entusiasmo de algunos profesores o las ganas de protagonizar algo diferente en una generación cuyos dieciocho años, una edad clave, coincidiría con el final de la dictadura.



Bendecidos por Pablo VI en la primavera de 1974

Así recuerdo, por ejemplo, que en el curso 1974-1975 conseguimos formar un grupo de teatro con el objetivo de representar una obra concebida por nosotros mismos. Algunos habíamos oído hablar del Teatro Independiente y creímos, con toda la ingenuidad del mundo, que era sencillo subirse a un escenario para emular a esos grupos de las furgonetas y el entusiasmo como único patrimonio.

La joven profesora de Lengua y Literatura, con paciencia y comprensión, apoyó la iniciativa y nos dejó actuar con libertad. Mientras tanto, la dirección del instituto miraría para otro lado como sucedía en tantas iniciativas de un alumnado cada vez más alejado de la rigidez dictatorial. Así, a base de ingenuidad y ganas, improvisamos una obra que ahora nos haría sonreír, pero que nos la tomamos muy en serio.

El problema vino a la hora de representarla en el salón de actos ante los compañeros y los familiares. La autorización de la autoridad competente, la delegación del Ministerio de Información y Turismo, suponía un requisito para evitar sanciones.

Gracias a la ayuda de la profesora, iniciamos la tramitación, que incluía la presentación del texto a representar, junto con las indicaciones de la puesta en escena, que eran las elementales de un grupo de chavales. Todavía recuerdo el día en que entregamos la documentación a un funcionario que nos miró como si fuéramos marcianos empeñados en molestarle.

Los días pasaron y la autorización no llegaba. La táctica del silencio administrativo era habitual. Censurar a un grupo de instituto resultaba excesivo para aquellos tiempos, pero cabía la posibilidad de dar la callada como respuesta a la espera de que, con el lógico temor, los profesores decidieran por su cuenta suspender la representación.

La alternativa fue «jugársela». La representación se hizo sin la autorización y gracias al silencio del equipo directivo, que comprendería el absurdo de prohibir la iniciativa del alumnado. La sanciones resultaban disuasorias, pero las ganas de subir al escenario o de ver a los alumnos ilusionados prevalecieron en detrimento del temor, aunque durante unas semanas permanecimos preocupados a la espera de alguna carta oficial.

Así, a base de «jugársela» en el día a día, en cuestiones anecdóticas que nunca pasarán a los libros de historia, se inició el camino hacia la democracia, a pesar de los obstáculos, incluidos los violentos, puestos por los beneficiarios de la dictadura, que eran una legión.

Ahora, cuando contamos con una infraestructura educativa muchísimo mejor y la libertad de manifestar nuestras opciones ante cualquier tema, la añoranza de una dictadura que separaba a los chicos de las chicas, nos hacinaba en las aulas y ni siquiera permitía organizar un acto cultural es propia de mentecatos.

Los hay, y en abundancia, gracias a unas redes sociales y determinados medios de comunicación donde cualquier botarate sienta cátedra. Tal vez porque tranquiliza tener respuestas sencillas, y contundentes, a problemas complejos que requieren de mil matices tras muchas horas de estudio o lectura. Esa indolencia intelectual conduce al fanatismo de los gregarios que añoran las dictaduras para excluir al diferente: el inmigrante, la feminista, el miembro de la comunidad LGTBI, el izquierdista… El otro, en definitiva.

Frente a esa deriva que pone en peligro los derechos más básicos, siempre cabe hacer uso de lo esencial: nuestra voluntad de formarnos e informarnos para decidir siendo críticos y conscientes ante una democracia imperfecta, capaz de desanimarnos a menudo por su inoperancia a corto plazo, pero mejorable gracias a nuestra participación en un proyecto de convivencia.

La dictadura, no lo olvidemos, es la negación de esa participación porque la práctica de la misma queda asimilada a la posibilidad de «jugársela». Y, claro está, no siempre hubo un final feliz como con aquella representación. El camino hacia la democracia estuvo jalonado de víctimas anónimas que nunca subieron a un escenario, pero nos dejaron un legado que debemos preservar para no volver a unos tiempos donde lo que no era obligatorio estaba prohibido.

viernes, 5 de diciembre de 2025

Constantino Ruiz Carnero, represaliado después de ejecutado


 Constantino Ruiz Carnero. Fuente: Wikipedia

El marco represivo de la Victoria sigue la lógica de la eliminación del «enemigo», pero a veces la misma revela un ensañamiento difícil de entender más allá de abrumar, hasta el espanto, a quienes pudieran estar cerca de las víctimas. La posibilidad de iniciar un proceso judicial contra alguien ejecutado extrajudicialmente, tan solo para asegurarse de que no ha dejado bienes susceptibles de ser disfrutados por sus familiares, forma parte de ese ensañamiento sin límites protagonizado por represores de aquellos años.

