Al final, volvemos al lugar de donde venimos. La constatación de esta obviedad tiene una larga trayectoria en el cine, el teatro y la literatura. También en una memoria que, llegada la etapa de la madurez o la vejez, necesita del recuerdo de la infancia. Hace unos días lo volví a comprobar gracias a La playa infinita, de Antonio Iturbe, y ayer esa necesidad la vi plasmada con brillantez en la aclamada película de Kenneth Branagh. Nunca he estado en Belfast, y menos en 1969, cuando la situación era propia de una guerra civil, pero la infancia del protagonista es la mía, la de tantos que crecimos en los sesenta. La consiguiente emoción de compartir referencias, imágenes, músicas, sensaciones... supone un posterior motivo de reflexión, sobre todo cuando el director, como el citado novelista, lejos de caer en la melancolía de la nostalgia hace un retrato contrastado de lo realmente vivido por tantos de nosotros.
Estas películas y novelas también alimentan nuestro afán de conocer mediante la investigación, aunque sea la relacionada con un momento vivido hace décadas. Yo he pasado por diferentes etapas como investigador de nuestra cultura desde que empezara en el ámbito del dieciochismo hace cuarenta años. Aquellos trabajos del doctorado y la posterior trayectoria hasta la consecución de la plaza quedan definitivamente lejos. Tal vez porque ahora ando obsesionado, en el mejor sentido de la palabra, por preguntarme por aquella época que, al igual que Kenneth Branagh, solo puedo recordar en blanco en negro cuando la traslado a mis libros.
Pido disculpas a mis tres primeros lectores porque el texto estaba incompleto. Ahora aparece corregido.
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