Babelia, de
El País, es el suplemento literario más leído entre los publicados en la
prensa española. Sergio del Molino, periodista y escritor al que sigo con
admiración desde hace años, me ha dedicado una tribuna con motivo de la
reciente sentencia de un juzgado de Cádiz, que ha provocado indignación y
preocupación en el mundo académico y literario. A la espera de que la jueza
aclare la sentencia para presentar el correspondiente recurso ante la Audiencia
Provincial de Cádiz, me abstendré de comentar mi valoración sobre esa sentencia
al margen de manifestar que ha supuesto una grave afrenta para mi dignidad
profesional. Afortunadamente, los numerosos gestos de solidaridad que me han
llegado me animan a seguir en la lucha por la libertad de expresión, de cátedra
y de investigación que ha sido cuestionada por la sentencia en contra, en mi
opinión, de la doctrina del Tribunal Constitucional y abundante jurisprudencia.
En cualquier caso,
siempre me quedo con lo positivo de cada circunstancia de la vida. Y estos
días, que al principio fueron de consternación, se han convertido en otros de
agradecimiento por las continuas muestras de solidaridad recibidas. La escrita
por Sergio del Molino en El País del 5 de abril me ha emocionado
especialmente:
https://elpais.com/babelia/2025-04-05/mato-mi-abuelo-al-tuyo.html
Pasado el suficiente
tiempo desde su publicación y habiendo sido el texto completo del artículo ampliamente difundido a
través de las redes sociales, reproduzco a continuación lo escrito por Sergio del
Molino para quienes no puedan acceder a la fuente original arriba indicada:
¿Mató
mi abuelo al tuyo?
Mi abuelo contaba siempre
un chiste que le hacía mucha gracia: un violinista pasea por la selva y se
encuentra con un tigre. El músico saca su instrumento y empieza a tocar,
amansando a la fiera. Poco a poco, convoca a todos los animales, hasta que se
forma un auditorio de serpientes, gorilas y demás fauna encandilada. Al final,
aparece un león. Avanza hasta la primera fila y se zampa al violinista. Los
animales protestan: “Maldita sea, llegó el sordo y se jodió el concierto”.
La magistrada del juzgado
de primera instancia número 5 de Cádiz, Ana María Chocarro López, podría
interpretar el papel de león en este cuento que no tiene ninguna gracia.
Al condenar al historiador Juan Antonio Ríos Carratalá
por intromisión ilegítima parcial en el derecho al honor de Antonio Luis Baena
Tocón, secretario del juzgado de instrucción que procesó a
Miguel Hernández en 1939, zanja de un mazazo una discusión sutil, larga, tentacular y
en buena medida inefable sobre la responsabilidad y la culpa (colectiva e
individual) de las sociedades sometidas a la violencia y la dictadura. Es una
discusión sobre cómo funciona la represión, quién la ejerce y qué supone mirar hacia otro lado o
cumplir las órdenes. Filósofos, historiadores, escritores, juristas fuera de
servicio y ciudadanos de toda condición participan en un ágora necesariamente
abierta cuyo valor no son las conclusiones, sino las modulaciones de la
conversación misma, cuya persistencia mide la densidad democrática de un país.
La mención inicial a mi
abuelo es oportuna. Hace una década escribí un libro titulado Lo que a nadie le importa sobre
él, soldado raso del ejército franquista durante toda la guerra, reclutado a la
fuerza, y vigilante de un campo de prisioneros al terminarla. En aquella novela
me preguntaba sobre su responsabilidad y su culpa, si la sintió. ¿Nos arrastra
la historia o podemos oponernos a ella? ¿Somos cómplices o marionetas? Millones
de españoles con abuelos como el mío podían compartir mis dudas, y la
literatura ofrece un marco para el matiz. Salvo en los casos flagrantes de
gente poderosa con culpas clarísimas, la mayoría vive en un claroscuro donde no
se puede separar lo blanco de lo negro.
Eso es lo que aduce el
hijo de Baena Tocón en su demencial demanda contra todos los medios de
comunicación de España (desestimada en su casi
totalidad, salvo en unos aspectos referidos a Ríos Carratalá): que su padre era
un joven que hacía el servicio militar y recaló en aquel juzgado como podría haber caído en cualquier otra covacha de la
administración franquista. Considera —y la jueza le ha dado
parcialmente la razón— que echarle encima la condena del poeta es un exceso y
una infamia, y si no hubiera llevado la discusión por la vía judicial, su punto
de vista sería un reto que enriquecería muchísimo este debate. La sentencia, en
cambio, lo empobrece.
Cuando Ríos Carratalá, en
su libro Nos vemos en Chicote y en otros estudios sobre la
represión del primer franquismo sobre escritores y periodistas, estudia el
papel de figuras como Baena Tocón, no busca una revancha judicial, sino
alumbrar los rincones más oscuros de la sociedad franquista. ¿Hasta dónde llega
la responsabilidad ética de la represión?
¿Es pasivo un funcionario que estampa una firma? ¿O su cumplimiento acrítico
del deber pone en marcha el aparato? Más allá de los errores factuales que
cualquier investigador puede cometer, la cuestión es muy especulativa y
necesita grandes dosis de opinión. La sentencia toma el rábano por las hojas y
aprovecha unas minucias ya corregidas e incorporadas a la discusión para
recortar la libertad de expresión. Con este precedente, elaborar juicios de
valor y argumentos sobre los actores de la represión va a ser muy costoso.
Desde Hannah Arendt y la
banalidad del mal de su Eichmann en Jerusalén hasta la
hipocresía de los Mitläufer retratados por Géraldine Schwarz en Los
amnésicos (aquellos alemanes que no militaron ni colaboraron con el
nazismo, pero se beneficiaron pasivamente de su silencio), estas cuestiones
atormentan y entretienen a los intelectuales europeos desde la primera vez que
un joven de los años cincuenta preguntó en la cena: “Papá, ¿dónde estabas tú
cuando pasó aquello?”. Muchos respondieron como el personaje de Billy Wilder
en Uno, dos, tres: no se enteraron de nada, trabajaban en el metro.
Desde entonces, unos se han dedicado a señalar, y otros, a negar. En el caso
español, la pregunta es más dura: ¿mató o encarceló tu padre al mío? Y afinando
más, para centrarnos en este caso: ¿firmó la sentencia o solo la tramitó?
En cuanto las
investigaciones trascienden los libros académicos (700 ejemplares en dos
ediciones vendió Nos vemos en Chicote: el secreto de Baena Tocón
estaba bien guardado hasta que su hijo decidió exponerlo a los tribunales), es
natural que despierten duelos y quebrantos, pues hablamos de historia aún viva.
Al hijo de Baena Tocón le habrán escocido más los tuits y comentarios a las
noticias que cualquier licencia literaria de Ríos Carratalá, pero es al
historiador a quien le ha caído encima el león sordo. No le ha devorado como al
músico del chiste, pero le ha dado un buen mordisco que disuadirá al resto de
violinistas de adentrarse por esa selva.
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