Shaima Moufhait
Muñoz
El pasado 8 de abril tuvimos la oportunidad de trasladar la clase de teatro del Siglo de Oro fuera del aula, y vivir una experiencia única y novedosa para gran parte del alumnado. Asistimos a la representación de La vida es juego puesta en escena por la compañía Ultramarinos de Lucas en el Teatro Principal. La actividad no únicamente nos sirvió para disfrutar de la oportunidad de ver un teatro en directo, sino que también fue una forma viva de profundizar en los textos del Siglo de Oro, en especial los entremeses, una de las formas más populares del teatro clásico español.
La obra propone
una lectura contemporánea de algunos de los entremeses más célebres de la
época, como El retablo de las maravillas y
La tierra de Jauja. Lo hace a través de una estructura original que entrelaza
estos textos con una trama en la que cuatro ancianos actores, dos hombres
y dos mujeres, regresan a escena como si fueran
fantasmas de un pasado en el que el teatro estaba en auge, el Siglo de
Oro. Estos personajes, entrañables y sabios recuerdan con nostalgia sus días de
gloria en los escenarios. A medida que reviven sus papeles, transmiten al
público la importancia del teatro como forma
de vida, como espacio de juego, y como un momento en el que pueden volver
a ser niños. Cabe recalcar una frase que dijo la actriz, que plasma a la perfección lo buscado mediante la
representación: “Somos teatro para siempre, y no moriremos nunca”.
Desde el primer momento,
la obra atrapa
al público gracias
a una puesta en escena dinámica y creativa. Con frases repetitivas y
pegadizas como “siempre el mismo rintintín”, los intérpretes establecen una
complicidad con el público desde el inicio
de la obra. Otro elemento
fundamental es la música, la pegadiza melodía con la que abrieron la obra,
los juegos de palabras y el ritmo de la
representación, hacen que la representación esté repleta de frescura y
diversión. Sin embargo, más allá de la comedia, también se transmite un mensaje: “el teatro solo es imaginar
lo que no ves, venís al teatro para que os engañen”. Esta
frase, nos invita a reflexionar sobre el poder de la imaginación y el papel
del teatro como forma de evadirse de la realidad
y de volver a ser niños.
Uno de los
elementos que contribuyó al éxito de la función fue la escenografía, sencilla pero eficaz. Con recursos limitados, pero bien empleados, se lograba recrear el ambiente
del Siglo de Oro. El vestuario, inspirado
en la estética de la época, y el uso de máscaras
de cuero evocaban
la tradición, otorgando a la obra un aire clásico y a
la vez universal. Además, los entremeses seleccionados, como El retablo de las maravillas, con su
crítica a la hipocresía y el temor al juicio social, resultaron especialmente
actuales para el público joven.
En síntesis, La vida es juego es, como su título
indica, una celebración del teatro como juego, como arte y como experiencia
compartida. A través de esta representación no solo aprendimos sobre
el teatro del Siglo de Oro, sino que también
comprendimos que el teatro
sigue presente como herramienta para emocionarnos y cuestionarnos. Tal y como expresa una de las actrices: “¿Qué ley entre el bien y el mal dice que
ser vieja es grave?”. Esa frase resume el espíritu
de la obra: en el escenario nunca se
envejece del todo, siempre se está vivo. Y así, con la emoción aún presente en el público, la representación culminó con unos versos inmortales de Calderón de la Barca: “La vida es sueño, y los sueños, sueños son.”
Mercedes Martínez Fructuoso
El pasado martes
8 de abril tuve el placer y la oportunidad de asistir al Teatro Principal a
disfrutar de la función La vida es juego a
cargo de la compañía teatral Ultramarinos de Lucas. Bajo la fusión de un
presente en el que cuatro actores
viejos internados en un psiquiátrico añoran hacer teatro
y disfrutar del público, y un pasado en el que se
vislumbran los entremeses de Lope de Vega (Loa
del comediante), Lope de Rueda
(La tierra de jauja; La caratula), Cervantes (El Retablo de las maravillas) y algunos
versos de La vida es sueño de Calderón
de la Barca como parte de ese juego, la obra nos enseña a
que “hacer teatro es un arte, donde la vida es juego, y mientras estemos
jugando, estaremos vivos siempre y no moriremos nunca”. Este juego se ve
entremezclado entre los distintos entremeses por escenas en las que aparece el
psiquiatra que les cuida, quien
piensa que la imaginación y el engaño,
propios del arte de
hacer teatro, son perjudiciales para la salud física, pero, sobre todo, mental,
llevando así a los personajes a la enajenación más extrema. Sin embargo, el
psiquiatra, sobrepasado por la adrenalina producida por la locura de los
personajes, finalmente cayó rendido y dejó a un lado la rigidez de sus
pensamientos, entrando de lleno a participar en esa diversión y locura por la
que se caracteriza la comedia.
