lunes, 21 de abril de 2025

Una clase en el Teatro Principal de Alicante (1)


El pasado 8 de abril tuvimos la oportunidad de asistir a una representación en el Teatro Principal. Una parte del alumnado se ha animado a escribir sobre esta experiencia y aquí está el resultado repartido en dos entradas del blog:

Noelia Arribas González

Nuestro profesor nos propuso un reto —casi un juego—: escribir una reseña sobre la representación teatral La vida es juego (2025), olvidándonos, por un momento, del enfoque académico al que solemos recurrir los estudiantes de Filología. Su propuesta consistía en que nos apropiáramos de la mirada de un espectador sin formación filológica, alguien dispuesto a dejarse llevar por el espectáculo de forma libre y lúdica.

La tarea entraña cierta complejidad. El teatro es una experiencia vivencial y arrebatadora. Si te entregas por completo, logra aislarte del mundo que queda fuera de escena. Porque, si lo vives de esta manera, lo más habitual es salir de la función algo aturdido, con la mente colmada de impresiones dispersas, sueltas e incluso vagas, que propician, a la salida, una suerte de corrillos improvisados —la mar de entretenidos, por cierto— donde, por querer decirlo todo, no se dice nada.

Por eso considero imprescindible dejar reposar la experiencia, tomar cierta «distancia escénica» para expresar con claridad lo que realmente nos produjo lo que ocurrió sobre el escenario. Solo entonces, con la perspectiva necesaria, es posible volver al teatro para recordar que la representación teatral La vida es juego se celebró en el Teatro Principal de Alicante, un espacio acogedor que predispone al público a conectar solo con lo que ocurre en escena. Este ambiente acompaña muy bien a una obra que, desde el principio, juega con el espectador y lo hace partícipe, rompiendo la cuarta pared en varios momentos.

Una muestra de esta interacción con el público son los cinco intérpretes, que dan vida a unos personajes que transitan por el teatro breve del Siglo de Oro a través del juego infantil y la melancolía de la vejez. Ambas etapas de la vida se entrelazaron en escena con una delicadeza que emociona, ya que en ellas se descubre un conocimiento compartido: la manera en la que estos dos ciclos vitales se abren al mundo y cómo, desde nuestras distintas experiencias, los comprendemos o nos acercamos a ellos.

En este sentido, resulta particularmente interesante preguntarse a quién va dirigida esta representación, ya que a menudo tendemos a subestimar las propuestas destinadas a un público joven, creyendo que, por ser más accesibles, pierden su valor. Sin embargo, es justamente en ellas donde reside una gran lección, una que La vida es juego nos recuerda con claridad: nunca deberíamos dejar de mirar al otro —ya sea niño o adulto, público o intérprete— desde la tribuna del aprendizaje, la curiosidad y la escucha.

La vida es juego nos invitó a redescubrir el teatro del Siglo de Oro desde una perspectiva fresca y emotiva. Nos recordó también que tanto la vida como el arte escénico, cuando se viven con entrega y humildad, pueden convertirse en un espacio compartido de juego y memoria. Y quizá por eso yo salí del teatro con una sonrisa serena y el corazón tiernamente tocado, como si hubiera vuelto —aunque solo fuera por un instante— a mirar el mundo con los ojos de quienes todavía quieren jugar.




Ana María Maciá Rocamora

Entras. Abrigos y bolsos despojados de cuerpos caen al suelo mientras las gentes se sientan. Te acomodas al fin. Pasados unos minutos, toda la luz se concentra en un escenario atravesado por cuatro ancianos aparentemente dementes. Percibes cómo los ojos presentes se clavan en sus cráneos y ropas. Ellos profieren las mismas frases de manera continua, casi ritual.

Dicen ser actores. Actores de teatro áureo. Un hombre los medica. Ellos aluden a Lope, a Cervantes. La materia espaciotemporal comienza entonces a comportarse como un chicle. Se estira y encoge. Te reclinas en tu butaca y te miras, por un momento, los pies. Tienes uno en la tarima de madera. El otro sobre la tierra compacta del patio de un corral de comedias.

