lunes, 21 de abril de 2025

Una clase en el Teatro Principal de Alicante (2)


 

Shaima Moufhait Muñoz

El pasado 8 de abril tuvimos la oportunidad de trasladar la clase de teatro del Siglo de Oro fuera del aula, y vivir una experiencia única y novedosa para gran parte del alumnado. Asistimos a la representación de La vida es juego puesta en escena por la compañía Ultramarinos de Lucas en el Teatro Principal. La actividad no únicamente nos sirvió para disfrutar de la oportunidad de ver un teatro en directo, sino que también fue una forma viva de profundizar en los textos del Siglo de Oro, en especial los entremeses, una de las formas más populares del teatro clásico español.

La obra propone una lectura contemporánea de algunos de los entremeses más célebres de la época, como El retablo de las maravillas y La tierra de Jauja. Lo hace a través de una estructura original que entrelaza estos textos con una trama en la que cuatro ancianos actores, dos hombres y dos mujeres, regresan a escena como si fueran fantasmas de un pasado en el que el teatro estaba en auge, el Siglo de Oro. Estos personajes, entrañables y sabios recuerdan con nostalgia sus días de gloria en los escenarios. A medida que reviven sus papeles, transmiten al público la importancia del teatro como forma de vida, como espacio de juego, y como un momento en el que pueden volver a ser niños. Cabe recalcar una frase que dijo la actriz, que plasma a la perfección lo buscado mediante la representación: “Somos teatro para siempre, y no moriremos nunca”.

Desde el primer momento, la obra atrapa al público gracias a una puesta en escena dinámica y creativa. Con frases repetitivas y pegadizas como “siempre el mismo rintintín”, los intérpretes establecen una complicidad con el público desde el inicio de la obra. Otro elemento fundamental es la música, la pegadiza melodía con la que abrieron la obra, los juegos de palabras y el ritmo de la representación, hacen que la representación esté repleta de frescura y diversión. Sin embargo, más allá de la comedia, también se transmite un mensaje: “el teatro solo es imaginar lo que no ves, venís al teatro para que os engañen”. Esta frase, nos invita a reflexionar sobre el poder de la imaginación y el papel del teatro como forma de evadirse de la realidad y de volver a ser niños.

Uno de los elementos que contribuyó al éxito de la función fue la escenografía, sencilla pero eficaz. Con recursos limitados, pero bien empleados, se lograba recrear el ambiente del Siglo de Oro. El vestuario, inspirado en la estética de la época, y el uso de máscaras de cuero evocaban la tradición, otorgando a la obra un aire clásico y a la vez universal. Además, los entremeses seleccionados, como El retablo de las maravillas, con su crítica a la hipocresía y el temor al juicio social, resultaron especialmente actuales para el público joven.

En síntesis, La vida es juego es, como su título indica, una celebración del teatro como juego, como arte y como experiencia compartida. A través de esta representación no solo aprendimos sobre el teatro del Siglo de Oro, sino que también comprendimos que el teatro sigue presente como herramienta para emocionarnos y cuestionarnos. Tal y como expresa una de las actrices: “¿Qué ley entre el bien y el mal dice que ser vieja es grave?”. Esa frase resume el espíritu de la obra: en el escenario nunca se envejece del todo, siempre se está vivo. Y así, con la emoción aún presente en el público, la representación culminó con unos versos inmortales de Calderón de la Barca: “La vida es sueño, y los sueños, sueños son.”

 



Mercedes Martínez Fructuoso

El pasado martes 8 de abril tuve el placer y la oportunidad de asistir al Teatro Principal a disfrutar de la función La vida es juego a cargo de la compañía teatral Ultramarinos de Lucas. Bajo la fusión de un presente en el que cuatro actores viejos internados en un psiquiátrico añoran hacer teatro y disfrutar del público, y un pasado en el que se vislumbran los entremeses de Lope de Vega (Loa del comediante), Lope de Rueda (La tierra de jauja; La caratula), Cervantes (El Retablo de las maravillas) y algunos versos de La vida es sueño de Calderón de la Barca como parte de ese juego, la obra nos enseña a que “hacer teatro es un arte, donde la vida es juego, y mientras estemos jugando, estaremos vivos siempre y no moriremos nunca”. Este juego se ve entremezclado entre los distintos entremeses por escenas en las que aparece el psiquiatra que les cuida, quien piensa que la imaginación y el engaño, propios del arte de hacer teatro, son perjudiciales para la salud física, pero, sobre todo, mental, llevando así a los personajes a la enajenación más extrema. Sin embargo, el psiquiatra, sobrepasado por la adrenalina producida por la locura de los personajes, finalmente cayó rendido y dejó a un lado la rigidez de sus pensamientos, entrando de lleno a participar en esa diversión y locura por la que se caracteriza la comedia.

