El trabajo de un
catedrático se divide entre la investigación y la docencia, además de la
gestión. El perfil individual puede decantarse por una de estas facetas, pero
debe buscarse un equilibrio. Algunos compañeros tienen una probada capacidad
como gestores, otros se inclinan por la docencia y un tercer grupo prefiere
centrarse en la investigación. Las opciones son igualmente respetables, pero de
acuerdo con el actual modelo de acceso a cátedras es necesario cultivar las
tres facetas, aunque no sea en la misma medida.
Desde el curso 1982-83
imparto docencia en la UA y la compagino con la investigación. En cuanto a la
gestión, la faceta para la que me siento menos capacitado, he ocupado cargos
directivos por elección de mis compañeros durante diez años. Los suficientes,
creo, para cumplir y dejar paso a otros colegas con más vocación gestora.
Al cabo de cuarenta y
tres cursos, algo de experiencia docente debo tener, pero es necesario
renovarla con ilusión porque así lo requiere el respeto al alumnado. Hasta
ahora la mantengo, procuro adaptarme a los tiempos y no caer en la inercia de
muchos colegas cuya jubilación está cercana.
El resultado de esa
tarea, al menos en lo cuantificable, me llega todos los años por estas fechas
gracias al programa Docentia. El de este año ha vuelto a ser «muy favorable» y,
como diría el emérito, «me llena de orgullo y satisfacción»:
Sin embargo, una
experiencia como la de volver al instituto cincuenta años después, dar una
charla sobre la necesidad de aprender a convivir en democracia respetando a los
demás y ver la reacción de unos doscientos alumnos todavía me ha satisfecho
más, aunque solo sea por la novedad de dirigirme a chavales de catorce-quince
años que estuvieron preguntando durante una hora.
Al igual que mis
compañeros de mesa, procuré adaptarme a la edad de quienes nos escuchaban y el
resultado prueba la conveniencia de hacer estas actividades más a menudo. La
necesidad de dialogar se enseña mediante el diálogo y el respeto mutuo, también
hacia un alumnado que te pregunta con la ingenuidad propia de la edad.
Gracias a que dos
profesores del instituto son antiguos alumnos míos, aproveché la visita para
reencontrar rincones que no veía desde hace cincuenta años. El edificio permanece
prácticamente igual porque goza de protección por su carácter histórico y esa
experiencia me emocionó al tiempo que me trajo recuerdos.
De vuelta a casa,
mientras caminaba, recordé a los compañeros fallecidos. Son bastantes porque ya
andamos por una edad donde estas noticias empiezan a ser habituales. Sin
embargo, el recuerdo más triste fue el de quienes perdieron la vida demasiado
pronto, apenas cumplidos los veinte años y por culpa del SIDA.
Durante dos cursos
coincidí con un par de compañeros homosexuales. A principios de los setenta y
en un ámbito como el de un instituto masculino esta identidad era motivo de
burlas, discriminación y acoso, concretado en situaciones que ahora me provocan
un espanto retrospectivo.
Mi ignorancia de la
homosexualidad era total y supongo que compartiría los prejuicios habituales
entre mis compañeros. La memoria no debe exculparnos, pero había aprendido en
casa un mínimo de respeto hacia los demás y, al menos, nunca participé en un acoso
que aquellos compañeros llevaban de la mejor manera posible.
El episodio ya lo relaté en
Contemos cómo pasó y me retrotrae a una visita hospitalaria que, por
casualidad, me permitió ver a uno de esos compañeros cuando el SIDA estaba a
punto de matarle. El otro siguió el mismo camino a mediados de los años
ochenta. No tuve una amistad con ellos, pero nunca les olvidaré porque me
pareció brutal, por lo injusto, que murieran tan pronto después de sufrir un
acoso del que por entonces podrían empezar a salir.
Así lo imaginé, con la
ingenuidad del optimista y confiado en la condición humana, pero desde entonces
he tenido múltiples ocasiones de ver quebrada esa evolución hacia un mayor
respeto al otro, al diferente especialmente. Como director de mi departamento,
hace unos diez años debí afrontar otro tipo de acoso más sofisticado por lo
virtual, pero igualmente bestial. Lo sufrieron de nuevo alumnos homosexuales,
que por ser también brillantes en lo académico parecían merecer las
barbaridades que nunca les dijeron en la cara.
Todavía recuerdo aquellas
reuniones, cuando leí en voz alta lo que circulaba por las redes y nadie se
atrevió a reconocer su autoría. Algo hemos cambiado. En los setenta, los
acosadores actuaban con la complicidad de la clase. Ahora, en la universidad,
procuran esconderse detrás del anonimato de las redes y se muestran cobardes
-supongo que también avergonzados- cuando se les invita a reconocer lo hecho.
La evolución dista mucho
de ser suficiente y, de acuerdo con lo visto en los medios de comunicación,
parece que volvemos a las andadas en temas como el acoso, que no solamente
tiene a los homosexuales como víctimas, pero que todavía les afecta.
Al volver a casa, después
de recordar a los compañeros fallecidos, leí el muro del novelista David Uclés,
al que siento una especial simpatía tras leer La península de las casas
deshabitadas y, sobre todo, verle en varias presentaciones. Me parece el
alumno ideal: inteligente, trabajador, simpático, brillante, bienhumorado,
humilde…, a pesar del éxito de quien ha vendido más de trescientos mil
ejemplares y podía caer en la vanidad.
El muro hablaba del duro
acoso sufrido como homosexual durante su etapa en la enseñanza secundaria, hace
apenas veinte años. La descripción era preocupante, pero la verdadera
preocupación vino cuando la exposición utilizó el presente para referirse a
episodios de ahora mismo.
David Uclés, el novelista
con más éxito de estos dos últimos años, ha debido abandonar X, tomar
precauciones y afrontar unas campañas brutales de acoso donde a la
homosexualidad se añade su ideología. Lo ha hecho con valentía y hasta humor.
Tal vez porque, a pesar de todo, los tiempos han cambiado y siente la empatía
de los miles de lectores que hemos disfrutado con su maravillosa prosa.
La charla del instituto
duró dos horas, se habló de muchos temas y, al final, coincidimos en dar al
alumnado un consejo: el odio no solo provoca acosos, sino que rompe la
convivencia y es la antesala de las dictaduras. Si la idea caló, tal vez algún
acosado tenga la fortaleza de aquellos compañeros capaces de vivir deprisa o la
brillantez de un David Uclés al que los intolerantes no le perdonan su éxito.
El consuelo de la
imaginación es mínimo, pero ojalá quienes murieron demasiado pronto pudieran
ver actos como el del novelista con Rodrigo Cuevas, cuyo vídeo traigo
aquí perque vull, como diría la canción de Ovidi Montllor. Verlo siempre
será motivo de ánimo para quienes, de una u otra manera, sufrimos el acoso de
los intolerantes que añoran la dictadura.

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