Hace cincuenta años
pasaron muchas cosas. También en lo personal. En aquella primavera, y tras siete cursos, abandoné las aulas del instituto masculino Jorge Juan de
Alicante, adonde entré con pantalones cortos para salir barbado y con peluca.
Ya era un veterano de un centro destartalado de tanto uso en turnos de mañana,
tarde y noche, pero nunca imaginé que volvería como catedrático al cabo de
cincuenta años para charlar con un alumnado que ahora es más
diverso. El instituto pronto dejó de ser masculino y nadie se sorprende de ver
en sus aulas a jóvenes de las más distintas procedencias.
El motivo del regreso es
el Día Internacional de los Derechos Humanos y el tema de la charla «vivir en
democracia», una aspiración que vuelve a estar de actualidad cuando una parte de la juventud parece
distanciarse de un régimen con múltiples defectos, pero que siempre será el
menos malo de los conocidos y, sobre todo, mejor que cualquier dictadura.
Mi participación podría
ser la de quien ha escrito miles de páginas dedicadas a la cultura
del período franquista, pero nunca he dejado de ser un alumno del Jorge Juan. Prefiero,
pues, recordar mi experiencia, aquella que me impide cualquier asomo de
añoranza más allá de la juventud. Y de la peluca, por supuesto.
El Jorge Juan de 1975 era
un instituto tan masculino como abarrotado con diferentes turnos y unas aulas
donde permanecíamos hacinados. El franquismo dejó la enseñanza secundaria en
manos de la Iglesia Católica y apenas construyó centros dedicados a esta etapa
educativa, que fue minoritaria hasta bien entrados los años sesenta.
El problema se agravó
cuando la avalancha de los nacidos durante el desarrollismo cumplimos los diez
años. La imprevisión de la dictadura se solucionó tarde y mal. A la espera de la construcción
de nuevos centros, que solo tuvo un impulso fuerte con la llegada de la
democracia, la alternativa consistió en utilizar las mismas aulas para
diferentes turnos. El deterioro de los centros fue brutal, así como el de la
calidad de la enseñanza, que algunos chavales recibían a última hora de la
noche.
A falta del profesorado
joven que llegaría en cantidades relevantes con la democracia, el relevo
generacional apenas se había cumplido y teníamos unos profesores desbordados al
final de sus trayectorias. Las clases con hasta cincuenta alumnos eran ingobernables
y cualquier proyecto pedagógico estaba abocado al fracaso, Solo el respeto a
algunos docentes y el entusiasmo de los recién incorporados suponían una
excepción en un panorama mediocre agravado por una falta de financiación e
infraestructura, sobre todo a la hora de cualquier práctica deportiva o de
laboratorios.
Los medios que
proporciona cualquier sistema educativo son fundamentales. Los del franquismo eran mínimos, pero a menudo las carencias
se solventaban a base del entusiasmo de algunos profesores o las ganas de protagonizar
algo diferente en una generación cuyos dieciocho años, una edad clave,
coincidiría con el final de la dictadura.
Así recuerdo, por
ejemplo, que en el curso 1974-1975 conseguimos formar un grupo de
teatro con el objetivo de representar una obra concebida por nosotros mismos. Algunos
habíamos oído hablar del Teatro Independiente y creímos, con toda la ingenuidad
del mundo, que era sencillo subirse a un escenario para emular a esos grupos de
las furgonetas y el entusiasmo como único patrimonio.
La joven profesora de Lengua y Literatura, con
paciencia y comprensión, apoyó la iniciativa y nos dejó actuar con libertad. Mientras
tanto, la dirección del instituto miraría para otro lado como sucedía en tantas
iniciativas de un alumnado cada vez más alejado de la rigidez dictatorial. Así,
a base de ingenuidad y ganas, improvisamos una obra que ahora nos haría
sonreír, pero que nos la tomamos muy en serio.
El problema vino a la
hora de representarla en el salón de actos ante los compañeros y los
familiares. La autorización de la autoridad competente, la delegación del
Ministerio de Información y Turismo, suponía un requisito para
evitar sanciones.
Gracias a la ayuda de la
profesora, iniciamos la tramitación, que incluía la presentación del texto a
representar, junto con las indicaciones de la puesta en escena, que eran las
elementales de un grupo de chavales. Todavía recuerdo el día en que entregamos
la documentación a un funcionario que nos miró como si fuéramos marcianos
empeñados en molestarle.
Los días pasaron y la
autorización no llegaba. La táctica del silencio administrativo era habitual.
Censurar a un grupo de instituto resultaba excesivo para aquellos
tiempos, pero cabía la posibilidad de dar la callada como respuesta a la espera
de que, con el lógico temor, los profesores decidieran por su cuenta suspender
la representación.
La alternativa fue «jugársela».
La representación se hizo sin la autorización y gracias al silencio del equipo
directivo, que comprendería el absurdo de prohibir la iniciativa del alumnado.
La sanciones resultaban disuasorias, pero las ganas de subir al escenario o de
ver a los alumnos ilusionados prevalecieron en detrimento del temor, aunque
durante unas semanas permanecimos preocupados a la espera de alguna carta
oficial.
Así, a base de «jugársela»
en el día a día, en cuestiones anecdóticas que nunca pasarán a los libros de
historia, se inició el camino hacia la democracia, a pesar de los obstáculos,
incluidos los violentos, puestos por los beneficiarios de la dictadura, que
eran una legión.
Ahora, cuando contamos
con una infraestructura educativa muchísimo mejor y la libertad de manifestar
nuestras opciones ante cualquier tema, la añoranza de una dictadura que
separaba a los chicos de las chicas, nos hacinaba en las aulas y ni siquiera
permitía organizar un acto cultural es propia de mentecatos.
Los hay, y en abundancia,
gracias a unas redes sociales y determinados medios de comunicación donde
cualquier botarate sienta cátedra. Tal vez porque tranquiliza tener respuestas
sencillas, y contundentes, a problemas complejos que requieren de mil matices tras muchas horas de estudio o lectura.
Esa indolencia intelectual conduce al fanatismo de los gregarios que añoran las
dictaduras para excluir al diferente: el inmigrante, la feminista, el miembro
de la comunidad LGTBI, el izquierdista… El otro, en definitiva.
Frente a esa deriva que
pone en peligro los derechos más básicos, siempre cabe hacer uso de lo
esencial: nuestra voluntad de formarnos e informarnos para decidir siendo críticos y conscientes
ante una democracia imperfecta, capaz de desanimarnos a menudo por su
inoperancia a corto plazo, pero mejorable gracias a nuestra participación en un proyecto de convivencia.
La dictadura, no lo
olvidemos, es la negación de esa participación porque la práctica de la misma queda
asimilada a la posibilidad de «jugársela». Y, claro está, no siempre hubo un
final feliz como con aquella representación. El camino hacia la democracia
estuvo jalonado de víctimas anónimas que nunca subieron a un escenario, pero
nos dejaron un legado que debemos preservar para no volver a unos tiempos donde
lo que no era obligatorio estaba prohibido.


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