Respecto a la
escenografía, me pareció sencilla, pero al mismo tiempo compleja. Así, las
cuatro cajas utilizadas para montar el escenario no solo crearon una escena
fija, sino que se transformaban para representar distintas localizaciones a
medida que transcurría el argumento: desde la habitación de cada enfermo hasta el retablo e incluso el armario
donde se guardaba
el vestuario. En relación
con este último aspecto destaca
el uso de trajes extravagantes, divertidos y el empleo
de máscaras, las cuales recordaban a la antigua
tradición teatral griega.
Además, la música y la danza jugaron un papel
fundamental en la puesta en escena, aportando así un ritmo que, personalmente,
al salir de la función, se quedó grabado en mi memoria e incluso llegó a
producir en mí una sonrisa que me acompañó durante toda la obra. Todo este
conjunto aportó dinamismo y fluidez a la obra, consiguiendo que los 60 minutos
que duraba la representación transcurrieran sin darme cuenta.
En definitiva, La vida es juego es una propuesta teatral
que combina tradición y
actualidad. De este modo, a través de una escenografía cuidada y una
interpretación cercana y divertida, la obra logró transmitir y acercar la magia
del teatro del Siglo de Oro hasta la actualidad
para invitarnos a jugar y encontrar en el teatro una vía
de escape hacia un mundo
imaginario y divertido en el que podemos olvidar
nuestros pesares o preocupaciones del día a día.
Lorena Sánchez Rivas
Entras al teatro desconociendo todas y cada una de las sensaciones que te provocará la dramaturgia y sales con la sensación de haber sentido muchas que hacía tiempo no traspasaban los poros de tu piel. Este fue mi caso cuando presencié La vida de juego de la compañía Ultramarinos de Lucas, una obra donde los actores y actrices crearon en mí un sentimiento desconcertante en un primer momento y terminaron provocándome una sonrisa y grandes cuestiones que más tarde reflexionar.
Cada uno de los personajes de la obra inspiraba en mí un sentimiento diferente. Desde un comienzo, ver la realidad de cada uno de ellos, que
era estar en algo que parecía ser un psiquiátrico, me conmovió de forma instantánea.
A pesar de la situación en la que se encontraban, cada actor y actriz
representaban un papel diferente y estaban dotados de una personalidad tan dispar que hacía que la representación fuera dinámica y
divertida. A pesar de sus diferencias, todos compartían un bonito recuerdo: el
teatro. La intensidad de su deseo
por querer seguir actuando hizo que nosotros como espectadores saliésemos de
ese lugar aparentemente solitario y entrásemos en una atmósfera donde
cada uno de nosotros fuésemos partícipes de esas magníficas
representaciones teatrales del Siglo de Oro, como El retablo
de las maravillas de Miguel de Cervantes. A partir de este momento
disfruté de manera incuestionable cada uno de
los entremeses versionados, así como de los personajes en los que se habían convertido cada uno de
ellos. Asimismo, no puedo dejar atrás la mención de los vestuarios, que jugaron
un papel esencial para llevar de forma culmine su palabra a la parodia.
Siempre he
sido de las que he pensado que cuando entras al teatro accedes a otro universo
en el que un aura de pasión y amor por el arte es compartido por todas las personas
que están a tu alrededor. Accedes a
un mundo de ficción que parece dominar tus emociones en ese instante y esto
mismo tuvo lugar en mí al ver la representación. Y por si esto no fuera
suficiente, no asistí únicamente a una representación para reír o disfrutar,
sino también para reflexionar acerca de lo que nos hace mantenernos vivos a cada uno de nosotros.
La vida era planteada como un juego en el que, mientras jugases, tu
espíritu no dormiría y esta moraleja
ha quedado fijada en mi memoria desde entonces. Tal y como dijeron al final de
la representación: “hacer teatro es un arte donde la vida es un juego”.