Respecto a la escenografía, me pareció sencilla, pero al mismo tiempo compleja. Así, las cuatro cajas utilizadas para montar el escenario no solo crearon una escena fija, sino que se transformaban para representar distintas localizaciones a medida que transcurría el argumento: desde la habitación de cada enfermo hasta el retablo e incluso el armario donde se guardaba el vestuario. En relación con este último aspecto destaca el uso de trajes extravagantes, divertidos y el empleo de máscaras, las cuales recordaban a la antigua tradición teatral griega. Además, la música y la danza jugaron un papel fundamental en la puesta en escena, aportando así un ritmo que, personalmente, al salir de la función, se quedó grabado en mi memoria e incluso llegó a producir en mí una sonrisa que me acompañó durante toda la obra. Todo este conjunto aportó dinamismo y fluidez a la obra, consiguiendo que los 60 minutos que duraba la representación transcurrieran sin darme cuenta.

En definitiva, La vida es juego es una propuesta teatral que combina tradición y actualidad. De este modo, a través de una escenografía cuidada y una interpretación cercana y divertida, la obra logró transmitir y acercar la magia del teatro del Siglo de Oro hasta la actualidad para invitarnos a jugar y encontrar en el teatro una vía de escape hacia un mundo imaginario y divertido en el que podemos olvidar nuestros pesares o preocupaciones del día a día.

 


Lorena Sánchez Rivas

Entras al teatro desconociendo todas y cada una de las sensaciones que te provocará la dramaturgia y sales con la sensación de haber sentido muchas que hacía tiempo no traspasaban los poros de tu piel. Este fue mi caso cuando presencié La vida de juego de la compañía Ultramarinos de Lucas, una obra donde los actores y actrices crearon en mí un sentimiento desconcertante en un primer momento y terminaron provocándome una sonrisa y grandes cuestiones que más tarde reflexionar.

Cada uno de los personajes de la obra inspiraba en un sentimiento diferente. Desde un comienzo, ver la realidad de cada uno de ellos, que era estar en algo que parecía ser un psiquiátrico, me conmovió de forma instantánea. A pesar de la situación en la que se encontraban, cada actor y actriz representaban un papel diferente y estaban dotados de una personalidad tan dispar que hacía que la representación fuera dinámica y divertida. A pesar de sus diferencias, todos compartían un bonito recuerdo: el teatro. La intensidad de su deseo por querer seguir actuando hizo que nosotros como espectadores saliésemos de ese lugar aparentemente solitario y entrásemos en una atmósfera donde cada uno de nosotros fuésemos partícipes de esas magníficas representaciones teatrales del Siglo de Oro, como El retablo de las maravillas de Miguel de Cervantes. A partir de este momento disfruté de manera incuestionable cada uno de los entremeses versionados, así como de los personajes en los que se habían convertido cada uno de ellos. Asimismo, no puedo dejar atrás la mención de los vestuarios, que jugaron un papel esencial para llevar de forma culmine su palabra a la parodia.

Siempre he sido de las que he pensado que cuando entras al teatro accedes a otro universo en el que un aura de pasión y amor por el arte es compartido por todas las personas que están a tu alrededor. Accedes a un mundo de ficción que parece dominar tus emociones en ese instante y esto mismo tuvo lugar en mí al ver la representación. Y por si esto no fuera suficiente, no asistí únicamente a una representación para reír o disfrutar, sino también para reflexionar acerca de lo que nos hace mantenernos vivos a cada uno de nosotros. La vida era planteada como un juego en el que, mientras jugases, tu espíritu no dormiría y esta moraleja ha quedado fijada en mi memoria desde entonces. Tal y como dijeron al final de la representación: “hacer teatro es un arte donde la vida es un juego”.

Su amor por el teatro me recordó que no importan los obstáculos que se crucen en tu camino, ya que siempre vas a poder volver a hacer lo que te hizo feliz y lo que te mantuvo vivo en tu infancia. En su caso, la edad y su situación no impidieron que el recuerdo de lo que amaban se borrase y es por eso por lo que el teatro siempre será un recuerdo o una realidad lo suficientemente fuerte para que en los pequeños recovecos de nuestro corazón queden recuerdos felices y enseñanzas que nunca olvidar y guardar eternamente.

