lunes, 29 de diciembre de 2025

Nuestra Brigitte Bardot


 

Los iconos cinematográficos de una época, cuando fallecen, dejan un reguero de recuerdos personales en nuestras experiencias como espectadores o personas de la calle. Brigitte Bardot nos ha dicho adiós a una respetable edad y tras unos cincuenta años alejada de las pantallas. El tiempo transcurrido desde su popularidad como actriz dificulta hablar del presente, el de sus campañas animalistas combinadas con un ideario conservador, y prefiero recordarla cuando en la España de los sesenta era sinónimo de la belleza inalcanzable, aquella que nos llegaba censurada, a cuenta gotas y gracias a referencias lindantes con lo mítico por desconocido.

Por aquel entonces, yo iba junto con mi padre a ver los partidos del Hércules C.F. en el vetusto estadio de La Viña. El espectáculo no siempre estaba en el escaso césped porque en las gradas muchos deseaban sentirse protagonistas. La ocasión para el consiguiente «lucimiento» llegaba con la presencia de una mujer que, con una cesta repleta de vasitos y dos botellas de coñac Soberano, intentaba ganarse la vida.

Aquella mujer tenía la cara deformada por un accidente que le dejó una cicatriz enorme. Las burlas de los aficionados eran crueles y, supongo, la vendedora habrá ganado el cielo tras aguantarlas con la resignación de tantas otras mujeres de la época ante las manifestaciones de un machismo desaforado.

Soberano era «cosa de hombres» como recordaba la publicidad de los anuncios cuando otra marca rivalizaba gracias a una lejana y hermosa mujer a lomos de un caballo blanco. También las bromas pesadas, que a menudo culminaban cuando algún aficionado, más ocurrente, llamaba Brigitte Bardot a aquella vendedora de coñac. La ocurrencia se convirtió en un clásico dominical porque siempre era recibida con risotadas de complicidad.




Todavía no había cumplido los diez años y, a esa edad, la curiosidad no siempre permite entender las situaciones vividas. Sin embargo, recuerdo que mi padre nunca reía con esa supuesta broma y, además, cuando pedía su vasito de Soberano lo hacía con un respeto agradecido, tácitamente, por aquella mujer con su silencio y su mirada.

La lección del ejemplo fue suficiente. No para aprender un comportamiento feminista, sino para algo más básico y fundamental: ser educado y respetuoso con cualquier persona y, especialmente, con aquellas que peor suerte han tenido en el reparto de la vida. La aprendí y desde hace cincuenta años la intento transmitir a mi alumnado sin necesidad de prédicas feministas porque lo básico de las mismas viene incluido en el ejemplo de la educación respetuosa con el prójimo.

Aquellos aficionados al fútbol de los sesenta apenas sabrían de la actriz francesa por sus películas porque las mismas andaban con problemas a causa de la censura. Sin embargo, sabían de su existencia por la prensa, alguna foto no demasiado atrevida y unas referencias que la vinculaban con lo prohibido y, al mismo tiempo, atractivo. Bastaba para soñar con una Brigitte Bardot que simbolizaba el máximo de la belleza deseada de tantas turistas, «las suecas», del desarrollismo de los años sesenta.

Cuando preparé Lo sainetesco en el cine español (1997) tuve la ocasión de hablar con Luis G. Berlanga. El cineasta todavía lamentaba no haber contratado a una jovencita francesa que la productora de Novio a la vista (1954) le ofreció para el reparto. La aspirante a debutante era Brigitte Bardot. El error del director fue mayúsculo, aunque anecdótico. La verdadera Brigitte Bardot, convertida en un icono de la época, nunca habría hecho carrera en la cinematografía española y cuando finalmente participó en la misma, con Las petroleras (1971), lo hizo al final de su carrera y en una película tan infame como digna del olvido en las necrológicas de la actriz.

Al cabo de los años conseguí ver algunos de los títulos de su filmografía con los más afamados directores del momento. Su rompedora belleza era incuestionable, pero sus interpretaciones me parecieron discretas. Apenas las recuerdo y las imágenes han quedado diluidas por el paso del tiempo. Sin embargo, evoco a menudo la figura de una joven que rompió limitaciones cuando, por ejemplo, lució su belleza en las playas de Cannes o Saint Tropez.

Esa muchacha francesa formaba parte del sueño imposible que empezó a anidar entre nosotros gracias al turismo y la emigración. Al contacto con una Europa que, por su distancia, parecía estar en otro planeta. He dedicado muchas páginas a contarlo e incluso, cuando juego a provocar a los colegas sesudos, explico que estos iconos eróticos contribuyeron a un cambio que la oposición al franquismo, tan heroica como anquilosada en sus planteamientos, se empeñaba en buscarlo por derroteros quiméricos.

Brigitte Bardot no es una actriz a la altura de la inconmensurable Sophia Loren. Tampoco estaba obligada a ello y, visto el cambio en el papel social de la mujer producido desde su aparición en las pantallas, cabe agradecerle su belleza y la capacidad de convertirla en un revulsivo para romper los tabúes de una época timorata.

Su imagen nos permitió ser conscientes de que un mundo más bello resultaba posible, incluso cercano, con el consiguiente ánimo de encontrarlo. Por el camino solo era necesario recordar la educación y el respeto, aquellos requisitos que también permiten una convivencia con quienes distan mucho de ser unos iconos, pero forman parte de una realidad cotidiana donde cabe la belleza. La respuesta silenciosa de aquella mujer del coñac, cuando mi padre le pedía una copita, me la enseñó.

 

 


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