Su amor por
el teatro me recordó que no importan los obstáculos que se crucen en tu
camino, ya que siempre vas a poder volver a hacer lo que te hizo feliz y lo que
te mantuvo vivo en tu infancia. En su caso, la edad y su situación no impidieron que el recuerdo
de lo que amaban se borrase y es por eso por lo que el teatro siempre será un recuerdo
o una realidad lo
suficientemente fuerte para que en los pequeños recovecos de nuestro corazón
queden recuerdos felices y enseñanzas que nunca olvidar y guardar eternamente.
Luzia García Rocamora
No soy una persona
que suela ir al teatro, de hecho, podría contar con los dedos de una mano las
veces que he ido, y aún me sobrarían algunos, por eso, cuando entré en la sala
no tenía idea de que estaba a punto de experimentar algo tan extraño, tan poderoso
y tan profundamente humano. “La vida es juego” no fue solo una obra para ver,
sino para sentir, y yo, sin ser una habituada ni tener una educación teatral,
me encontré completamente encantada.
La obra no se
asemejaba a lo que había imaginado, no había grandes decorados, ni efectos
especiales, ni una historia clara como en una película, en su lugar, había un
espacio casi vacío, cuatro actores “ancianos”, un cuidador, algunas máscaras,
un poco de música… y versos, versos antiguos que, aunque no siempre comprendía
del todo, resonaban en mí, pero sobre todo, había una energía difícil de
describir, una mezcla de locura, belleza y fragilidad, que me mantuvo cautivada
desde el primer instante. Los actores parecían fantasmas del pasado, personajes
que evocaban al Siglo de Oro, pero atrapados en una especie de institución,
vigilados por un cuidador que no les permitía “hacer el tonto”, sin embargo,
ellos jugaban, jugaban a representar entremeses, a recitar a Lope, a Cervantes,
a Calderón, jugaban a imaginar, y, al hacerlo, se rebelaban contra todo: contra
el tiempo, contra la enfermedad y contra la muerte misma.
Verlos jugar era
emocionante, había algo profundamente valiente y poético en su empeño por
seguir representando escenas cómicas, por disfrazarse, por cantar y por no
rendirse, no hacía falta entender cada palabra para sentir la fuerza de lo que
pasaba ahí. Entonces me di cuenta de que el teatro no era solo lo que ocurría
en el escenario, sino lo que despertaba en quienes lo mirábamos, y ahí estaba
yo, sentada entre desconocidos, riéndome con escenas del siglo XVII,
emocionándome con palabras que parecían desafiar al tiempo, sintiendo que los
propios actores nos observaban. Actores que a veces rompían la cuarta pared y
nos hablaban directamente, como si nos recordaran que ser público también es
una forma de actuar, una especie de invitación a estar presentes, a mirar con
atención, como si el verdadero espectáculo ocurriera en ese intercambio
invisible entre ellos y nosotros.
A veces me sentía
un poco perdida, es cierto, el verso, la simbología, las referencias
literarias… no siempre las entendía, pero eso no importaba, porque lo esencial
no pasaba por la mente, sino por el cuerpo. Me reí, me emocioné, me sentí parte
de algo, incluso el cuidador —esa figura que parecía reprimir el juego— terminó
cediendo, contagiado por la locura maravillosa del teatro, y yo, que entré sin
saber muy bien a qué, salí comprendiendo que el teatro no es solo un arte: es
una necesidad.
“La vida es
juego”, decían ellos, y ahora lo digo yo también, porque, durante una hora, fui
niña, fui anciana, fui espectadora, fui cómica. En ese espacio vacío, lleno
solo de imaginación y ganas de vivir, descubrí que el teatro no necesita
grandes cosas para tocarnos el alma, solo verdad, y un poco de juego.
M.ª Carmen
Ferrández Nájera
El 8 de
abril tuvimos una actividad extraordinaria que nos dio la oportunidad de asistir, como parte de la asignatura de Teatro español
del Siglo de Oro,
a la representación titulada La vida es
juego, a cargo de la compañía Ultramarinos de Lucas. Esta función incluyó
dos piezas breves fundamentales: El retablo
de las maravillas, de Miguel de Cervantes, y La tierra de Jauja, de Lope de Rueda.
Ambos entremeses fueron presentados con una propuesta escénica original,
creativa y sugerente, que reinterpretó los textos desde una estética
contemporánea, sin necesidad de perder el espíritu crítico y humorístico.