 


Luzia García Rocamora

No soy una persona que suela ir al teatro, de hecho, podría contar con los dedos de una mano las veces que he ido, y aún me sobrarían algunos, por eso, cuando entré en la sala no tenía idea de que estaba a punto de experimentar algo tan extraño, tan poderoso y tan profundamente humano. “La vida es juego” no fue solo una obra para ver, sino para sentir, y yo, sin ser una habituada ni tener una educación teatral, me encontré completamente encantada.

La obra no se asemejaba a lo que había imaginado, no había grandes decorados, ni efectos especiales, ni una historia clara como en una película, en su lugar, había un espacio casi vacío, cuatro actores “ancianos”, un cuidador, algunas máscaras, un poco de música… y versos, versos antiguos que, aunque no siempre comprendía del todo, resonaban en mí, pero sobre todo, había una energía difícil de describir, una mezcla de locura, belleza y fragilidad, que me mantuvo cautivada desde el primer instante. Los actores parecían fantasmas del pasado, personajes que evocaban al Siglo de Oro, pero atrapados en una especie de institución, vigilados por un cuidador que no les permitía “hacer el tonto”, sin embargo, ellos jugaban, jugaban a representar entremeses, a recitar a Lope, a Cervantes, a Calderón, jugaban a imaginar, y, al hacerlo, se rebelaban contra todo: contra el tiempo, contra la enfermedad y contra la muerte misma.

Verlos jugar era emocionante, había algo profundamente valiente y poético en su empeño por seguir representando escenas cómicas, por disfrazarse, por cantar y por no rendirse, no hacía falta entender cada palabra para sentir la fuerza de lo que pasaba ahí. Entonces me di cuenta de que el teatro no era solo lo que ocurría en el escenario, sino lo que despertaba en quienes lo mirábamos, y ahí estaba yo, sentada entre desconocidos, riéndome con escenas del siglo XVII, emocionándome con palabras que parecían desafiar al tiempo, sintiendo que los propios actores nos observaban. Actores que a veces rompían la cuarta pared y nos hablaban directamente, como si nos recordaran que ser público también es una forma de actuar, una especie de invitación a estar presentes, a mirar con atención, como si el verdadero espectáculo ocurriera en ese intercambio invisible entre ellos y nosotros.

A veces me sentía un poco perdida, es cierto, el verso, la simbología, las referencias literarias… no siempre las entendía, pero eso no importaba, porque lo esencial no pasaba por la mente, sino por el cuerpo. Me reí, me emocioné, me sentí parte de algo, incluso el cuidador —esa figura que parecía reprimir el juego— terminó cediendo, contagiado por la locura maravillosa del teatro, y yo, que entré sin saber muy bien a qué, salí comprendiendo que el teatro no es solo un arte: es una necesidad.

“La vida es juego”, decían ellos, y ahora lo digo yo también, porque, durante una hora, fui niña, fui anciana, fui espectadora, fui cómica. En ese espacio vacío, lleno solo de imaginación y ganas de vivir, descubrí que el teatro no necesita grandes cosas para tocarnos el alma, solo verdad, y un poco de juego.

M.ª Carmen Ferrández Nájera

El 8 de abril tuvimos una actividad extraordinaria que nos dio la oportunidad de asistir, como parte de la asignatura de Teatro español del Siglo de Oro, a la representación titulada La vida es juego, a cargo de la compañía Ultramarinos de Lucas. Esta función incluyó dos piezas breves fundamentales: El retablo de las maravillas, de Miguel de Cervantes, y La tierra de Jauja, de Lope de Rueda. Ambos entremeses fueron presentados con una propuesta escénica original, creativa y sugerente, que reinterpretó los textos desde una estética contemporánea, sin necesidad de perder el espíritu crítico y humorístico.

La representación comenzó con dos viejas actrices y dos viejos actores, fantasmas de otro tiempo, que recordaban haber sido cómicos y, entre lucidez y locura, revivían el arte de la interpretación. En La tierra de Jauja aparecían un alcalde, una alcaldesa y la hija de ambos, que caían víctimas del engaño de un pícaro, quien les hacía creer que poseía objetos fantásticos y conocimientos imposibles, visibles solo para los verdaderamente inteligentes. Se caricaturizaba en la representación el deseo de aparentar y la ingenuidad del poder frente al ingenio popular.