Las palabras salen de sus bocas como flores. Las que no dicen, las bailan. Sus torsos parecen ríos. Hablan de muchas cosas, pero no de la muerte. En clase habías oído algo acerca de una cuarta pared que ellos hacen añicos enseguida.

Una piedra de la mentira afila el lenguaje hasta darle la forma de un contingente extraordinario donde tienen cabida cosas que nunca antes habías visto amalgamadas de tal forma: los músculos de Sansón, el erotismo de Afrodita, un puñado de ratones, máscaras, luces, alcaldes con prominentes barrigas, un médico que no puede ver y mucha, mucha mierda.

Acaricias con los dedos el borde del asiento de delante. De pronto ríos de leche y miel surcados por puentes de mantequilla vienen a tu mente como el nuevo hogar felizmente habitado por un mendrugo que tiene a su esposa, futura ministra, en la cárcel. Te preguntas si es esa la única alusión a la prisión que han pretendido hacer en esta obra. Si es verdad que los sueños sueños son, cuántos engaños en una persona caben y cómo es posible que no puedas dejar de mirar el foco que se mueve como un ojo nervioso. El mendrugo acaba en la cazuela.

Todo esto tiene algo de eternidad, pero de un momento a otro, los actores pasan los brazos por los hombros de los otros como si se cosieran las espaldas para formar un cuerpo más grande. Ya no encuentras ni a los octogenarios ni a su insania. Entiendes entonces que el teatro es imaginar lo que no ves. Que ser público es aprender a mirar. Que Gracia, Pedro, Lucas y Soledad son, todavía, compañía y compañeros. Se ponen máscaras y ropajes, cantan y bailan para ser, por un momento, quienes no son y así renacer aves libres en un cielo infinito algodonado y no quedarse ahí, encerrados, sobre el suelo que pisan.

Te levantas. Caminas entre masas de gente que sonríe. Hay algún que otro niño. Cruzas la puerta pensando que vivir es un teatro. Que un teatro es un tiquití. Un tiquití una ilusión. Una ilusión es una fiesta. Una fiesta es siempre un inagotable juego y, por lo tanto, por lo tinte y por lo tonto, la vida es, también, todo eso.



Lucía Ugeda Carrillo

El pasado 8 de abril tuvimos la oportunidad de asistir a la representación de La vida es juego, una magnética, lúdica y entretenida obra de la compañía Ultramarinos de Lucas. Con una propuesta teatral, y notablemente reflexiva, consiguieron sumergirnos en una experiencia que va mucho más allá de una simple representación: fuimos testigos de un homenaje al arte de interpretar, al juego, y a la permanencia del teatro clásico en la actualidad.

Marta Hurtado, Gemma Viguera, Juan Berzán, Jorge Padín y Juan Monedero encarnan a cuatro ancianos, actores retirados o, al menos, considerados así por el mundo exterior, y a un cuidador que los vigila con resignación. Estos personajes encuentran en su ausencia la excusa perfecta para volver a lo que más aman: actuar. En ese momento, y gracias a un modesto decorado, el escenario se transforma y comienza el espectáculo: una representación de entremeses del Siglo de Oro que se entrelazan con fluidez dentro de la ficción principal, creando una especie de teatro dentro del teatro.

Entre las piezas que reviven, se encuentran joyas como La Loa del comediante de Lope de Vega, El retablo de las maravillas de Cervantes, La tierra de Jauja y La carátula de Lope de Rueda, así como una loa anónima y fragmentos de La vida es sueño de Calderón de la Barca. Lo impresionante es cómo estos textos clásicos no se presentan como meros añadidos, sino que se integran de forma orgánica en la trama, brotando del deseo de los protagonistas por seguir jugando a ser actores.

