domingo, 7 de diciembre de 2025

El regreso al instituto cincuenta años después


 

Hace cincuenta años pasaron muchas cosas. También en lo personal. En aquella primavera, y tras siete cursos, abandoné las aulas del instituto masculino Jorge Juan de Alicante, adonde entré con pantalones cortos para salir barbado y con peluca. Ya era un veterano de un centro destartalado de tanto uso en turnos de mañana, tarde y noche, pero nunca imaginé que volvería como catedrático al cabo de cincuenta años para charlar con un alumnado que ahora es más diverso. El instituto pronto dejó de ser masculino y nadie se sorprende de ver en sus aulas a jóvenes de las más distintas procedencias.

El motivo del regreso es el Día Internacional de los Derechos Humanos y el tema de la charla «vivir en democracia», una aspiración que vuelve a estar de actualidad cuando una parte de la juventud parece distanciarse de un régimen con múltiples defectos, pero que siempre será el menos malo de los conocidos y, sobre todo, mejor que cualquier dictadura.

Mi participación podría ser la de quien ha escrito miles de páginas dedicadas a la cultura del período franquista, pero nunca he dejado de ser un alumno del Jorge Juan. Prefiero, pues, recordar mi experiencia, aquella que me impide cualquier asomo de añoranza más allá de la juventud. Y de la peluca, por supuesto.



Profesorado del Jorge Juan poco antes de mi ingreso

El Jorge Juan de 1975 era un instituto tan masculino como abarrotado con diferentes turnos y unas aulas donde permanecíamos hacinados. El franquismo dejó la enseñanza secundaria en manos de la Iglesia Católica y apenas construyó centros dedicados a esta etapa educativa, que fue minoritaria hasta bien entrados los años sesenta.

El problema se agravó cuando la avalancha de los nacidos durante el desarrollismo cumplimos los diez años. La imprevisión de la dictadura se solucionó tarde y mal. A la espera de la construcción de nuevos centros, que solo tuvo un impulso fuerte con la llegada de la democracia, la alternativa consistió en utilizar las mismas aulas para diferentes turnos. El deterioro de los centros fue brutal, así como el de la calidad de la enseñanza, que algunos chavales recibían a última hora de la noche.

A falta del profesorado joven que llegaría en cantidades relevantes con la democracia, el relevo generacional apenas se había cumplido y teníamos unos profesores desbordados al final de sus trayectorias. Las clases con hasta cincuenta alumnos eran ingobernables y cualquier proyecto pedagógico estaba abocado al fracaso, Solo el respeto a algunos docentes y el entusiasmo de los recién incorporados suponían una excepción en un panorama mediocre agravado por una falta de financiación e infraestructura, sobre todo a la hora de cualquier práctica deportiva o de laboratorios.

Los medios que proporciona cualquier sistema educativo son fundamentales. Los del franquismo eran mínimos, pero a menudo las carencias se solventaban a base del entusiasmo de algunos profesores o las ganas de protagonizar algo diferente en una generación cuyos dieciocho años, una edad clave, coincidiría con el final de la dictadura.



Bendecidos por Pablo VI en la primavera de 1974

Así recuerdo, por ejemplo, que en el curso 1974-1975 conseguimos formar un grupo de teatro con el objetivo de representar una obra concebida por nosotros mismos. Algunos habíamos oído hablar del Teatro Independiente y creímos, con toda la ingenuidad del mundo, que era sencillo subirse a un escenario para emular a esos grupos de las furgonetas y el entusiasmo como único patrimonio.

La joven profesora de Lengua y Literatura, con paciencia y comprensión, apoyó la iniciativa y nos dejó actuar con libertad. Mientras tanto, la dirección del instituto miraría para otro lado como sucedía en tantas iniciativas de un alumnado cada vez más alejado de la rigidez dictatorial. Así, a base de ingenuidad y ganas, improvisamos una obra que ahora nos haría sonreír, pero que nos la tomamos muy en serio.

El problema vino a la hora de representarla en el salón de actos ante los compañeros y los familiares. La autorización de la autoridad competente, la delegación del Ministerio de Información y Turismo, suponía un requisito para evitar sanciones.

Gracias a la ayuda de la profesora, iniciamos la tramitación, que incluía la presentación del texto a representar, junto con las indicaciones de la puesta en escena, que eran las elementales de un grupo de chavales. Todavía recuerdo el día en que entregamos la documentación a un funcionario que nos miró como si fuéramos marcianos empeñados en molestarle.

Los días pasaron y la autorización no llegaba. La táctica del silencio administrativo era habitual. Censurar a un grupo de instituto resultaba excesivo para aquellos tiempos, pero cabía la posibilidad de dar la callada como respuesta a la espera de que, con el lógico temor, los profesores decidieran por su cuenta suspender la representación.

La alternativa fue «jugársela». La representación se hizo sin la autorización y gracias al silencio del equipo directivo, que comprendería el absurdo de prohibir la iniciativa del alumnado. La sanciones resultaban disuasorias, pero las ganas de subir al escenario o de ver a los alumnos ilusionados prevalecieron en detrimento del temor, aunque durante unas semanas permanecimos preocupados a la espera de alguna carta oficial.

Así, a base de «jugársela» en el día a día, en cuestiones anecdóticas que nunca pasarán a los libros de historia, se inició el camino hacia la democracia, a pesar de los obstáculos, incluidos los violentos, puestos por los beneficiarios de la dictadura, que eran una legión.

Ahora, cuando contamos con una infraestructura educativa muchísimo mejor y la libertad de manifestar nuestras opciones ante cualquier tema, la añoranza de una dictadura que separaba a los chicos de las chicas, nos hacinaba en las aulas y ni siquiera permitía organizar un acto cultural es propia de mentecatos.

Los hay, y en abundancia, gracias a unas redes sociales y determinados medios de comunicación donde cualquier botarate sienta cátedra. Tal vez porque tranquiliza tener respuestas sencillas, y contundentes, a problemas complejos que requieren de mil matices tras muchas horas de estudio o lectura. Esa indolencia intelectual conduce al fanatismo de los gregarios que añoran las dictaduras para excluir al diferente: el inmigrante, la feminista, el miembro de la comunidad LGTBI, el izquierdista… El otro, en definitiva.

Frente a esa deriva que pone en peligro los derechos más básicos, siempre cabe hacer uso de lo esencial: nuestra voluntad de formarnos e informarnos para decidir siendo críticos y conscientes ante una democracia imperfecta, capaz de desanimarnos a menudo por su inoperancia a corto plazo, pero mejorable gracias a nuestra participación en un proyecto de convivencia.

La dictadura, no lo olvidemos, es la negación de esa participación porque la práctica de la misma queda asimilada a la posibilidad de «jugársela». Y, claro está, no siempre hubo un final feliz como con aquella representación. El camino hacia la democracia estuvo jalonado de víctimas anónimas que nunca subieron a un escenario, pero nos dejaron un legado que debemos preservar para no volver a unos tiempos donde lo que no era obligatorio estaba prohibido.

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