Me resultó interesante la actuación, a la par que entretenida y consiguió evadirme de mi rutina semanal. Hubo momentos que mantuvieron más mi atención que otros, pero en general, pasé un rato bastante divertido. Además, es maravilloso ser espectador en esos momentos en los que los actores interactúan con el público, y en concreto, cuando uno de ellos es el único que ve al público. Sientes que estás dentro de la obra y a la vez le da un toque humorístico.

Como estudiante de filología he de decir que no había ido en muchas ocasiones al teatro, hecho que va a cambiar a partir de ahora, pero es cierto que este curso he participado en una actividad que se llama Improvisación Teatral y que se impartía en la universidad. He descubierto que es un arte que no se debe perder puesto que permite, tanto al espectador como al actor, vivir situaciones increíbles, ser cualquier personaje que puedas imaginar, jugar, como bien dice el título La vida es juego, porque no debemos perder ese niño interior que observa, experimenta y aprende.

Durante el transcurso de la asignatura hemos tenido la oportunidad de ver obras por medio de la Teatroteca, recurso que nos ha ayudado muchísimo, ya que nos ha permitido “ir al teatro” desde casa. Pero la experiencia de estar en el recinto, en directo, con los sentidos activados por las luces o por el sonido, es una experiencia completamente distinta, que te permite entrar más profundamente en la historia que te están contando, es decir, es muy envolvente, las miradas y las voces llegan de forma directa. Además, en obras como La vida es juego, el teatro se convierte en un espacio para imaginar, reír y dejarse llevar. Es como volver a ser niño por un rato.

 

Ramiro Campillo López

El 8 de abril, tuve la suerte de asistir de nuevo al teatro, un lugar donde las preocupaciones desaparecen con el telón. A simple vista puede parecer un simple lugar, pero cualquier persona que entra se maravilla ante la multitud de espacios que allí dentro han habitado, habitan y habitarán. Antes de esta cita, pude asistir a representaciones como el musical de El tiempo entre costuras o El médico, incluso La verbena de la Paloma, por lo que el teatro me ha llevado a Isfahán, al Madrid de la Guerra Civil, al desierto con el gran Shah, a los bailes de los chulapos… Sin embargo, ese martes que he mencionado, me senté aparentemente en una butaca y aparecí en la sala de un geriátrico, pueden reírse todo lo que quieran, pero yo elegí creer su engaño y formar parte de algo tan bonito y especial como es la representación teatral. Los límites entre realidad y ficción se desvanecieron, tan solo me quedaba en la cabeza una duda: ¿soy un loco más de ellos, o soy un cuerdo más de su grupo? Me burlé del celador, me asombré con los milagros del pañuelo, saboreé el puchero, me disfracé, me mediqué, bailé y canté. Porque esto es el teatro, un espacio que te permite ser quien quieras ser, ya sea desde la butaca o desde lo alto del escenario. Esta es una lección que aprendes y valoras cuando haces el esfuerzo de asistir a un sitio como este.

Desde mi punto de vista, en el teatro hay silencios que simbolizan tanto o más que un aplauso. El público que estuvimos presente en La vida es juego, nos mantuvimos en un completo y absoluto silencio, indicio de esa complicidad que se forma entre actores y público en pocas ocasiones. Fuimos partícipes del delirio de las personas que estaban sobre las tablas, no me atrevería a llamarles personajes porque no los percibí como tales, fueron tan reales como yo en los 60 minutos que duró la representación.

Bien es cierto, que tal vez por el cansancio o por falta de atención, algunos diálogos entraban por mis oídos, pero no lograba descifrar el código, aunque creo que la culpa de ello la tenía mi cerebro al estar embelesado por tan rica dicción, rima y entonación que prefirió gozar de la forma antes que ahondar en el contenido. Pues, era muy consciente de que no se iba a volver a repetir. A pesar de que los límites temporales en el teatro desaparezcan, somos conscientes de que todo tiene un final.

Si me preguntan qué opino del final de la obra respondería con una sonrisa dibujada en la cara y el pensamiento de volver al teatro, un lugar donde el estrés, la ansiedad y todo lo malo se queda fuera, para convertirte en quien te propongas. No hay límites, no hay vergüenza, no hay edad, lo único que existe es la desconexión, la despreocupación y mucho sentimiento, algo que, desgraciadamente, en los tiempos que nos ha tocado vivir es tan necesario y a la vez es tan carente en, esta, nuestra sociedad.


