Noelia
Arribas González
Nuestro profesor nos
propuso un reto —casi un juego—: escribir una reseña sobre la representación
teatral La vida es juego (2025), olvidándonos, por un momento, del
enfoque académico al que solemos recurrir los estudiantes de Filología. Su
propuesta consistía en que nos apropiáramos de la mirada de un espectador sin
formación filológica, alguien dispuesto a dejarse llevar por el espectáculo de
forma libre y lúdica.
La tarea entraña cierta
complejidad. El teatro es una experiencia vivencial y arrebatadora. Si te
entregas por completo, logra aislarte del mundo que queda fuera de escena.
Porque, si lo vives de esta manera, lo más habitual es salir de la función algo
aturdido, con la mente colmada de impresiones dispersas, sueltas e incluso
vagas, que propician, a la salida, una suerte de corrillos improvisados —la mar
de entretenidos, por cierto— donde, por querer decirlo todo, no se dice nada.
Por eso considero
imprescindible dejar reposar la experiencia, tomar cierta «distancia escénica»
para expresar con claridad lo que realmente nos produjo lo que ocurrió sobre el
escenario. Solo entonces, con la perspectiva necesaria, es posible volver al teatro
para recordar que la representación teatral La vida es juego se celebró
en el Teatro Principal de Alicante, un espacio acogedor que predispone al
público a conectar solo con lo que ocurre en escena. Este ambiente acompaña muy
bien a una obra que, desde el principio, juega con el espectador y lo hace
partícipe, rompiendo la cuarta pared en varios momentos.
Una muestra de esta
interacción con el público son los cinco intérpretes, que dan vida a unos
personajes que transitan por el teatro breve del Siglo de Oro a través del
juego infantil y la melancolía de la vejez. Ambas etapas de la vida se
entrelazaron en escena con una delicadeza que emociona, ya que en ellas se
descubre un conocimiento compartido: la manera en la que estos dos ciclos
vitales se abren al mundo y cómo, desde nuestras distintas experiencias, los
comprendemos o nos acercamos a ellos.
En este sentido, resulta
particularmente interesante preguntarse a quién va dirigida esta
representación, ya que a menudo tendemos a subestimar las propuestas destinadas
a un público joven, creyendo que, por ser más accesibles, pierden su valor. Sin
embargo, es justamente en ellas donde reside una gran lección, una que La
vida es juego nos recuerda con claridad: nunca deberíamos dejar de mirar al
otro —ya sea niño o adulto, público o intérprete— desde la tribuna del
aprendizaje, la curiosidad y la escucha.
La vida es juego nos
invitó a redescubrir el teatro del Siglo de Oro desde una perspectiva fresca y
emotiva. Nos recordó también que tanto la vida como el arte escénico, cuando se
viven con entrega y humildad, pueden convertirse en un espacio compartido de
juego y memoria. Y quizá por eso yo salí del teatro con una sonrisa serena y el
corazón tiernamente tocado, como si hubiera vuelto —aunque solo fuera por un
instante— a mirar el mundo con los ojos de quienes todavía quieren jugar.
Ana
María Maciá Rocamora
Entras. Abrigos y
bolsos despojados de cuerpos caen al suelo mientras las gentes se sientan. Te
acomodas al fin. Pasados unos minutos, toda la luz se concentra en un escenario
atravesado por cuatro ancianos aparentemente dementes. Percibes cómo los ojos presentes
se clavan en sus cráneos y ropas. Ellos profieren las mismas frases de manera
continua, casi ritual.
Dicen ser actores.
Actores de teatro áureo. Un hombre los medica. Ellos aluden a Lope, a
Cervantes. La materia espaciotemporal comienza entonces a comportarse como un
chicle. Se estira y encoge. Te reclinas en tu butaca y te miras, por un
momento, los pies. Tienes uno en la tarima de madera. El otro sobre la tierra
compacta del patio de un corral de comedias.