El periodista y escritor Constantino Ruiz Carnero, aparte de buen amigo de Federico García Lorca, era el director de El Defensor de Granada cuando se produjo el golpe de Estado. Su posicionamiento favorable a la II República, así como sus frecuentes críticas a los sectores reaccionarios de la capital andaluza, le convirtieron en una víctima al triunfar los sublevados en una ciudad donde, de hecho, nunca hubo una guerra, pero sí una fuerte represión.



Constantino Ruiz Carnero con Federico García Lorca
Fuente: Universolorca.com

El 27 de julio los sublevados le detuvieron y, tras recibir maltratos, el 8 de agosto fue ejecutado sin que hubiera algún tipo de proceso judicial. Algunas fuentes indican que ni siquiera fue necesario llevarlo al pelotón de fusilamiento porque ya estaba muerto por entonces a consecuencia de un culatazo en la cara, que le rompió las gafas incrustándose los cristales en sus ojos. Así habría agonizado uno de los más brillantes periodistas de la época.

La biografía escrita por Francisco Viqueras, Granada, 1936. Muerte de un periodista (2015), gracias a los familiares del protagonista detalla y documenta lo sucedido durante aquellas trágicas semanas. Poco o nada se puede añadir a la labor de investigación realizada por quien también es periodista y escribe desde la admiración por el legado que dejó su colega y coterráneo.

Sin embargo, y aunque no sea algo completamente nuevo a tenor de los casos ya estudiados, me ha llamado la atención que a Constantino Ruiz Carnero le aplicaran retroactivamente la Ley de Responsabilidades Políticas aprobada el 9 de febrero de 1939. Esta circunstancia ya la había constatado varias veces en los casos de los periodistas y escritores sometidos a consejos de guerra. La historia de Matilde Zapata es ejemplar en este sentido, pero nunca lo había observado en un ejecutado extrajudicialmente, hasta el punto de que su fallecimiento ni siquiera consta en el Registro Civil de Granada.

Según cuenta Francisco Vigueras en su citado libro editado por Comares, el expediente lo iniciaron el 15 de septiembre de 1939, más de tres años después de la ejecución y siendo plenamente conscientes de la misma por la relevancia social de la víctima. En la documentación del expediente constan diversos informes donde se afirma que el periodista «se distinguió por su propaganda izquierdista y antipatriótica», hasta tal punto que «su actuación puede calificarse de desastrosa, antipatriótica y contraria a los postulados que encarna nuestro Glorioso Movimiento Nacional. Fue pasado por las armas y en esta capital no se le conocen bienes».

La ausencia de estos bienes, en una ley concebida para apropiarse de los mismos como vía complementaria de la represión, no desanimó a quienes rebuscaron para localizar lo que pudiera haber dejado este «invertido» amigo de Federico García Lorca. La sentencia era clara en este sentido: «condenamos a la sanción de pérdida total de bienes que existan o pudieran existir del inculpado, cuya remisión económica será efectiva en la forma prevista por la ley».

Al final, y como fruto de las diligencias ordenadas por el juzgado, el 17 de noviembre de 1941 localizaron en la Caja General de Ahorros y Monte de Piedad de Granada una cuenta a nombre del ejecutado con un saldo de 7,85 pesetas. La cantidad sería remitida a las autoridades competentes por la forma prevista legalmente, no sin antes molestar en varias ocasiones a las dos hermanas del periodista.

El relato de Francisco Viqueras analiza la documentación y permite saber que la misma no fue archivada por la correspondiente Comisión Liquidadora hasta el 20 de febrero de 1958, cuando el nombre del periodista era el de un proscrito en la ciudad a la que tantas páginas dedicó. Los plazos de la burocracia represiva debieran ser tenidos en cuenta por quienes blanquean el franquismo más allá de la Victoria.

Constantino Ruiz Carnero no tuvo la posibilidad siquiera de pasar por un sumarísimo de urgencia y, por lo tanto, no aparecerá en mis libros dedicados a los consejos de guerra de periodistas y escritores. Apenas importa. La labor de recuperación de su memoria ya está realizada y, al mismo tiempo, sabemos que los represores se ensañaron con sus víctimas hasta extremos que permiten pensar en una diabólica lógica de la burocracia judicial, aquella que requisa las 7, 85 pesetas dejadas por quien murió porque escribió a favor de la convivencia democrática en un régimen republicano.