Daniel Munuera Robledillo

 El martes pasado tuve la oportunidad de asistir a la representación La vida es juego con mis compañeros y compañeras de clase. No iba con altas expectativas, pues desconocía el tipo de obra y llevaba sin visitar un teatro para visualizar una representación alrededor de una década. Sin embargo, la experiencia fue muy agradable y sorprendente.

Si bien es cierto que el inicio de la función fue desconcertante, seguramente no por la obra en sí, sino por mi escasa experiencia en este tipo de ocio, enseguida entramos en el juego que proponían los personajes a través de unos intérpretes que desde el minuto uno nos envolvieron, consecuencia de una gran fluidez y dinamismo en sus movimientos; la tarima era una suerte de espacio que formaba parte de su día a día, podría decir que se sentían como en casa, lo que me facilitó la adaptación tanto a la representación como al teatro.

La trama de la obra, precisamente, jugaba a favor de unos intérpretes maduros, experimentados en la actuación; pero nada más lejos de la realidad, el despliegue físico que realizaron de manera constante unido a ese dinamismo que imprimían en cada gesto demostraba todo lo contrario: gozamos de una vibrante representación que se desarrolló de manera continuada y que no dio tregua al espectador.

Esta continuidad propició que los actores tuviesen que disponer de todos los materiales que iban a utilizar en el propio escenario, algo que personalmente me pareció muy llamativo a causa de la polivalencia que le daban al mobiliario. Cabe destacar el personaje que desde el primer segundo aportaba los efectos de sonido, pues era capaz de manejar distintos instrumentos incluso a través de materiales que no están preparados para ello, consiguiendo crear una atmósfera adecuada a cada momento.

La intrahistoria que desarrollan los personajes, internos en una residencia, evoluciona en la percepción del espectador, pues si bien en primer lugar tienen un impacto cómico, vamos empatizando con ellos y percibimos diferentes sentimientos: melancolía, entusiasmo, ilusión, añoranza, alegría, compasión y por supuesto, tristeza, pues transmiten su anhelo a tiempos anteriores, pero también su soledad, imagen especialmente evocadora la que nos dejan al finalizar la obra con sus respectivos habitáculos vacíos pero con los instrumentos que caracteriza a cada personaje.

Esta potente imagen cierra la obra, la cual me llevó directamente a recordar algunas intervenciones de los personajes como “el teatro es imaginar lo que no ves”. A colación de esta frase, no pude evitar pensar en lo siguiente:

Fui al teatro para que “me engañasen”, pero lo que me llevé fue una dosis de reflexión a causa de esa última escena: somos el momento que estamos viviendo, por ello tenemos que disfrutarlo dejando de lado todo lo superficial, como por ejemplo la edad, algo que ejecutan los intérpretes a la perfección a lo largo de la función y que al final nos dicen de manera directa “¿qué ley entre el bien y el mal dice que ser vieja es grave?”. Pues eso.

Finalmente, disfruté de la experiencia, pero me quedó una sensación agridulce ya que el mundo del teatro se encuentra en una situación compleja. Si bien es cierto que como advertían los intérpretes “seremos teatro y no moriremos nunca” este tipo de ocio, histórico, ha de subsistir pese a la cantidad de nueva tecnología que nos rodea y entretiene, pues la experiencia de ir a visitar una representación nos conecta con el pasado, nos entretiene y nos permite socializar, por lo que es muy enriquecedora.

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También han participado en esta actividad con sus respectivas reseñas Nuria Maciá Ávila, Amin Talbi Moussa, Jorge Selva, Lucía Monsalve Montero, Pablo Nicolas Catalá y Ainhoa Mascarós, Laura Ruiz Requena, Cynthia Pardo, Erica Vanesa Rodríguez Alonso, Natalia Molina, Elvira Irene Sanahuja Martínez, Alejandra Velasco Carrillo, Natalia Tarancón Pérez, Ainhoa Martínez Flecha y Carla García Taenga.  

Todas las reseñas son igualmente interesantes, pero con las once primeras que llegaron tenemos una muestra capaz de probar que la visita al Teatro Principal de Alicante fue una buena y provechosa experiencia. La repetiremos.

 

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