Los
iconos cinematográficos de una época, cuando fallecen, dejan un reguero de
recuerdos personales en nuestras experiencias como espectadores o personas de
la calle. Brigitte Bardot nos ha dicho adiós a una respetable edad y tras unos
cincuenta años alejada de las pantallas. El tiempo transcurrido desde su
popularidad como actriz dificulta hablar del presente, el de sus campañas
animalistas combinadas con un ideario conservador, y prefiero recordarla cuando
en la España de los sesenta era sinónimo de la belleza inalcanzable, aquella
que nos llegaba censurada, a cuenta gotas y gracias a referencias lindantes con
lo mítico por desconocido.
Por
aquel entonces, yo iba junto con mi padre a ver los partidos del Hércules C.F.
en el vetusto estadio de La Viña. El espectáculo no siempre estaba en el escaso
césped porque en las gradas muchos deseaban sentirse protagonistas. La ocasión
para el consiguiente «lucimiento» llegaba con la presencia de una mujer que,
con una cesta repleta de vasitos y dos botellas de coñac Soberano, intentaba
ganarse la vida.
Aquella
mujer tenía la cara deformada por un accidente que le dejó una cicatriz enorme.
Las burlas de los aficionados eran crueles y, supongo, la vendedora habrá
ganado el cielo tras aguantarlas con la resignación de tantas otras mujeres de
la época ante las manifestaciones de un machismo desaforado.
Soberano
era «cosa de hombres» como recordaba la publicidad de los anuncios cuando otra
marca rivalizaba gracias a una lejana y hermosa mujer a lomos de un caballo
blanco. También las bromas pesadas, que a menudo culminaban cuando algún
aficionado, más ocurrente, llamaba Brigitte Bardot a aquella vendedora de
coñac. La ocurrencia se convirtió en un clásico dominical porque siempre era
recibida con risotadas de complicidad.
Todavía
no había cumplido los diez años y, a esa edad, la curiosidad no siempre permite
entender las situaciones vividas. Sin embargo, recuerdo que mi padre nunca reía
con esa supuesta broma y, además, cuando pedía su vasito de Soberano lo hacía
con un respeto agradecido, tácitamente, por aquella mujer con su silencio y su
mirada.
La
lección del ejemplo fue suficiente. No para aprender un comportamiento
feminista, sino para algo más básico y fundamental: ser educado y respetuoso
con cualquier persona y, especialmente, con aquellas que peor suerte han tenido
en el reparto de la vida. La aprendí y desde hace cincuenta años la intento
transmitir a mi alumnado sin necesidad de prédicas feministas porque lo básico
de las mismas viene incluido en el ejemplo de la educación respetuosa con el
prójimo.
Aquellos
aficionados al fútbol de los sesenta apenas sabrían de la actriz francesa por
sus películas porque las mismas andaban con problemas a causa de la censura.
Sin embargo, sabían de su existencia por la prensa, alguna foto no demasiado
atrevida y unas referencias que la vinculaban con lo prohibido y, al mismo
tiempo, atractivo. Bastaba para soñar con una Brigitte Bardot que simbolizaba
el máximo de la belleza deseada de tantas turistas, «las suecas», del
desarrollismo de los años sesenta.
Cuando
preparé Lo sainetesco en el cine español (1997) tuve la ocasión de
hablar con Luis G. Berlanga. El cineasta todavía lamentaba no haber contratado
a una jovencita francesa que la productora de Novio a la vista (1954) le
ofreció para el reparto. La aspirante a debutante era Brigitte Bardot. El error
del director fue mayúsculo, aunque anecdótico. La verdadera Brigitte Bardot,
convertida en un icono de la época, nunca habría hecho carrera en la
cinematografía española y cuando finalmente participó en la misma, con Las
petroleras (1971), lo hizo al final de su carrera y en una película tan
infame como digna del olvido en las necrológicas de la actriz.
Al
cabo de los años conseguí ver algunos de los títulos de su filmografía con los
más afamados directores del momento. Su rompedora belleza era incuestionable,
pero sus interpretaciones me parecieron discretas. Apenas las recuerdo y las
imágenes han quedado diluidas por el paso del tiempo. Sin embargo, evoco a
menudo la figura de una joven que rompió limitaciones cuando, por ejemplo,
lució su belleza en las playas de Cannes o Saint Tropez.
Esa
muchacha francesa formaba parte del sueño imposible que empezó a anidar entre
nosotros gracias al turismo y la emigración. Al contacto con una Europa que,
por su distancia, parecía estar en otro planeta. He dedicado muchas páginas a
contarlo e incluso, cuando juego a provocar a los colegas sesudos, explico que
estos iconos eróticos contribuyeron a un cambio que la oposición al franquismo,
tan heroica como anquilosada en sus planteamientos, se empeñaba en buscarlo por
derroteros quiméricos.
Brigitte
Bardot no es una actriz a la altura de la inconmensurable Sophia Loren. Tampoco
estaba obligada a ello y, visto el cambio en el papel social de la mujer producido
desde su aparición en las pantallas, cabe agradecerle su belleza y la capacidad
de convertirla en un revulsivo para romper los tabúes de una época timorata.
Su
imagen nos permitió ser conscientes de que un mundo más bello resultaba
posible, incluso cercano, con el consiguiente ánimo de encontrarlo. Por el
camino solo era necesario recordar la educación y el respeto, aquellos
requisitos que también permiten una convivencia con quienes distan mucho de ser
unos iconos, pero forman parte de una realidad cotidiana donde cabe la belleza.
La respuesta silenciosa de aquella mujer del coñac, cuando mi padre le pedía
una copita, me la enseñó.
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