Uno de los temas que más resalta es la antítesis entre vejez y juventud. Aunque los personajes aparentan fragilidad; su espíritu, su lucidez y su pasión por el teatro demuestran que la edad es solo un número cuando se trata de soñar y crear. La obra explora, con sensibilidad y sentido del humor, esa delgada línea entre la cordura y la locura, reivindicando que lo que el mundo exterior llama “delirio” es, en realidad, la expresión más pura de libertad y felicidad.

La frase “el juego es la medicina que cura cualquier dolor”, mencionada durante la representación, cobra un sentido especial en este contexto, como también lo hace otra gran línea de la obra: “el teatro es solo imaginar lo que no es”. Los actores rompían la cuarta pared interactuando con nosotros, el público, no solo con la palabra, sino también iluminando el patio de butacas, como si fuésemos también parte de su mente, del delirio compartido, de esa ficción viva que es el teatro. Esa conexión nos hizo cómplices y partícipes activos de la función.

Finalmente, La vida es juego nos recuerda de forma sublime que el teatro es un convenio social: uno paga para ser engañado, para entrar voluntariamente en una mentira colectiva que revela, a su manera, verdades más profundas. Y en este juego, todos ganamos. Fue un montaje inolvidable, inteligente, conmovedor y lleno de vitalidad, que deja claro que, tanto el vivir como el jugar, no entienden de edad, y que el teatro sigue siendo uno de los espacios más humanos para entender la realidad.




Mateo López Sánchez

El 8 de abril de 2024 acudimos al Teatro Principal para asistir a la representación de unos entremeses del Siglo de Oro, especialmente las obras: Loa del comediante de Lope de Vega, El retablo de las maravillas de Miguel de Cervantes y La tierra de Jauja de Lope de Rueda. Se nos pide nuestra opinión a costa de nuestra sangre, que para un futuro filólogo es la tinta de este escrito.

La adaptación de unos sainetes es ardua tarea. Ya han pasado cinco siglos desde sus estrenos y son obras destinadas a ser representadas en un solo acto.  El adaptar es una cuestión y la representación es otra totalmente distinta. Lo que más falla es la historia externa de los actores, la de cuatro actores envejecidos, casi tirando a chiflados. La adecuación de las obras en sí es fiel a las originales, pero creo que tendría que destacar dos cuestiones que me llamaron la atención: la primera, la representación del entremés de Cervantes, y la segunda, sobre la Commedia dell'Arte.

El entremés de Cervantes fue cautivador debido a que es metateatro en estado puro. ¿Qué significa esto? Pues que, dentro de una obra de teatro se está representando otra obra y justamente es esto lo que ocurre, ya que el cómico engaña al alcalde y a su familia con la función de su espectáculo. La obra fue publicada en 1615 y, si se conoce un poco a Cervantes, su ingenio no tiene límites, ya que lo demostró con El Quijote y aquí también lo demuestra jugando con la trapacería.

Sobre la Commedia dell’Arte, lo destaco ya que, en un momento de la función, los actores se colocaron las máscaras y mencionaron algunos de los nombres más famosos de los personajes italianos de la Comedia, como pueden ser Arlechino, Capitano, Pantalone y, si mal no me acuerdo, Polichinela. La mención, intencionada o no, de estos personajes italianos me pareció un hermoso gesto hacia otros tipos de teatros del Viejo Mundo.

Por último, quería destacar que el vestuario utilizado por los actores a la hora de representar los entremeses no era la característico del Siglo de Oro, esto debido a que probablemente, antaño, iban con lo que tenían y poco más, pero el adaptarlo a este siglo o al menos el ser reconocido a nuestros ojos nos da a entender lo que quieren representar. Quizás lo único que no me agradó fue la infantilización del humor; podría decirse que casi era absurdo para provocar la risa, algo que no se consiguió adecuadamente.

En conclusión, La vida es juego ha sido un acercamiento para conocer algunos sainetes del siglo XVII. Originalmente, este escrito acababa con la esperanza de acudir a la representación del domingo 13. Es una gran lástima, la verdad, y más siendo una obra de Calderón de la Barca; quizás en el futuro tengamos esa oportunidad


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