La representación comenzó con dos viejas
actrices y dos viejos actores,
fantasmas de otro tiempo, que recordaban haber sido cómicos y, entre
lucidez y locura, revivían el arte de la interpretación. En La tierra de Jauja aparecían un alcalde,
una alcaldesa y la hija de ambos, que caían víctimas del engaño de un pícaro,
quien les hacía creer que poseía objetos fantásticos y conocimientos
imposibles, visibles solo para los verdaderamente inteligentes. Se caricaturizaba en la representación el deseo de aparentar
y la ingenuidad del poder frente al ingenio popular.
Me resultó
interesante la actuación, a la par que entretenida y consiguió evadirme de mi
rutina semanal. Hubo momentos que mantuvieron más mi atención que otros, pero
en general, pasé un rato bastante divertido. Además, es maravilloso ser
espectador en esos momentos en los que los actores interactúan con el público,
y en concreto, cuando uno de ellos es el único que ve al público. Sientes que
estás dentro de la obra y a la vez le da un toque humorístico.
Como
estudiante de filología he de decir que no había ido en muchas ocasiones al teatro, hecho que va a cambiar
a partir de ahora, pero es cierto
que este curso he participado en una actividad que
se llama Improvisación Teatral y que
se impartía en la universidad. He descubierto que es un arte que no se debe
perder puesto que permite, tanto al espectador como al actor,
vivir situaciones increíbles, ser cualquier personaje
que puedas imaginar, jugar, como bien dice el título La vida es juego, porque no debemos
perder ese niño interior que observa, experimenta y aprende.
Durante el
transcurso de la asignatura hemos tenido la oportunidad de ver obras por medio
de la Teatroteca, recurso que nos ha ayudado muchísimo, ya que nos ha permitido
“ir al teatro” desde casa. Pero la experiencia de estar en el recinto, en
directo, con los sentidos
activados por las luces o por el sonido, es una experiencia completamente distinta, que te permite entrar más profundamente en la historia
que te están contando, es decir, es muy envolvente, las miradas
y las voces llegan de forma directa. Además, en obras como La vida es juego, el teatro se convierte en un espacio para
imaginar, reír y dejarse llevar. Es como volver a ser niño por un rato.
Ramiro
Campillo López
El 8 de abril,
tuve la suerte de asistir de nuevo al teatro, un lugar donde las
preocupaciones desaparecen con el telón. A simple vista puede parecer un simple
lugar, pero cualquier persona que entra se maravilla ante la multitud de
espacios que allí dentro han habitado, habitan y habitarán. Antes de esta cita,
pude asistir a representaciones como el musical de El tiempo entre costuras o El
médico, incluso La verbena de la Paloma, por lo que el teatro
me ha llevado a Isfahán,
al Madrid de la Guerra Civil, al desierto con el gran Shah, a los bailes de los chulapos… Sin
embargo, ese martes que he mencionado, me senté aparentemente en una butaca y
aparecí en la sala de un geriátrico, pueden reírse todo lo que quieran, pero yo
elegí creer su engaño y formar parte de algo tan bonito y especial como es la
representación teatral. Los límites
entre realidad y ficción se desvanecieron, tan solo me quedaba en la cabeza una duda:
¿soy un loco más de ellos, o soy un cuerdo más de su grupo? Me burlé del
celador, me asombré con los milagros del pañuelo, saboreé el puchero, me disfracé,
me mediqué, bailé y canté.
Porque esto es el teatro, un espacio
que te permite ser quien quieras
ser, ya sea desde la
butaca o desde lo
alto del escenario. Esta es una lección que aprendes y valoras
cuando haces el esfuerzo de asistir a un sitio
como este.
Desde mi punto de vista, en el teatro
hay silencios que simbolizan tanto o más que
un aplauso. El público que estuvimos presente en La vida es juego, nos mantuvimos en un completo y absoluto silencio, indicio de esa complicidad que se
forma entre actores y público en pocas ocasiones. Fuimos partícipes del
delirio de las personas que estaban sobre las
tablas, no me atrevería
a llamarles personajes porque no los percibí
como tales, fueron tan reales como yo en los 60 minutos que duró la
representación.
Bien es
cierto, que tal vez por el cansancio o por falta de atención, algunos diálogos
entraban por mis oídos, pero no lograba descifrar el código, aunque creo que la culpa de ello la tenía mi cerebro al
estar embelesado por tan rica dicción, rima y entonación que prefirió gozar de
la forma antes que ahondar en el contenido. Pues, era muy consciente de que no se iba
a volver a repetir. A pesar
de que los límites temporales en el teatro desaparezcan,
somos conscientes de que todo tiene un final.