Las palabras salen
de sus bocas como flores. Las que no dicen, las bailan. Sus torsos parecen
ríos. Hablan de muchas cosas, pero no de la muerte. En clase habías oído algo
acerca de una cuarta pared que ellos hacen añicos enseguida.
Una piedra de la
mentira afila el lenguaje hasta darle la forma de un contingente extraordinario
donde tienen cabida cosas que nunca antes habías visto amalgamadas de tal
forma: los músculos de Sansón, el erotismo de Afrodita, un puñado de ratones,
máscaras, luces, alcaldes con prominentes barrigas, un médico que no puede ver
y mucha, mucha mierda.
Acaricias con los
dedos el borde del asiento de delante. De pronto ríos de leche y miel surcados
por puentes de mantequilla vienen a tu mente como el nuevo hogar felizmente
habitado por un mendrugo que tiene a su esposa, futura ministra, en la cárcel.
Te preguntas si es esa la única alusión a la prisión que han pretendido hacer
en esta obra. Si es verdad que los sueños sueños son, cuántos engaños
en una persona caben y cómo es posible que no puedas dejar de mirar el foco
que se mueve como un ojo nervioso. El mendrugo acaba en la cazuela.
Todo esto tiene
algo de eternidad, pero de un momento a otro, los actores pasan los brazos por
los hombros de los otros como si se cosieran las espaldas para formar un cuerpo
más grande. Ya no encuentras ni a los octogenarios ni a su insania. Entiendes entonces
que el teatro es imaginar lo que no ves. Que ser público es aprender
a mirar. Que Gracia, Pedro, Lucas y Soledad son, todavía, compañía y
compañeros. Se ponen máscaras y ropajes, cantan y bailan para ser, por un
momento, quienes no son y así renacer aves libres en un cielo infinito
algodonado y no quedarse ahí, encerrados, sobre el suelo que pisan.
Te levantas.
Caminas entre masas de gente que sonríe. Hay algún que otro niño. Cruzas la
puerta pensando que vivir es un teatro. Que un teatro es un tiquití. Un tiquití
una ilusión. Una ilusión es una fiesta. Una fiesta es siempre un inagotable
juego y, por lo tanto, por lo tinte y por lo tonto, la vida es, también,
todo eso.
Lucía
Ugeda Carrillo
El pasado 8 de abril tuvimos la oportunidad de asistir a la
representación de La vida es juego,
una magnética, lúdica y entretenida obra de la compañía Ultramarinos de Lucas.
Con una propuesta teatral, y notablemente reflexiva, consiguieron sumergirnos
en una experiencia que va mucho más allá de una simple representación: fuimos
testigos de un homenaje al arte de interpretar, al juego, y a la permanencia
del teatro clásico en la actualidad.
Marta Hurtado, Gemma Viguera, Juan Berzán, Jorge Padín y
Juan Monedero encarnan a cuatro ancianos, actores retirados o, al menos,
considerados así por el mundo exterior, y a un cuidador que los vigila con
resignación. Estos personajes encuentran en su ausencia la excusa perfecta para
volver a lo que más aman: actuar. En ese momento, y gracias a un modesto
decorado, el escenario se transforma y comienza el espectáculo: una
representación de entremeses del Siglo de Oro que se entrelazan con fluidez
dentro de la ficción principal, creando una especie de teatro dentro del
teatro.
Entre las piezas que reviven, se encuentran joyas como La Loa del comediante de Lope de Vega, El retablo de las maravillas de
Cervantes, La tierra de Jauja y La carátula de Lope de Rueda, así como
una loa anónima y fragmentos de La vida
es sueño de Calderón de la Barca. Lo impresionante es cómo estos textos
clásicos no se presentan como meros añadidos, sino que se integran de forma
orgánica en la trama, brotando del deseo de los protagonistas por seguir
jugando a ser actores.