Si me preguntan
qué opino del final de la obra respondería con una sonrisa dibujada en la cara
y el pensamiento de volver al teatro, un lugar donde el estrés, la ansiedad y todo lo malo se queda fuera, para
convertirte en quien te propongas. No hay límites, no hay vergüenza, no hay
edad, lo único que existe es la desconexión, la despreocupación y mucho
sentimiento, algo que, desgraciadamente, en los tiempos que nos ha tocado vivir
es tan necesario y a la vez es tan
carente en, esta, nuestra sociedad.
Daniel
Munuera Robledillo
Si bien es cierto que el inicio
de la función fue desconcertante, seguramente no por la obra en sí, sino por mi escasa experiencia en este tipo de ocio, enseguida entramos en el juego que proponían los personajes a través de unos intérpretes que desde el minuto
uno nos envolvieron, consecuencia de una gran fluidez y dinamismo en sus movimientos; la tarima era una suerte
de espacio que formaba
parte de su día a día, podría decir que se sentían como en casa, lo que me
facilitó la adaptación tanto a la representación como al teatro.
La trama de la
obra, precisamente, jugaba a favor de unos intérpretes maduros, experimentados
en la actuación; pero nada más lejos de la realidad, el despliegue físico que realizaron de manera constante
unido a ese dinamismo que imprimían en cada gesto demostraba todo lo contrario: gozamos de una vibrante
representación que se desarrolló de manera continuada y que no dio tregua al
espectador.
Esta continuidad
propició que los actores tuviesen que disponer de todos los materiales que iban
a utilizar en el propio escenario, algo que personalmente me pareció muy llamativo a causa de la
polivalencia que le daban al mobiliario. Cabe destacar el personaje que desde el primer segundo
aportaba los efectos
de sonido, pues era capaz de
manejar distintos instrumentos incluso a través de materiales que no están
preparados para ello, consiguiendo crear una atmósfera adecuada a cada momento.
La
intrahistoria que desarrollan los personajes, internos en una residencia,
evoluciona en la percepción del espectador, pues si bien en primer
lugar tienen un impacto
cómico, vamos empatizando con ellos
y percibimos diferentes sentimientos: melancolía, entusiasmo, ilusión, añoranza,
alegría, compasión y por supuesto, tristeza, pues transmiten su anhelo a
tiempos anteriores, pero también su soledad, imagen especialmente evocadora la
que nos dejan al finalizar la obra con sus respectivos habitáculos vacíos pero
con los instrumentos que caracteriza a cada personaje.
Esta potente imagen cierra la obra, la cual me llevó directamente a recordar algunas intervenciones de los personajes como “el teatro es imaginar lo que no ves”. A colación de esta frase, no pude evitar pensar en lo siguiente:
Fui al teatro
para que “me engañasen”, pero lo que me llevé fue una dosis de reflexión a causa de esa última
escena: somos el momento que estamos viviendo, por ello tenemos que
disfrutarlo dejando de lado todo lo superficial, como por ejemplo la edad, algo que ejecutan los intérpretes a la perfección a lo largo de la función y que al final nos dicen de manera directa “¿qué ley
entre el bien y el mal dice que ser vieja es grave?”. Pues eso.
Finalmente, disfruté
de la experiencia, pero me quedó una sensación agridulce
ya que el mundo del teatro se encuentra en una situación compleja. Si
bien es cierto que como advertían los intérpretes
“seremos teatro y no moriremos nunca” este tipo de ocio, histórico, ha de subsistir pese a la cantidad de nueva tecnología que nos rodea
y entretiene, pues la
experiencia de ir a visitar una representación nos conecta con el pasado, nos
entretiene y nos permite socializar, por lo que es muy enriquecedora.
XXXX
También han participado en esta actividad con sus respectivas reseñas Nuria Maciá Ávila, Amin Talbi Moussa, Jorge Selva, Lucía Monsalve Montero, Pablo Nicolas Catalá y Ainhoa Mascarós, Laura Ruiz Requena, Cynthia Pardo, Erica Vanesa Rodríguez Alonso, Natalia Molina, Elvira Irene Sanahuja Martínez, Alejandra Velasco Carrillo, Natalia Tarancón Pérez, Ainhoa Martínez Flecha y Carla García Taenga.
Todas las reseñas son igualmente interesantes, pero con las once primeras que llegaron tenemos una muestra capaz de probar que la visita al Teatro Principal de Alicante fue una buena y provechosa experiencia. La repetiremos.
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