Uno de los temas que más resalta es la antítesis entre vejez
y juventud. Aunque los personajes aparentan fragilidad; su espíritu, su lucidez
y su pasión por el teatro demuestran que la edad es solo un número cuando se
trata de soñar y crear. La obra explora, con sensibilidad y sentido del humor,
esa delgada línea entre la cordura y la locura, reivindicando que lo que el
mundo exterior llama “delirio” es, en realidad, la expresión más pura de
libertad y felicidad.
La frase “el juego es la medicina que cura cualquier dolor”,
mencionada durante la representación, cobra un sentido especial en este
contexto, como también lo hace otra gran línea de la obra: “el teatro es solo
imaginar lo que no es”. Los actores rompían la cuarta pared interactuando con
nosotros, el público, no solo con la palabra, sino también iluminando el patio
de butacas, como si fuésemos también parte de su mente, del delirio compartido,
de esa ficción viva que es el teatro. Esa conexión nos hizo cómplices y
partícipes activos de la función.
Finalmente, La vida es
juego nos recuerda de forma sublime que el teatro es un convenio social:
uno paga para ser engañado, para entrar voluntariamente en una mentira
colectiva que revela, a su manera, verdades más profundas. Y en este juego,
todos ganamos. Fue un montaje inolvidable, inteligente, conmovedor y lleno de
vitalidad, que deja claro que, tanto el vivir como el jugar, no entienden de
edad, y que el teatro sigue siendo uno de los espacios más humanos para
entender la realidad.
Mateo López
Sánchez
El 8 de abril de
2024 acudimos al Teatro Principal para asistir a la representación de unos
entremeses del Siglo de Oro, especialmente las obras: Loa del comediante
de Lope de Vega, El retablo de las maravillas de Miguel de Cervantes y La
tierra de Jauja de Lope de Rueda. Se nos pide nuestra opinión a costa de
nuestra sangre, que para un futuro filólogo es la tinta de este escrito.
La adaptación de
unos sainetes es ardua tarea. Ya han pasado cinco siglos desde sus estrenos y
son obras destinadas a ser representadas en un solo acto. El adaptar es
una cuestión y la representación es otra totalmente distinta. Lo que más falla
es la historia externa de los actores, la de cuatro actores envejecidos, casi
tirando a chiflados. La adecuación de las obras en sí es fiel a las originales,
pero creo que tendría que destacar dos cuestiones que me llamaron la atención:
la primera, la representación del entremés de Cervantes, y la segunda, sobre la
Commedia dell'Arte.
El entremés de
Cervantes fue cautivador debido a que es metateatro en estado puro. ¿Qué
significa esto? Pues que, dentro de una obra de teatro se está representando
otra obra y justamente es esto lo que ocurre, ya que el cómico engaña al
alcalde y a su familia con la función de su espectáculo. La obra fue publicada
en 1615 y, si se conoce un poco a Cervantes, su ingenio no tiene límites, ya
que lo demostró con El Quijote y aquí también lo demuestra jugando con
la trapacería.
Sobre la Commedia
dell’Arte, lo destaco ya que, en un momento de la función, los actores se
colocaron las máscaras y mencionaron algunos de los nombres más famosos de los
personajes italianos de la Comedia, como pueden ser Arlechino, Capitano,
Pantalone y, si mal no me acuerdo, Polichinela. La mención, intencionada o no,
de estos personajes italianos me pareció un hermoso gesto hacia otros tipos de
teatros del Viejo Mundo.
Por último, quería
destacar que el vestuario utilizado por los actores a la hora de representar
los entremeses no era la característico del Siglo de Oro, esto debido a que
probablemente, antaño, iban con lo que tenían y poco más, pero el adaptarlo a
este siglo o al menos el ser reconocido a nuestros ojos nos da a entender lo
que quieren representar. Quizás lo único que no me agradó fue la
infantilización del humor; podría decirse que casi era absurdo para provocar la
risa, algo que no se consiguió adecuadamente.
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